Morir de pena
Isabel San Sebastián (R).- La pena mata; me consta. De manera tan implacable como el hambre, la sed o el cáncer. De pena mueren las personas, mueren las vocaciones y hasta las naciones mueren cuando pierden su razón de existir, su proyecto compartido, la voluntad de seguir adelante sin un propósito por el cual merezca la pena vivir.
El viernes pasado nos dejó Gregorio Esteban Sánchez Fernández, más conocido como Chiquito de la Calzada. Un ser entrañable, símbolo de una época más luminosa que la actual, cuyo legado impagable es un inmenso caudal de risa. No se me ocurre patrimonio más valioso para quien lo recibe ni más arduo de construir con el alma rota de tristeza. Chiquito tenía ochenta y cinco años, pero no murió de viejo. Tampoco de eso que llamamos eufemísticamente «una larga enfermedad». Lo que le mató fue la ausencia de Paquita, su compañera de vida. Acabó con él la añoranza de esa mujer. La sensación de pérdida irreparable e insuperable a la vez. El vacío que dejó en su casa, en su corazón y en su existencia la muerte de la esposa sin la cual todo de lo que hasta entonces había tenido color le parecía de un gris insufrible.
Conozco bien esa dolencia. La viví muy de cerca en una persona de mi sangre. Sé lo que significa apagarse lentamente, sin causa médica que lo justifique, porque sencillamente faltan las ganas de levantarse cada mañana, alimentarse, moverse, respirar, existir. Fallan las fuerzas. Falta el aliciente. Sé lo que significa morir de pena y por eso puedo decir que se trata de una mala muerte. Un final cruel, reservado, eso sí, a quienes han tenido la fortuna de amar intensamente, con pasión, sin medida, recibiendo idéntico amor de la persona querida. Sé lo que es morir de pena y constato que no solo las personas sucumben a ese horrible mal. Otros amores quebrados pueden matar aquello que engendró la fuerza de su impulso. Una nación. Una vocación a la cual dedicaste buena parte de tu vida.
La misma pena que mató a Chiquito impregna a la nación española y amenaza con liquidarla, por más que los árboles de cada conflicto nos impidan ver el bosque; esto es, la verdadera enfermedad que la aflige. No es Cataluña, ni el País Vasco, ni Navarra, ni la corrupción, ni la crisis, ni tampoco el presunto envejecimiento de una Constitución necesitada, dicen, de reforma. Es la falta de metas conjuntas por alcanzar, de ilusión colectiva, de planes que nos involucren a todos, de esperanza. Es la ausencia de objetivos trazados a largo plazo y susceptibles de convertirse en razones para luchar en equipo. El cortoplacismo mediocre e interesado que se percibe en la acción política que debería servir de catalizador. El sálvese quien pueda. Una pena honda corroe a esta España ayuna de intención y de motivo, que olvida deliberadamente su pasado, lo tergiversa o lo ignora, mientras falsea su propio diagnóstico empeñada en sortear a ciegas las trampas tendidas con precisión de verdugo por quienes quieren acelerar su tránsito.
La pena mata, ya lo creo. Mata el cuerpo porque antes ha laminado el espíritu. Mata al cómico, al país y a la periodista desencantada con la degeneración de su oficio. Cuando la verdad sucumbe al avance arrollador de las mentiras oficializadas. Cuando la propaganda sustituye a la información y la docilidad sumisa ocupa el lugar antaño reservado a la independencia muere la vocación que te convirtió en lo que eres y mueres un poco tú… De pena.
Hasta luego Lucas, te echaremos de menos y te veremos de nuevo en el glorioso día de la resurrección de los Justos. Amaste con locura a tu esposa y eso solo lo hacen los buenos hombres.