El voto particular
Hughes (R).- Para cualquiera que haya leído la sentencia del juicio de La Manada, la reacción de insultos, amenazas, e incomprensión que está recibiendo el voto particular de uno de los jueces es no solo inexplicable, sino un acto de pura barbarie.
El voto particular es muy extenso y detallado y se ha despachado con tres frases extraídas como una caricatura libidinosa sobre el presunto placer sexual. Cualquiera que lo haya leído sabe que no es así.
Lo que el juez discrepante analiza y custodia es el derecho a la presunción de inocencia, pues de eso iba especialmente este juicio. El de La Manada era un juicio en el que muy pronto se vio que peligraba esa garantía.
Ese derecho estaba especialmente amenazado por la existencia de un juicio paralelo en los medios, por ser unos actos especialmente “odiosos” (así se describen) y por otra situación: la única prueba de cargo la constituía la declaración de la denunciante. Más aún: la declaración no era solo la única prueba de la autoría, sino de la propia existencia del delito.
En la calle funcionó desde el principio la inculpación: todo el mundo hablaba de ellos como violadores, pero en el juicio partían como presuntos inocentes. Debía probarse lo contrario.
La parte que acusaba tenía que “decir y probar lo dicho”, y la parte acusada tenía que contradecir.
Recordaba el juez una vieja cita: “Si fuese suficiente con acusar, ¿qué le sobrevendría a los inocentes?”.
La parte que decía (la que acusa) señalaba la existencia de violencia e intimidación y la parte que contradecía estimaba que había consentimiento. ¿Qué es lo que hay que probar y a quién le corresponde? Lo que había que probar era que no hubo consentimiento y que hubo violencia.
En la calle, en los medios decimos: no hace falta decir no, “tú no me puedes tocar si no hay un sí expreso y rotundo”.
Obviamente, pero esto era un juicio. ¿Sustituimos el código Penal por las doctrinas de Leticia Dolera?
Se trataba de meter a alguien en la cárcel sin más palabra que la de ella. Ni heridas, ni imágenes de fuerza, ni dolor, ni intentos de huida…
En la vida no hace falta decir no, pero en un juicio hay que probar que el otro es culpable, por lo que sí hacía falta probar que hubo un NO desatendido.
En la vida es necesario un sí (no hace falta el no), pero en el juicio era necesario un no.
No buscar ese no era igual a pisotear la presunción de inocencia de esos hombres, por poco que nos gusten esos hombres.
El juicio de la Manada juzgaba un crimen sexual politizado, pero en la sombra se debatía una presunción de inocencia amenazada también desde fuera.
En la vida la parte “actora” es la manada, pero en el juicio era ella. La que acusaba. La presunta víctima acusaba a unos presuntos culpables, que por el hecho de ser acusados pasaban de “violadores” a presuntos inocentes.
Esto no ha habido una solo medio que lo haya explicado. Ni un solo periodista que lo haya explicado. Ha sido una pequeña vergüenza nacional.
Esa garantía de los acusados, que es un derecho fundamental y la clave del sistema, se traduce en varias cosas. Una es el principio de contradicción (ese decir y contradecir, que en los medios se ha interpretado como “acusación a la víctima”. Contradecir a quien acusa no es un “ataque”, es un derecho) y otra es un principio de igualdad procesal. En esto el magistrado es crítico, crítico con las pruebas estimadas, con los informes valorados e incluso con las declaraciones que igualaban la condición de sospechoso a la de culpable. Es especialmente crítico con la labor de algunos policías, y crítico con sus compañeros. Habla de una “conjetura contra reo”, por ejemplo. Llega a hablar de sesgo cuando en el proceso el juez ha de estar por encima, en régimen de igualdad las partes.
La opinión pública olvidó que estaba ante presuntos inocentes, no ante seguros culpables, y olvidó algo aun más importante: la posibilidad de que incluso siendo “culpables” pudiesen no ser condenados. De que habiendo pasado todo lo que se dice que pasó y siendo repugnante y reprobable no pudiera demostrarse el motivo penal suficiente. ¿Deben degradarse las garantías judiciales y penales por ser hechos moralmente condenables? El plano penal no es el moral, y menos aún el político, y todos ellos se han mezclado en la opinión pública.
En un inicio, el juez acude a la jurisprudencia para enfrentarse a este tipo tan particular de juicio, aquel en que la autoría y el delito dependen del testimonio de la persona que denuncia. ¿Basta con eso? ¿Basta con un único testimonio? Puede ser, pero solo si ese testimonio supera unos determinados filtros y es contrastado después con las pruebas y aportaciones de otra procedencia.
Lo dice de otro modo: “Cuando la condena se basa esencialmente en un testimonio ha de redoblarse el esfuerzo de motivación fáctica”.
Es decir: precisamente por ser este tipo especial de juicio en el que la presunción de inocencia cuelga de un solo testimonio hay que extremar el cuidado con los hechos y motivos.
Cuando el juicio se basa esencialmente en lo que declara la presunta víctima, que además es la que acusa, esa declaración tiene que presentar, según la jurisprudencia, unos requisitos muy claros de “verosimilitud”, “ausencia de incredibilidad subjetiva” y “persistencia en la incriminación”. El juez los analiza uno por uno técnicamente, radiografiando la consistencia de la declaración.
Y aquí su trabajo pasa del marco jurisprudencial al análisis preciso de los hechos. El resultado gustará o no, pero es minucioso, extenso, apabullante. Las inconsistencias de la declaración de la denunciante no le parecen “matizaciones”, como dice la sentencia, sino “contradicciones” que la sentencia salva constantemente. La sentencia acude en auxilio.
Una de las sorpresas de este voto particular es encontrar que en las dos declaraciones de la víctima (ante la policía, en el juicio oral) hay disparidades.
Tras enmarcar lo que estaba en juego (la presunción de inocencia en un juicio tan especial) hace un análisis minucioso de todas las pruebas y elementos que se consideran probados. Desde el momento en que ella se sienta con uno de ellos, la marcha que se dice es a por el coche pero acaba en un hotel, el itinerario de la caminata, la posición de ella detrás de ellos mientras caminan, la llamada al amigo con el que había quedado, el uso o no del whatsapp, las palabras del portero del hotel, las lagunas de memoria… Es cualquier cosa menos una caricatura. El trabajo del juez es de un nivel de detalle como mínimo digno de consideración.
Cuando uno lee su análisis de los hechos lo primero que piensa es: ¿qué juicio nos han contado?
No hay fuerza ni hostilidad en el umbral del portal, ni hay miedo o intimidación, sino “sorpresa” una vez dentro. Ni se zafó, ni gritó, ni huyó. No hay heridas. No hay un no.
¿Qué se demuestra entonces y cómo?
El voto particular es un texto monumental con el que el juez puede enfrentarse a quien sea y a lo que sea. Baste un ejemplo cuando afronta un silogismo que ha hecho fortuna: “Difícilmente se puede sostener que no hubo resistencia ‘ante el temor de sufrir un daño mayor’”… porque no hubo un daño menor previo.
El juicio se iba a resolver en una cuestión: ¿consentimiento o no?
Y su texto rastrea no ya la posibilidad de consentimiento, indetectable, sino si hubo indicios de “conocimiento” o “intencionalidad” por parte de ella. Eso hasta entrar, una vez dentro está el vídeo.
La lectura del voto particular es reveladora. “Su voluntad de no mantener relaciones sexuales (…) queda completamente silenciada en su fuero interno y no fue transmitida”.
Y esto hace pensar en la discusión social que ha provocado este juicio. El “no es no” se transformó en “no decir no no es igual a decir sí”. Se recordaba (como si alguna vez hubiera sido de otro modo) que el sí expreso es necesario para una relación sexual. Y eso, que es aceptable en la vida, en las costumbres, en una nueva mirada cultural o política a las relaciones, ¿cómo se traduce en lo penal? ¿Qué es lo que había que demostrar? Los acusados no tienen que demostrar la existencia del “sí”, es la parte que acusa la que tiene que demostrar que en algún momento ellos contradijeron la voluntad de ella. ¿Pero cómo se prueba sin heridas, gritos, gestos, sin un solo acto brusco y sin una negativa ni huida ni forcejeo?
El juicio en este punto se convertía en algo diabólico.
Todo queda explicado en la sentencia por el “bloqueo”, la “pasividad”. El estado de “shock”. Y en ellas entra el juez con testimonios periciales en un análisis profundo, tan profundo como cuando analiza la existencia o no del TEPT, el trastorno por estrés postraumático.
Ella se dice “sometida”, pero no por “la violencia o la intimidación”, sino por un estado de shock sobrevenido.
Aquí se suelen introducir consideraciones sobre lo repugnante de la relación, la superioridad numérica o la sordidez del acto; todo eso es verdad, pero… ¿es suficiente?
Muchas veces estas consideraciones son sorprendentemente antifeministas. Es poco probable que una mujer quiera tener sexo con cinco individuos en un portal, ¿pero hay que negar esa posibilidad? ¿Es completamente imposible que una mujer entre por propia voluntad en un lugar a tener relaciones sexuales con cinco hombres?
El juez aquí dice: “Lo que determina el delito no es la naturaleza de la relación, el modo o lugar en que se desarrolle ni quienes participen en ella, lo plenamente relevante es la falta de consentimiento”.
Y aquí es claro: “la falta de consentimiento no es patente”.
Podemos asumir todos en el debate social que el “no decir no no es igual que un sí”, de acuerdo, claro, pero penalmente ¿cómo se desmonta la presunción de inocencia de alguien que afirma que hubo consentimiento si no se demuestra que se le negó?
¿Existe en todo el relato de los hechos algo que sirva de negación del consentimiento?
El juez es claro: no.
Y hay en el texto muchísimos elementos cuya devastadora claridad es tan reveladora que no haría falta decir mucho más. Pero mejor dejarlo así.
El juez llega a hablar de un claro “sesgo voluntarista” de sus compañeros para condenar. Para condenar a los que no podían ser otra cosa que culpables.
Todo se resuelve con un estado de “shock y de pasividad” que él analiza con argumentos periciales y que, afirma, no se corresponde al análisis de los elementos de prueba y el vídeo sino más bien a cuadros generales de comportamiento posibles. Recoge el argumento de un médico: “Ni bloqueo ni pasividad”.
De la “angustia, estupor, agobio” de los que habla la sentencia salva la angustia, una angustia sí explícitamente reconocida ante el temor de los vídeos.
El juez acaba haciendo otro serio reproche a sus compañeros. Habla del principio acusatorio. A los condenados se les acusa de una cosa y se les condena por otra. ¿Cómo se defiende alguien de algo de lo que no se le acusa? Hay una suerte de “exploración” jurídica en los jueces. De la agresión se pasa al abuso. Casi cualquiera intuye algo salomónico en la sentencia.
Pero la lectura del voto particular, con todas las reservas de la propia ignorancia, parece como mínimo algo digno de tener en cuenta.
Es curioso. La sentencia de la Manada tiene una contestación social enorme, y contiene dentro un voto particular que es aun más duro.
La dureza de ese voto es mayor que la de la turba exterior, y lo es en el polo opuesto: desde la sabiduría, el rigor extremo, una atención minuciosa a los detalles y una probada independencia de criterio. “Por fuerza habrá que ir contracorriente”, se dice en algún lugar del texto (y cito de memoria). El juez discrepante se mete en problemas defendiendo no el heteropatriarcado, sino el derecho fundamental de la presunción de inocencia.
Creo, y esto es una consideración muy personal y humilde, que es un texto casi emocionante, fundamental, con un peso histórico. Una especie de aldabonazo, de alerta. Es un texto valiente y razonado que habrá que leer cuando se estudie la España de estos días, y que tiene la extraordinaria capacidad de confirmarle a quien lo lee que no está loco.
Quien lea ese voto sentirá que algunas cosas aún aguantan, aunque sea a título meramente individual y en minoría.
La sentencia de La Manada servirá para cambiar las cosas sobre una ola (no del todo natural) de indignación popular, pero el artefacto garantista y crítico está dentro de ella, a modo de anticuerpo.
Soy abogado, profesor universitario de derecho, y he sido secretario judicial, fiscal y juez, sustituto.
TOTALMENTE DE ACUERDO CON EL VOTO PARTICULAR.
Yo hubiera hecho y dicho lo mismo.