El pecador Amancio Ortega enfurece a los españoles dementes y miserables
Miguel Ángel Belloso*.- Conozco a muchos conspicuos empresarios que parecen tener cargo de conciencia. Este sentimiento completamente irracional suele producirse de manera destacada entre aquellos que más han prosperado gracias al sacrificio, el trabajo duro y la perspicacia. Se sienten en deuda con la sociedad, “que tanto les ha dado”, y esta es la razón que aducen algunos de ellos para emprender obras de filantropía con cuantiosas donaciones para causas diversas. “Así devuelvo parte de lo que he recibido”, suelen afirmar públicamente, se quedan más tranquilos y aquí paz y después gloria. A mí me parece que este planteamiento nace de una idea equivocada del papel del empresario y también del sistema capitalista en el que se desenvuelve.
El empresario es aquel que empeña su patrimonio en pos de un futuro incierto, el que pelea en muchas ocasiones contra la adversidad -frecuentemente con un marco normativo poco favorable- pero el que se levanta cada mañana con el afán de servir a los ciudadanos procurando satisfacer sus demandas con la mayor calidad y al mejor precio, naturalmente también en la esperanza de obtener el mayor beneficio posible. Por fortuna, el lucro es el interés primordial de cualquier hombre de negocios pero este objetivo no es excluyente. La empresa es una tarea cooperativa que requiere atender y colmar las aspiraciones de todos los que participan en ella: los accionistas, los trabajadores y los ciudadanos consumidores. Así funciona el capitalismo, porque es el sistema que ha creado la riqueza de las naciones, llevando el bienestar a lo largo de la historia a capas de la población cada vez más amplias.
La conclusión de todo lo dicho es que los empresarios no están en deuda con la sociedad. En absoluto. Justo al contrario, su interés genuino es prestar un servicio a los demás nutriendo de la mejor manera posible sus necesidades, muchas veces ocultas. Los empresarios no tienen que devolver nada a la sociedad, porque ya le han dado todo de lo que son capaces a través de su función productora de bienes y servicios. Esto no impide -sino que es perfectamente compatible- el altruismo, que debe nacer siempre del desprendimiento, del interés genuino por la suerte de los demás -como es el caso de Amancio Ortega, el fundador de Inditex- que es consustancial al capitalismo del que hablamos. El origen del sentimiento equivocado, del cargo de conciencia que sienten algunos empresarios, tiene que ver con una interpretación estrecha del interés personal. Ya Adam Smith aclaró que, en el capitalismo, la búsqueda del interés propio no sólo logra el bien común, sino que el sistema, por su propia dinámica, induce a las personas a comportarse generosamente con los demás. Una generosidad que no tiene que nada que ver, por supuesto, con la generosidad de que se llenan la boca los partidarios de las razones del corazón cuando piden que el Estado -es decir, que los otros- atienda las necesidades de ciertos sectores de la población quedando ellos exonerados de cualquier generosidad personal que imponga sacrificio. De hecho, a medida que el Estado de Bienestar se ha ido amplificando de manera brutal con cargo al presupuesto y los impuestos, han ido mermando las manifestaciones de la generosidad personal de que está llena la historia de la humanidad. Y así el altruismo, tan frecuente en otras épocas, esa actitud esencialmente virtuosa, ha sido sustituido por la infame solidaridad coactiva a cargo de los impuestos.
Por fortuna, a pesar de este nocivo estado de opinión infundido como siempre por la izquierda y su estúpida y falaz idea de la superioridad moral del Estado y de lo público, todavía contamos con algunas brillantes muestras de solidaridad personal y de desprendimiento por parte de insignes empresarios. Pero conviene dejar una cosa muy clara. Por ejemplo, Bill Gates ha proporcionado la felicidad a muchos más millones de personas al fundar y crear Microsoft, popularizando sus productos, que con la fundación que sostiene con su esposa para combatir las pandemias en África. Amancio Ortega hace felices a más millones de personas en el mundo con las prendas de Zara y de otras marcas que con la donación de 320 millones que anunció en marzo para la compra de equipos de diagnóstico y tratamiento del cáncer en los hospitales públicos españoles.
El empresario cumple perfectamente y plenamente su función social produciendo bienes y servicios del agrado y necesidad de los ciudadanos. Ya ha hecho bastante. Pero esto no impide, sino que generalmente promueve al mismo tiempo, su vocación por ejercer el altruismo. Esta última es una actividad que no requiere recompensa, que no busca retorno alguno, que se hace desprendidamente. Pero lo que jamás podría haber imaginado es que originara una insólita repulsa; que los niveles de mezquindad hubieran llegado al extremo de que la mayor federación de usuarios de la sanidad pública española haya pedido que no se acepte el millonario donativo de la fundación del empresario. “No es necesario recurrir, aceptar ni agradecer la generosidad, altruismo o caridad de ninguna persona o entidad”, asegura la citada federación. “Aspiramos a una adecuada financiación de las necesidades mediante una fiscalidad progresiva que redistribuya recursos priorizando la sanidad pública”, afirman sus responsables. Pero algunos van más allá, incurriendo en el insulto a Ortega: “no podemos sino sonrojarnos de vergüenza ajena”. “No podemos aceptar este gesto, menos aún de quien, siendo el mayor accionista de una de las mayores empresas y fortunas personales del país, tendría que demostrar no su filantropía sino su contribución al erario público de forma proporcional a sus beneficios y en la misma proporción que el resto de los contribuyentes”. Y déjenme que acabe con una guinda de los citados señores completamente dementes, y desquiciados: “tenemos que evitar la penetración de la ideología neoliberal en la utilización de la tecnología médica”.
Todas estas invectivas son una de gravedad difícil de exagerar. Se acusa al señor Amancio Ortega de no pagar correctamente sus impuestos -lo que es completamente falso-, se le denuesta por ser el mayor accionista de una de las principales multinacionales españolas y por hacer acumulado una gran fortuna personal, como si tales circunstancias fueran el producto de una actividad ilícita en lugar de la consecuencia de provocar a diario la felicidad y la satisfacción de millones de personas; y por último, se reprueba que trate de lavar su imagen a través de su portentosa iniciativa filantrópica -320 millones de euros-. El corolario es realmente estremecedor: el señor Ortega, los empresarios de éxito en general, es sospechoso de perseguir su interés personal a costa del bien común. Como decía al principio, esta federación de usuarios dementes de la sanidad pública considera que el señor Ortega tiene un considerable cargo de conciencia, creen que está terriblemente persuadido de que ha pecado, pero en absoluto están dispuestos a aceptar la penitencia que parece haberse impuesto ni desde luego son proclives a concederle la absolución.
Pero las aspiraciones de estos seres mezquinos y miserables que pueblan más de lo que sería conveniente el país no paran en denigrar la actitud virtuosa y moralmente irreprochable del señor Ortega. Sus aspiraciones son bastante más elevadas y ambiciosas. Al menos pretenden conseguir otros dos objetivos. Por una parte, subirnos los impuestos aún más a fin de dotar de recursos adicionales a la sanidad pública, que al coste cero para el usuario al que actualmente se practica en España, dada la multiplicación de avances técnicos que mejoran y amplían la calidad de las prestaciones, y el aumento persistente de la edad de vida, tiene una demanda infinita y ha llegado al punto crítico de la sostenibilidad financiera. Y por otro lado, quieren cerrar el paso a cualquier veleidad de aproximación liberal o de mercado para desempeñar el servicio sanitario, que tan buenos resultados ha proporcionado allí donde se aplica, como es el caso de la Comunidad Valencia -hasta la fecha- o la Comunidad de Madrid, donde algunas empresas privadas gestionan la sanidad de titularidad pública con una eficiencia notablemente mayor que la que está a cargo del Estado y una satisfacción colosal de los pacientes, según reflejan las distintas encuestas de opinión realizadas.
Estos usuarios críticos, dementes y miserables, son rehenes, ya lo he sugerido con anterioridad, de la presunta superioridad moral de lo público, que es totalmente ilusoria, como bien se ha encargado de demostrar el mercado cuando se le deja actuar sin trabas y en régimen de competencia. “Nosotros preferimos que se paguen los impuestos y no vivir de limosnas”, dicen estos usuarios ofendidos, humillados y sobre todo soberbios. Tal es el grado de histeria intelectual de la izquierda del país.
Por fortuna, no todos los ciudadanos ni los funcionarios de la sanidad pública son tan malvados. La Sociedad Española de Oncología Radioterápica “está encantadísima con la donación” de Ortega, y su presidente, Pedro Lara, ve en ella la oportunidad de acabar con la obsolescencia de los actuales equipos médicos. Según Lara, Ortega “nos ha salvado por la campana. Resuelve una situación crítica, con el 30% de los aceleradores obsoletos y un tercio menos de los necesarios. Es un dinero que se debe aceptar. Para los médicos lo importante son los pacientes y ellos lo que quieren es que les tratemos de la mejor manera posible”. “Tú crees que a ellos les importa de dónde venga el dinero”. Pues esta es la misma pregunta que les giro yo a ustedes: ¿creen que los usuarios no dementes, los que tiene sentido común, los que tienen buen corazón -es decir, los que tienen un corazón no envenenado por el socialismo-, los que son bien nacidos, no han de estar agradecidos al señor Ortega? Me parece que esta es la gran cuestión del país en estos momentos. El señor Ortega no es un pecador, el señor Ortega no tiene mala conciencia. Es un probo empresario y un mecenas encomiable.