El patriotismo
Según el diccionario de la lengua española (DRAE), el patriotismo es “amor a la patria”. También lo especifica como “sentimiento y conducta propios del patriota”. ¿Pero quién es verdaderamente un patriota? Según este índice, “es aquella persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien”.
Aceptando que el concepto de patria “es la tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos” o bien “lugar, ciudad o país en que se ha nacido”, nos podíamos preguntar: ¿Somos los españoles patriotas? ¿Mucho, poco o nada? ¿Todos o solo algunos? ¿Procuramos todo su bien? ¿Todo o solo parte? Y otras cuestiones similares.
Ahondando cuidadosamente en estas definiciones, habría que hacer algunas observaciones, ya que en los tiempos que corren, es tema bastante delicado.
Nos remontaremos brevemente a los hechos más relevantes de nuestra historia, que nunca engaña. Numancia, ciudad celtíbera, resistió el asedio romano en el año 133 A.C. durante más de un año, prefiriendo suicidarse la mayoría de sus defensores en vez de entregarse al enemigo como esclavos (aunque algunos lo hicieron). Se le puede llamar a esta acción, patriotismo, porque los defensores demostraron que creían completamente en su patria o en su tierra. Una vez que Hispania fue declarada provincia romana, y disfrutando de un largo periodo de pacificación, se fue imponiendo (sin quererlo los romanos) una cierta forma de unidad política y moral, al que se podría denominar como amago de patria o similar. Ya en el siglo IV, el cristianismo hispano y el romano estaban estrechamente entrelazados por lo que se alcanzaría una cierta unidad religiosa y hasta quizá cultural. Posteriormente las divisiones entre hispanoromanos y visigodos eran profundas y aunque los visigodos no crearon una estructura política fuerte, si dejaron un conjunto de leyes, “Liber Iudiciorum“, que fueron el germen del sistema de relaciones sociales que evolucionaría hasta llegar al feudalismo. Se estaba gestando las características de algo que amar y defender.
Una vez la “tierra hispánica”, controlada totalmente por musulmanes, a excepción de una porción norteña, el caudillo Pelayo autoproclamado descendiente de los reyes visigodos y defensor de la civilización cristiana en la Península, comienza una oposición en contra de los invasores, que los historiadores han llamado “Reconquista” ¿De qué? ¿De una “tierra” que reclamaban como suya? Parece ser que así fue. Esto indica que había comenzado un sentimiento desconocido para los invadidos, sentían que su “tierra” había sido robada, su religión desprestigiada y sus costumbres incomprendidas y todo lo querían recuperar y reinstaurar. Se seguía germinando el concepto al amor por “la tierra” en la que estaban enterrados sus familiares fallecidos; sus ancestros. La “tierra” usurpada se acabó de recuperar en 1492, y sus máximos dirigentes, los Reyes Católicos, implantando sus normas, leyes y costumbres ayudaron a desarrollar el concepto de “patria” y quizá hasta de “nación”. España ya tenía su historia, pequeña, pero a fin de cuentas, historia.
De esto se puede deducir que la actuación (en su gran mayoría) de los habitantes que componían España había sido bastante patriótica. Habían defendido y recuperado lo suyo. Su “tierra”, su “país”, sus costumbres, su modus vivendi y su religión (con matices). En resumen: su “nación”.
En el siglo XV, la palabra “España” hacía referencia, como en tiempos medievales, a la asociación de todos los pueblos de la Península y no tenía un significado político concreto más allá del que las palabras “Alemania” o “Italia” podían tener entonces para los pueblos de esas naciones. Hacia 1500, la Corona de Aragón era una federación compuesta por Cataluña, Aragón, Valencia, Mallorca y Cerdeña. También se incluía a Sicilia y Nápoles, aunque estas no formaban parte de la estructura política de las tierras hispánicas. Cada reino en la Península, era gobernado de forma independiente, contaba con sus propias leyes (fueros), sus propias Cortes, sus propias lenguas (el catalán era el mayoritario en Cataluña, Valencia y Mallorca) y su propia moneda.
La existencia de un imperio sirvió para reafirmar el sentimiento de orgullo hacia <<España>> creando un vínculo común entre los diversos reinos hispanos. Desde las campañas de Granada, los militares absorbieron una ética de raíz bélica en la que los valores militares trascendían el nivel de la mera valentía personal y se ponían al servicio del príncipe y del Estado identificándose directamente con la nación. Los soldados (españoles o no) de los Tercios tenían que gritar obligatoriamente: “¡Santiago, España!”, mientras acometían a sus enemigos, donde estuvieran batallando. La experiencia conjunta fuera de la Península daba a vascos, extremeños y aragoneses una especie de vínculo compartido muy parecido al sentimiento de participación de una causa común contra el enemigo musulmán durante las campañas de Granada. Mucho antes de que hubiera adquirido un mínimo de realidad política en el interior de Iberia, “España” se convirtió para los soldados desplazados fuera de ella en una realidad muy viva que determinaba sus aspiraciones.
A cientos de kilómetros, la multiplicidad de localidades y pueblos diversos y dispersos de los que procedían los soldados, adquirió los rasgos de una nueva gran identidad, la del “Reino de España”, ese lugar al que podrían regresar si se empleaban con éxito en la batalla. La palabra “España” comenzó a adquirir una connotación de anhelo, en referencia a la patria de la que venían todos los pueblos de la Península. Los colonizadores que fueron a América cuando escribían a sus familias residentes en la Península solían referirse a esta llamándola precisamente “España” e incluso cuando estaban satisfechos con sus nuevas vidas, no dejaban de sentir nostalgia de aquellas cosas que “España” representaba para ellos, porque la ausencia de España se volvía real. La tierra de origen, la patria, se sentía muy fuerte y muy dentro, pero su marco de referencia preciso solía ser regional, no nacional. El énfasis continuado en el carácter real del concepto “España” ayudó a que los pueblos de la Península adquirieran conciencia de su papel en la construcción del imperio. Nadie se refería al “país”(España) sino a la región. El sentido de “pertenencia” o de “patria” era normalmente de la localidad, pueblo de procedencia. Se tenía más lealtad hacia el lugar, el municipio o el señor local que hacia el reino en su conjunto.
Por vez primera, en 1712, en plena Guerra de Sucesión, las Cortes reunidas en Madrid representaron no solo a Castilla, sino también a Valencia y Aragón. Desde entonces <<España>> pasó a existir como unidad política, como un solo Estado; pero las significativas diferencias de gobierno, cultura y lengua entre sus regiones, seguían haciendo que sus habitantes estuvieran aún lejos de albergar un sentimiento común de nación. El patriotismo aumentaba, aunque lentamente.
La hambruna de 1630 fue el contexto de la revuelta vizcaína de 1631-1632 provocada inicialmente por el impuesto de la sal decretado por el conde-duque de Olivares, transformada finalmente en un movimiento de defensa regional de los fueros contra el dominio castellano y que derivó rápidamente en una protesta popular contra las desigualdades sociales. La pérdida del imperio en Europa tras la guerra de Sucesión permitió al gobierno de Felipe V centrarse en la reconstrucción interior. En 1765 y 1778, se ordenó la apertura progresiva del comercio americano a todos los puertos principales de España. Anteriormente solo Sevilla y Cádiz eran los autorizados.
Tras la ejecución del rey francés Luis XVI, la Convención revolucionaria jacobina francesa declaró la guerra a España. Fue una guerra muy popular, pues todas las clases y toda la nación se unieron en una común aversión a los republicanos franceses. El patriotismo regional (sobre todo vasco y catalán) fue agitado para la causa de España contra el extranjero. El patriotismo seguía aumentando.
La sumisión española a Francia en tiempos de Carlos IV y Napoleón estaba llevando a España a la ruina. Cuando tropas francesas traspasaron la frontera española, se creó un gran descontento popular que a la larga desembocó en la Guerra de la Independencia. Sin apenas señal indicativa alguna de sus líderes políticos, el pueblo español se alzó contra los intrusos. Se notaba el patriotismo, ya en mayor medida. Para la gran masa de población y miembros sociales más elevados, su causa en aquella guerra era conservadora en materia religiosa y de derechos locales (Francia representaba el republicanismo y ateísmo), la otra actitud principal era malestar por la agresión francesa, pero de simpatía también hacia muchas ideas venidas de Francia. España se escindió más a causa de la disgregación de la autoridad pública, al no reconocer al gobierno francés, por lo que el control administrativo más o menos efectivo regresó al nivel local. El regionalismo recibió un considerable estímulo. La palabra “país” se aplicaba más bien a la región o la comarca de origen, a su “patria chica”, antes que al conjunto de la nación, y ese uso de la palabra sigue siendo habitual aún hoy en día en muchas zonas.
La Restauración (1875-1923) fue el primer gran intento conservador de erigir un sistema político estable. La crisis del 98 con la pérdida de las últimas colonias americanas y asiáticas, dio un fuerte impulso al regionalismo en Cataluña y en menor medida en el País Vasco. A principios del siglo XX se intensificaron los problemas paralelos del regionalismo y la agitación obrera, particularmente concentrados en Cataluña. Comenzó el regionalismo.
La crisis económica y social de 1917, que coincidió con la revolución bolchevique, tuvo profundos efectos en el país. La crisis social trajo consigo también un enconado conflicto entre el ejército y los defensores del sentimiento regionalista. Aumentó la violencia callejera promovida fundamentalmente por los anarquistas. Un gobierno posterior al de Canalejas concedió a Cataluña un cierto grado de autonomía, muy moderada, en forma de Mancomunidad o federación de las diputaciones de las cuatro provincias catalanas en conjunción con el político y escritor catalán, Enrique Prat de la Riva, pero los liberales la consideraron ofensiva al ver en ella la división de la unidad y soberanía de España. El descontento social, económico y político anterior al reinado de Alfonso XIII produjo su abdicación y salida de España para siempre, siguiendo la línea de otros reyes anteriores (Carlos III de Habsburgo, Isabel II y Amadeo de Saboya).
El sufrimiento ocasionado por la Guerra Civil entre todas las clases sociales fue inmenso y suscitó un idealismo y un entusiasmo inusitado. En 1978, fue aprobada por la Cortes y corroborado por un referéndum una Constitución que desarrolló una monarquía constitucional (similar a la británica) capaz de dar salida a las reivindicaciones de los partidos regionalistas mediante la concesión de un elevado grado de autogobierno a 17 regiones o comunidades autónomas. Fue un puro ejercicio de compromiso que funcionó en principio, aunque no terminó de complacer a todo el mundo. En algunas regiones el partido que mandaba ejercía una mayoría prácticamente permanente, lo que significaba en la práctica que los oligarcas locales ejercieran un control incuestionable sobre el día a día de la región y dieran pie a la formación de redes de corrupción que se convertiría rápidamente en un rasgo típico de la política española. Lo trágico de la corrupción es que se estaba produciendo en un país permanentemente situado al borde de la ruina económica. La lacra de la corrupción comenzó a socavar (y sigue haciéndolo) el sentido de Patria, Estado y Nación.
La historia futura de España está condicionada por la larga lucha del país para alcanzar su aún inmaterializada unidad. En la Edad Media, se hablaba ya de España, aun cuando no existía ninguna política económica y cultural propiamente dicha. En la segunda mitad del siglo XVII, el escritor judío Isaac Cardoso, exiliado en Italia, decía <>. Si nos preguntamos, si había una nación en España con anterioridad al XIX, se puede decir que había muchas, pues España era una comunidad de naciones, y que dentro de esa mal llamada “nación”, existían otras muchas lealtades locales que sus habitantes priorizaban sobre las demás y que impedían, generalmente, otras lealtades más generales. Es habitual mencionar a los catalanes como obstáculo al surgimiento de una España unida, pero Castilla fue en ocasiones una barrera para alcanzar tal unidad. Los comuneros castellanos de 1520 no eran únicamente anti flamencos y antiimperialistas, sino también antiespañoles y proseparatistas. Y ese intenso regionalismo no tenía nada de novedoso. Inmediatamente después de la muerte de Isabel en 1504, muchos castellanos, eran partidarios de la separación con Aragón, pues, decían, “ya es hora de que los castellanos dejen de estar sometidos a las intimidaciones de los aragoneses”. Pero es cierto que cuando los cronistas tenían que describir o referirse de algún modo al territorio en que vivían, solían recurrir a la palabra “España”. La existencia de España no implicaba ninguna unidad política, pero eso no era óbice para que se recogiera en cualquier obra escrita en el siglo XVI.
La noción de una causa “nacional” en el levantamiento en 1808 es un simple mito, inventado por ciertos grupos políticos de aquella época, que se ha trasmitido de forma reiterada hasta nuestros días. Los diputados de las Cortes de Cádiz, haciendo gala de una particular sensibilidad histórica, presentaron una versión idealizada del pasado, según la cual el pueblo español, amante de la libertad como ninguno, llevaba siglos luchando contra la tiranía despótica de la que se estaban liberando hasta entonces. Se trataba, como un estudioso del tema definió, como la “construcción mítica de un pasado legendario”. Lo cierto es que los responsables históricos del separatismo son los castellanos, que dispusieron de siglos para generar la unidad nacional, pero no lograron crearla.
A diferencia de otros países occidentales donde los reyes eran mitificados para obtener estabilidad política, en España los reyes tenían un papel muy restringido, además muchas zonas de la Península no tenían reyes propiamente dichos. Los vascos funcionaron siempre en la práctica como un conjunto de repúblicas y continuaron haciéndolo hasta el siglo XIX. Los aragoneses del medievo tenían un rey, pero lo trataban como a un igual. Incluso en Castilla, donde más práctica de autoridad real había, los reyes suponían una excepción entre las monarquías europeas. Rechazaban conscientemente muchos de los símbolos del poder empleados por otras monarquías de fuera de la Península. No consideraban que su cargo tuviera carácter sagrado ni tenían reservado ritual especial alguno para momentos como su nacimiento, coronación, muerte o incluso culto a su personalidad. La mayoría rehusó incluso el título de “Majestad” traído por Carlos V y que siempre sonó extraño a los oídos castellanos.
Las Cortes de Castilla pidieron en reiteradas ocasiones tanto a Carlos V como a Felipe II prescindir del término y de las ceremonias que lo acompañaban. Como España carecía por completo de un culto a la realeza, la Corona nunca llegó a estar identificada en la mentalidad popular con la identidad nacional. Además, no se sabía con qué territorio se podría identificar. Cataluña aceptaba al rey de Castilla como gobernante, pero no se consideraba parte de la nación española. Aragón y Valencia, lo mismo pero en menor medida. En Castilla, el único territorio con una tradición monárquica, más o menos firme, la idea de “nación” continuaba siendo muy poco sólida. Las tierras de España no experimentaron una monarquía que pudiera llamarse nacional hasta el siglo XVIII, cuando Felipe V abolió la autonomía de la corona de Aragón. Pero incluso después de esa fecha, las provincias vascas continuaron conservando su autonomía como una especie de repúblicas libres que aceptaban la autoridad del rey, pero no la hegemonía de España.
La monarquía, incluso en Castilla, siempre fue algo carente de forma, base teórica y cohesión. No representaba a España, y por lo tanto, era imposible que se formara una nación española única en torno a ella. Se deduce que los “españoles”, entendidos como los ciudadanos de los diferentes Estados de la Península, no sentían ningún apego sólido por la monarquía.
El mito de la monarquía fallida proyectó su larga sombra sobre la vida política del país desde el siglo XVII hasta el XX. El desprecio continuado de muchos líderes políticos españoles por la persona del monarca a lo largo de la historia dio pie a una especie de sensación permanente de que los reyes eran incompetentes por naturaleza. Cuando acabó el franquismo, se quiso dejar muy claro, que no había intención de recuperar la desacreditada monarquía del siglo XIX ni la del XVIII. Sólo quedaba la monarquía católica tradicional, la del siglo XV, “la España que creó nuestra unión, la España de Isabel y Fernando, la del yugo y las flechas”. Casi cinco siglos después, España recuperaba entusiasta sus mitos.
Los demócratas tuvieron que reexaminar y renunciar a muchas cosas para aceptar el regreso de la monarquía tras la muerte de Franco en 1975. Aún hoy, la institución monárquica tiene que ser defendida con cierta regularidad en la prensa española por quienes entienden que constituye un componente valioso de la vida política.
Expuestas estas breves notas históricas, el propio lector podrá responder a la pregunta ¿Existe o ha existido patriotismo en lo que hoy llamamos España?