No va de Cataluña
G. Albiac.- Allí donde se dice, allí no es. Esta noche retornará todo al punto exacto en el cual se encontraba el 2 de octubre. Y, sin embargo, nada será lo mismo. Algo crítico habrá pasado. Sólo que no en Cataluña, no en esa mortecina región condenada a repetirse. Y a sólo generar ya hartazgo. Y tal vez, en algunos muy angelicales, piedad. En cuanto a mí, no me inspira piedad la gente que me aburre. Tampoco soy necrófilo.
El germen de una mutación se palpa, sin embargo. Y la sospecha de que esa mutación trastrueca el juego de los últimos 39 años. Lo mismo –enseñaba el maravilloso Platón– se dice siempre y necesariamente de lo distinto. Pero, ¿cómo decir con claridad sus diferencias?
Lo mismo. Es más que verosímil que el Parlamento autónomo catalán retorne a los dos bloques –constitucional e independentista– de aquel que disolvió el artículo 155. La tensión de fuerzas que llevó al desastre retornará esta noche. En apariencia, intacta.
Lo distinto. Los desplazamientos internos a cada uno de ambos bloques –sube Cs y el PP se hunde, ERC le come el territorio al PDECat–, dejarán inalterado el equilibrio global de fuerzas. Cataluña seguirá cadáver. Aunque los factores que la momifican se hayan alterado.
Pero en otro lugar, en el cual nada se dice porque allí no tocan urnas, ni, por tanto, megafonía anímica de los televisores, algo por completo inesperado se percibe al acecho. Las calles de las ciudades españolas se han transmutado. No es la presencia de las banderas nacionales –tan calladamente normal en cualquier país europeo, no hablo ya de su omnipresencia en los Estados Unidos–, es la desdramatización de su presencia lo inédito. Ya no marcan posiciones ideológicas. Salvo para los neoperonistas de Podemos, las banderas han retornado a su función connotativa en cualquier sociedad que no esté enferma: la de signos de reconocimiento. Y la nación, que en esos signos se presenta, parece haber recuperado la inmediatez no valorativa con la cual revistiera tal concepto el Abad de Sieyès en 1789, al ponerla como sujeto constituyente que subyace a la tempestad de cambios constitucionales que define el decurso histórico.
Inés Arrimadas tiene todas las bazas para ganar en votos esta noche. Y, tal vez, no es seguro, en escaños. Nada cambiará eso en Cataluña, lugar en el cual todo es siempre lo mismo. Lo cambiará en España. Con el estruendo de un cierre de ciclo: el que se abrió en 1978 y que con poca realidad histórica se corresponde hoy. La eficacia de una victoria de Cs en Cataluña no va a ejercerse en Cataluña. Será anticipo de una eficacia crítica sobre los automatismos políticos españoles. Desde 1978, el dualismo ha regido los intercambios de poder. Bipartidismo en el Parlamento. Alternancia en el Ejecutivo. Reparto matemático en la Magistratura. Ping-pong entre poder central y poderes regionales. A eso llamo yo un Estado fallido. Pero casi nadie comparte mi criterio.
Ese Estado fallido se soporta sobre una ley electoral estafadora. En la cual, del principio «un hombre un voto» no queda nada. Tras el shock catalán, PP y PSOE quedarán erosionados en toda España. Cs, a poco que mueva sabiamente sus piezas, hará saltar el bipartidismo. La estafa de la no correspondencia voto-escaño sólo será resuelta por una ley electoral justa. Y, en términos de igualdad de voto, los partidos nacionalistas se extinguirían: política y económicamente. Es eso lo que está en juego hoy. No Cataluña, ya muerta. España y la vida de todos. Allí donde se dice, allí no es.