Carta abierta al reverendísimo señor Osoro, arzobispo de Madrid (Publicado en AD el 31-03-16)
Los españoles, estamos en una encrucijada –un carrefour, mal que nos pese, suena más actual- a la que nos ha traído el tiempo, el devenir y el crecimiento. Como los jovencitos, se nos va quedando pequeña la ropa y el calzado y llega el tiempo de renovarlos, o de reventar las costuras. Esto último no debe producirse, aunque el primer rasgón es el aviso. Creo, honradamente, que no es otra cosa. Si cuando llega el estirón estamos flacos, cogeremos algún catarro, pasaremos unas fiebres, pero luego iremos rellenando las medras, porque todo debe ser crecedero y previsible.
La santa madre iglesia, que formamos todos los bautizados no apóstatas y que somos la inmensa mayoría en España, con cruz alzada y nuestros obispos y clero, al frente y a la que nos debemos, también tiene que advertir el estado de las costuras, tomar nota, remangarse y verlas venir. Dejar la ñoñez, los complejos, la excesiva corrección política que nadie agradece y la asepsia, para mejor ocasión, comprometerse y abrir las puertas al pueblo soberano y hablar de estos problemas temporales, sencillamente, porque una madre no puede estar al margen de lo que aqueja a sus hijos, “por el qué dirán”, porque lo van a decir, pase lo que pase y actúe como actúe. La política nos afecta a todos, somos todos, igualmente y la soberanía será delegable, pero no enajenable a nadie. Así que asúmase la responsabilidad, preveamos para proveer, a tiempo y entremos en la materia. Esto atraería a muchos que se quedan fuera.
Ignoro qué debía expiar la iglesia en el 36, pero estuvo durante 986 días, en la primera página de sucesos y el bolchevismo, en que cayó prematuramente la segunda república incipiente (porque la primera no pasó de ridículo sainete) se llevó por delante a miles de mártires. Seguramente a la iglesia española la tocó ser el chivo expiatorio de una revolución francesa que llegaba a España ciento cuarenta y siete años más tarde, con el asunto de los tres estados y la guillotina, en un proceso de decadencia que tuvo su anterior gap en 1898, con la pérdida de las colonias, la guerra de África, el retraso económico y la pobreza abrasadora. Todo, formó un caldo de cultivo idóneo para que proliferasen unas ideas cerriles, basadas en las clases sociales y el odio, para alzarse, desde 1917 a 1989, en un despotismo sin ilustrar, que encumbraba a nuevas aristocracias, indiscutibles tiranías y monarquías lamentables, alcanzaditas y hereditarias, como las que subsisten en Cuba, Venezuela y Corea del norte.
Y esto, sepia, desdibujado, rancio y mohoso, asoma en la vida española ahora, en el siglo XXI, cuando han pasado más de cien años de la teoría de la relatividad, ochenta de la guerra civil, cuarenta y ocho del mayo francés y se confirman las predicciones de Einstein sobre las ondas gravitatorias y sin embargo no se ha superado el trauma. Es como un eructo infame, inoportuno y muy desagradable, producto de una indigestión que se ha motivado por el desaliento, la falta de moral, la desilusión por el futuro, la falta de salidas y la desmotivación, en una parte de la juventud, la menos preparada sin duda, la más fracasada y precisamente cuando se le ha regalado todo, hasta los títulos académicos. Han quedado al descubierto, ante ellos, unas últimas generaciones de políticos de guardarropía, figurantes de granja, sin preparación, arrimados a la cola, vacíos de cultura, temerarios y con una ambición desmedida, que, faltos de escrúpulos y sumidos en la dulzura y dejadez de lo penal, yacente en largos plazos procesales, les ha llevado al fraude, la prevaricación, el bandolerismo, el puteo y el hurto a manos llenas.
Estas generaciones, han visto llegar a la presidencia del gobierno, a personajes de baja laya, frívolos, cuanto menos, incapaces de gestionar una mercería, o un estanco y que además, irresponsables, han hurgado donde no debían, temerariamente, llevándose las, frescas aun, capas de pintura que cubrían nuestro terrible pasado sangriento, pretendiendo ajustar unas cuentas que tienen muy pocas lecturas y que originaron cuarenta años de dictadura, tras una victoria incuestionable y por goleada, de 1.250.000, sobre 1.750.000 combatientes. Unos, cautivos, quedaban, en espera de piedad, que la hubo sobrada y otros, desarmados por los gendarmes, salían por la Junquera a cientos de miles, tras una república bolchevique, comunista y sanguinaria, que si hubiese triunfado –y si no lo hizo fue gracias, a que hubo un gran estratega dirigiendo a los nacionales, que lo tenían todo en contra- hubiese terminado en un baño de sangre, que hubiera superado los innúmeros crímenes estalinistas, en la URRSS –a lo bosque de Katyn- que superaron sobradamente la locura nazi, a la sombra de la bandera roja del comunismo -aun sin ilegalizar en pleno siglo XXI- que desplazó a la de la república y que fue la única que ondeaba en las trincheras con las que se acabó.
El triunfo, sin duda, duro de sobrellevar, no supuso nada con lo que hubiese ocurrido en el caso contrario. Esto lo sabe todo el mundo y lo calla. Abandonar los derechos a su suerte, como hizo la república, irresponsable, trae la vía de los hechos, impuestos, que rellenan el vacío y que eran la única y desesperada solución.
Los españoles, taimados, tras verter la sangre de muchos de los suyos, generosamente, han dejado manipular su historia, descaradamente, por los perdedores, chapuceramente y han vuelto la espalda a quienes supieron levantar España y renegado de ellos, callando, asintiendo y dando por verídicas, mentiras monumentales y eso se paga.
La transición al nuevo régimen, con aspectos vergonzosos de abdicación, fruto de estúpidos complejos, no obstante, salvó la salida a una democracia coronada, que ha sido el periodo de paz y prosperidad más largo del que ha disfrutado mi querida España, esa España mía, esa España nuestra, marca que ya le gustaba a San Isidoro en el siglo VI, por la que han muerto demasiados españoles, de ambos bandos. Bandos, que no deben helar el corazón de nadie, sino reaccionar al unísono, para poder seguir discrepando durante muchos siglos más, sobre Dios, la Patria y el Rey, en un ambiente de sosiego, paz y orden y educadamente, como deseamos el 100% de los bien nacidos, que somos mayoría absoluta. Los otros, que se amolden, o que se vayan, o que, de cualquier modo, se ajusten a derecho, porque si no, serán ajustados por la vía de los hechos.
A Europa, le ha costado demasiada sangre y sacrificio, llegar a lo que es, para malbaratarla con el buenísmo blandengue y estúpido, que abre sus puertas a la invasión de una religión incompatible y hostil en extremo, con el cristianismo imperante, el islamismo que no cesa. El multiculturalismo no funciona ni en terceras generaciones, ni en cuartas. ¿Qué hacer? ¿Permitir la invasión silenciosa? ¿Volver a las cruzadas para salvar los muebles? ¿Nos lo tiene que decir el presidente húngaro, Orban? ¿Para eso hay unas autoridades europeas? ¿La Mogherini, lo va a arreglar a besos? En África hay más de 900 millones de subsaharianos. Nadie lo ignora. ¿Dónde están los límites? ¿Nos vamos nosotros para que vengan ellos? Que lo decida el pueblo soberano, que es sabio y al que le toca sufrir, cuando vienen mal dadas. Désele ocasión de hablar, antes de que comience a actuar por su cuenta.
Los siete sabios que elaboraron la constitución del 78, podían haberlo hecho mejor, que disponían de material para ello –sin ir más lejos, la misma constitución de Weimar, utilizada por Hitler- pero carecieron de la ciencia y prospectiva que se les suponía y lamieron demasiados zapatos. Ahora, se nota. La Constitución europea, que se pretendió desde la masonería y que ignoraba deliberadamente nuestras raíces cristianas, ¿lo preverá alguna vez? La iglesia tiene mucho que decir y el Vaticano, que reprogramar. ¿Pedir perdón por sacar a los pueblos de la barbarie? Eso es demagogia. Invertir en África, puede incluso ser rentable a Europa. El desmadre, la confusión y la anarquía no traen nada bueno, sino odio y muerte. Nos debemos a la religión judeocristiana, a la filosofía griega y al derecho romano, que son libertad. En ningún caso al Islam, que significa rendición.
La iglesia, que sabe de sociología y de historia, ante esta situación, no puede, ni debe callar, caer en el quietismo, ni dejar pasar más tiempo. Son muchas homilías las que se pueden y deben dirigirse a los españoles y europeos de buena voluntad, aclarando la situación, propiciando el equilibrio y recabando la opinión de su grey. A los de mala voluntad y a los necios, son inútiles los paños calientes, los susurros complacientes, ni las medias tintas, porque ya se sabe cómo las gastan. Debe mantenérseles lejos.
La iglesia, entre otras cosas, debe solicitar –sin dimitir, ni cejar en ello- leyes más duras y desproporcionadas si es preciso y procedimientos más rápidos, para los políticos que roben, porque es una circunstancia agravante. Y que sean ejemplarizantes y que la política, para ser ejercida, deba exigir algo más que no ser analfabeto. Unos mínimos de calidad, conocimiento y curriculum, en las personas que pretendan ejercerla, en su cualificación y también de experiencia en la empresa privada y en la gestión, de modo que quien venga a ella, lo haga por vocación, tenga pericia y la salida cubierta y no lo haga para satisfacer sus ansias de dinero, de poder, de ocurrencias y de placeres. No debe ser un sorteo, sino algo muy serio y preparado, como lo es para operar a corazón abierto, o para conducir un trasatlántico. Nada de temeridades en esto. Sólo los mejores. Los impuestos, no son una cuestación para golfos, sino unos recursos para remediar la ignorancia, las desigualdades, la desgracia, la enfermedad y la vejez de nuestro pueblo soberano, no de los otros.
¿Qué hay de malo en que la iglesia denuncie la verdad a sus feligreses, desde los púlpitos y abiertamente? No por ello, lo del Cesar dejaría de ser para el César y lo de Dios para Dios. Hoy, el pueblo soberano, requiere ese compromiso, esa lucidez y esa valentía, que enriquezca su voto y que llene las iglesias. Menos palio para el vencedor y más arrestos cuando hacen falta y a tiempo, para denunciar a los que se aprovechan del sistema para dinamitarlo, sean políticos, o intransigentes venidos al calor de las ayudas, para “liarla”, como dicen abiertamente, o aplastarnos con su peso demográfico. ¿Estamos tontos? El papanatismo, la pudibundez, la lenidad y la ñoñería, no valen ni para esta vida, ni para la otra.
Antiguamente se decía: Así paga el diablo a quién le sirve. Lo he oído decir. Silencio de corderos. ¿No vale para nada la acogida a sacrado?
¡Dígalo!
Dios, guarde a usted muchos años.
Lo diré claramente: CREO EN DIOS, A PESAR DEL PAPA ACTUAL, DE LA MAYORÍA DE LOS OBISPOS, Y DE UNA BUENA PARTE DE LOS SACERDOTES.
El dinero que el Estado paga a la Iglesia es a cambio de su complicidad.
En efecto, mientras el Estado siga haciendo de recaudador GRATUITO del dinero de la X, les dé subvenciones, permita los colegios religiosos concertados, es decir, subvencionados, etc., NO HAY PROBLEMA.
El negocio es el negocio…
¿Qué vamos a esperar de esta gente, la mayoría de los cuáles no creen en Dios…? (Y que Dios me perdone).
Sí, los de la conferencia están solo para rezar y orar por los muertos. No sea que venga Pedro Nono o mande a sus secuaces de Lérida y los rebane de oreja a oreja. Fieles a la obediencia del máximo santón de la puta de Babilonia.
Excelente artículo. La Iglesia calla. Sólo parece haber movimiento en los curas de barrio que hacen el papel de trabajadores sociales para los extranjeros. El alto clero calla, no vaya a perder su esquinita de la declaración de la renta.