Putrefacción política
Manuel Marín.- Un mínimo rastro de orgullo y amor propio que le quedase a Cifuentes para sustentar la falsa esperanza de sobrevivir en política, quedó desintegrado esta semana con las imágenes del hurto. Cuarenta euros en crema facial. Era inapelable. No ha sido la simple y lógica eliminación de una política que, como tantos otros, mintió sobre su curriculum con sonrisas fingidas, contradicciones absurdas y una torpe exhibición de autoridad. Ha sido la laminación de la dignidad, por pisoteada que ya estuviese, a través de una fría extorsión a manos de gestapos delatoras y vengativas. Demasiado como para no asustarse con el demoledor efecto que genera el odio cainita en la escombrera de la política.
Cifuentes conocía bien las «líneas rojas» que se han superado para aniquilarla. Había que desnudarla y exhibirla del modo más vergonzante para que nadie pueda borrar nunca el retrato de la traidora. Había que triturarla para demostrar que no era ese adalid infalible contra la corrupción que presumía encarnar. Había que enterrarla en vida pese a que era de sobra conocido que ya iba a ofrecer pocas lecciones de ejemplaridad tras su grotesco abuso universitario. Había que arrastrarla. Por eso, el linchamiento debía ser la escena final de un guión fúnebre que algunos aplauden a la sombra de su miseria.
Lo que no sabía Cifuentes es que contra un techo de cristal no se pueden arrojar piedras ni mentiras. Desconocía que las «líneas rojas» en la covacha política no son fijas, y cada cual las mueve y coloca donde le viene en gana porque no rige ningún principio. Cifuentes no es una víctima inocente. Mereció salir mucho antes por el daño que se ha hecho a sí misma y a su partido, pero la técnica destructiva de esta eutanasia forzada da miedo.
El PP pudo haberse ahorrado el viaje de la más nefasta gestión de una crisis conocida en años, pero quiso mantener un pulso a Ciudadanos sin prever que en la cloaca siempre anidan roedores. Porque hay conflictos que no se arreglan con el discurrir del tiempo y la paciencia infinita. Génova amaneció como un funeral de los de antigua usanza. ¡Qué mal han calculado la potencia de la munición fuera de control!
Cifuentes debió irse, despojarse a tiempo de soberbia, y evitarse este escarnio de cleptomanías extrañas y suficiencia sobreactuada. La percepción ciudadana es que ya nada en Madrid resulta puro, porque la dosis de crispación asumible en la pugna política ha alcanzado el límite de la arcada.
La mezcla de errores propios y sentencias ajenas era letal por necesidad. Teorías hay tantas como conspiradores: el antiguo PP herido rumiando vendettas en largas noches de presidio, la réplica de Génova al chantaje de una Cifuentes aferrada a una presidencia imposible, la izquierda universitaria que ni olvida ni perdona… Sea cual sea, no hubo clemencia. Cifuentes vivió de ser un verso suelto errático, mucho más débil de lo que ella creyó, y ha desaparecido deshonrada sin piedad y con la anuencia cómplice de los «nuevos» partidos de la falsa regeneración.
Poco han tardado en chapotear en la ciénaga como cooperadores necesarios de una política que asusta, y que ha dejado de soportar el más mínimo escrutinio de cualquiera que asome la cabeza, porque en Madrid hasta el relojero de Sol está bajo sospecha. El plus de sadismo con el que Cifuentes ha pagado su innecesaria resiliencia resulta alarmante. Ahora, que pase el siguiente.