La ambición desmedida de la Generalitat: un siglo de deslealtades hacia España
Manuel Azaña no tardó mucho tiempo en arrepentirse de las palabras pronunciadas en Barcelona el 27 de marzo de 1930: «Muy lejos de ser incompatibles, la libertad de Cataluña y la de España son la misma cosa». El entonces presidente del Ateneo de Madrid encabezaba una comitiva de intelectuales que viajó a la Ciudad Condal con el mejor ánimo de acercamiento y comprensión, mostrando en aquel discurso una generosidad casi ingenua con los nacionalistas.
El debate sobre las competencias que debían asumir ciertas comunidades autónomas estaba en boca de todos incluso dos décadas antes, con las discusiones sobre la Mancomunidad impulsadas por Francesc Cambó. Esta institución regional, que se constituyó finalmente en 1914, no era otra cosa que la primera experiencia de autogobierno en Cataluña desde los Decretos de Nueva Planta de 1714. Tiempo después, el mismo Azaña tuvo que lidiar muchas veces con este problema a lo largo de su carrera política. Sobre todo con los nacionalistas catalanes, que se mostraron insaciablemente ambiciosos y desleales con respecto a España, a pesar de la generosidad demostrada por el Gobierno central en los sucesivos estatutos de autonomía. «Nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario o bajo un régimen autonómico, la cuestión catalana perdure, como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias», escribía en uno de sus artículos publicados en «Sobre la guerra de España».
En las Cortes Constituyentes de la Segunda República, en 1931, el Congreso se sumergió una vez más —como en 1914— en el debate sobre la organización autonómica y la creación de un estatuto. Este fue redactado en el Valle de Nuria, en Gerona, y otorgaba a Cataluña un amplio autogobierno, con una cotas de poder jamás alcanzadas por la comunidad, ni durante los 50 años de Restauración ni, por supuesto, durante la dictadura de Primo de Rivera, que desarrollo una política represiva contra los nacionalismos. El texto fue aprobado en referéndum por más del 99% de los ciudadanos y, más tarde, por las Cortes españolas con tan sólo 24 votos en contra por 314 a favor.
«Cataluña es un Estado autónomo»
Poco antes de que se aprobara este primer estatuto de la historia de Cataluña, el propio Ortega y Gasset ya había advertido que estábamos ante «un problema que no se puede resolver, sólo se puede conllevar; es un problema perpetuo y lo seguirá siendo mientras España subsista». Azaña lo comprobó pronto.
Para la Generalitat, el texto rebajaba las pretensiones originales del proyecto, que en vez de declarar que «Cataluña es un Estado autónomo dentro de la República española», establecía que «se constituye en región autónoma dentro del Estado español». Estaban convencidos de que era un paso importante para la «emancipación de su patria», pero no lo consideraban suficiente. Azaña había cedido, aún sabiendo que creaba un problema. «Es más difícil gobernar España ahora que hace cincuenta años. Y más difícil será gobernarla dentro de algunos más. Es más difícil llevar cuatro caballos que uno solo», declaró en 1932. Los nacionalistas se habían impuesto a sus detractores —convencidos estos de que el país se desintegraba—, pero querían más. La respuesta de Lluís Companys, nombrado presidente del Govern en 1934, fue proclamar unilateralmente el Estado catalán nada más subir al poder.
El optimismo inicial de Azaña cambió al comprobar la deslealtad con la que los políticos catalanes respondieron a las cesiones realizadas en la Constitución del 31 y el estatuto del 32. Y cuando la Generalitat se quejó, más tarde, de la actuación del Gobierno central durante la Guerra Civil, a lo que reaccionaron creando sus propias delegaciones en el extranjero, su propia moneda y su ejército. «La desafección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable. Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público», declaraba Azaña en 1937.
La democracia
En los últimos años del franquismo, los nacionalismos renacieron con fuerza, evitando que el sueño del dictador de consolidar la unidad nacional se hiciera realidad. En 1977 se reinstauró la Generalitat y se formó la «Comisión de los veinte» para redactar un nuevo estatuto. Inmediatamente después de ser aprobado con el 88% de los votos, Josep Tarradellas aseguró: «Tanto el referéndum de 1932, como el de 1979, tienen en común que el pueblo catalán demuestra que desea autogobernarse». Obviaba el dato de que la abstención había superado el 40%. Quería más.
Este primer estatuto de la democracia establecía un sistema de autogobierno sin parangón en la historia de España. La oficialidad y el uso vehicular del catalán permitieron su notable recuperación, se avanzó en la recaudación de impuestos y en la corresponsabilidad fiscal y se les cedió competencias básicas del Estado como la Sanidad, la Educación, la Policía o las prisiones. Por esta razón, Juan Pablo Fusi nunca se imaginó que la situación fuera a alcanzar los niveles de tensión y fractura a los que se ha llegado en la actualidad, con el referéndum de Carles Puigdemont. El prestigioso historiador vasco, especialista en los nacionalismos contemporáneos, está convencido de que debemos preguntarnos el porqué de «la escasa voluntad de Cataluña para integrarse, teniendo en cuenta el amplísimo autogobierno que tiene la Generalitat dentro España. Como decía Pujol, es un pueblo particular que se ha movido siempre en el ámbito español», explica a ABC.
Tras la investidura de Pascual Maragall como presidente de la Generalitat, en 2003, un nuevo estatuto volvía a centrar debate. José Luis Zapatero, por entonces candidato a la presidencia, prometió que apoyaría el texto que se pactara en el Parlamento catalán sin ingerencia alguna. El primer artículo, que proclamaba que «Cataluña es una nación», fue aprobado en 2005 con el aval de todos los partidos a excepción del PP, que quería definir a la comunidad autónoma como «nacionalidad» y no como «nación». Sin embargo, esto se aceptó finalmente en 2006, con 189 diputados a favor y 154 en contra. Sus artículos eran todavía más descentralizadores y ampliaban el autogobierno de los catalanes… pero tampoco fue suficiente.
Es una dinámica imparable. La única solución es justo la contraria a la aplicada: eliminación de las comunidades autónomas. No se puede poner poder legislativo en manos de secesionista; no se puede dejar la educación y la justicia en manos secesionistas; no se puede dar liquidez autonómica a secesionistas. No se puede dar poder a secesionistas.