La Fiesta brava de los victorinos en Bilbao
AA.- En una seria y buena corrida de Victorino Martín, no sobrada de fuerzas, tres diestros valientes, Urdiales, Escribano y Ureña, se entregan, dan su mejor versión y cortan una oreja: sin triunfalismos, una excelente tarde, con toros y toreros.
Por la mañana, en el apartado de los toros de Bilbao (algo único, en el mundo, por la seriedad y solemnidad), llama la atención la listeza del primer victorino, que echa el freno cuando ha de cruzar el portón, tarda cerca de diez minutos en entrar. En medio de las figuras –y las ganaderías que ellos exigen– comparecen los toros de Victorino: a mitad de la Feria, no al final, como otras veces, para salvar los muebles de la casta. Lo que esperamos, con Victorino, y esta tarde ha ofrecido, es otro tipo de fiesta, en la que prevalece el toro, más o menos bravo pero encastado, al que hay que castigar y no cuidar: un toro que tiene mucho que torear, «no se presta a monerías» (decía Cañabate), suscita emoción, en el espectador, y da mérito a lo que haga el diestro: un camino muy distinto al que, por desgracia, hoy sigue la Fiesta, mayoritariamente. Así estamos… Con estos toros, se anuncian tres diestros que tienen ya, los tres, la gloria de haber indultado a un victorino.
En Bilbao, y con victorinos, ha alcanzado el riojano Urdiales sus más altas cotas. Le hacen saludar, después del paseíllo. El primero, el «listo» que, en el apartado, frenaba y se negaba a entrar, sale pegajoso, resulta la típica «alimaña», confirma su «listeza». Urdiales hace lo que debe: machetear y matarlo por arriba. Traza verónicas clásicas de salida en el cuarto, «Botijero» (como el de la canción de Luis Mariano), noble pero justo de fuerzas. Va bien al caballo y mide el castigo Manuel Burgos. Diego dibuja excelentes muletazos, corriendo la mano con naturalidad, torería y buen gusto pero pincha bajo antes de la estocada: oreja.
Su mayor gloria la alcanzó Manuel Escribano al indultar a «Cobradiezmos», aquel inolvidable victorino. El segundo, engatillado de pitones, estrecho de sienes («cara de rata», dicen), embiste dormidito. Escribano levanta una ovación en el quiebro al violín. Brinda al Juli. Aprovechando la condición del toro, logra naturales al ralentí: hace falta mucho valor para quedarse así de quieto, esperando una embestida buena pero tan lenta. Falla con la espada. Acude a portagayola en el quinto, que sale con alegría. Pone al público en pie con el arriesgadísimo quiebro por dentro, en tablas. El toro humilla mucho, embiste con gran clase. Logra Manuel lentos y templados muletazos, mandando en el toro, vaciando toda la embestida, en una faena que va a más. Buena estocada: oreja, fuerte petición de la segunda y gran ovación al excelente toro. La mayoría del público siente que esta faena ha sido la más completa, de principio a fin, y merecía mayor recompensa. Tienen razón.
El tercero se llama «Mohino», curioso nombre para un toro. (Dijo Cervantes: «Yo he dado en ‘Don Quijote’ pasatiempo / al pecho melancólico y mohino»). Brinda a Isabel Aguirre, la hija de Dolores Aguirre. El toro es bueno pero le falta chispa. Aguantando mucho, Ureña le saca naturales clásicos, a cambio de algún susto, en una faena de mérito, rematada por una buena estocada: oreja. Flaquea el último y el presidente no lo mantiene (sus hermanos, se vinieron todos arriba). El sobrero, de Salvador Domecq, queda corto y deslucido. Ureña se justifica con decisión. La tarde era ya de Victorino y de tres toreros valientes, que han dado, cada uno, lo mejor que tienen.
Con toros serios, encastados, la Fiesta mantiene el perfil heroico, que es su gran fuerza y lo que garantiza su supervivencia. Sólo entonces es, de verdad, símbolo de la vida, de la lucha contra las adversidades. Lo cantó un gran poeta de Bilbao, Blas de Otero: «Aquella fiesta brava / del vivir y el morir: lo demás, sobra».