Valle de los Caídos: la Iglesia y el agradecimiento
M. (R).- A veces no hace falta remontarse a cosas muy elevadas, porque fallamos lastimosamente en las humanas más sencillas. Quien no es fiel en lo poco, tampoco lo será en lo mucho.
El agradecimiento es una de esas cosas humanas y sencillas. Como virtud natural, no forma parte del triunvirato de grandes virtudes teologales —la fe, la esperanza y la caridad— que constituye el núcleo de la vida cristiana. Sin embargo, cuando el agradecimiento o las otras virtudes naturales están ausentes, no es aventurado suponer que las grandes virtudes se limitan a malvivir, si es que no se han extinguido por completo. La vida cristiana es una unidad y no se puede vivir por partes. El mismo Dios no solo es sobreabundantemente agradecido (quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más), sino también escrupulosamente agradecido, y premia hasta las más nimias cosas que uno hace por él: quien dé un vaso de agua fresca a uno de estos por ser discípulo mío no quedará sin recompensa.
He creído conveniente hablar del agradecimiento porque me parece un tema muy relevante hoy. Especialmente en relación con la polémica por los planes del gobierno de sacar los restos mortales de Francisco Franco de la basílica del Valle de los Caídos. Preocupados por el alto perfil mediático del caso, los obispos españoles han reaccionado no reaccionando o, dicho de otro modo, procurando desentenderse del asunto. En consecuencia, el portavoz de la Conferencia Episcopal, ha intentado trasladar el problema a otros, diciendo que es un tema “político” y “familiar”, pero en ningún caso de la Iglesia.
Esta actitud no resulta inesperada, pero sí llamativa, porque los planes gubernamentales están aderezados con todos los condimentos posibles para que la Iglesia se oponga a ellos. En primer lugar, su motivación es claramente el odio y el rencor. Además, aunque ese odio y ese rencor parecen estar dirigidos contra Franco, en realidad se trasluce en ellos un odio mucho más profundo contra el catolicismo y contra Dios. Izquierda Unida ha tenido la gentileza de demostrarlo al proponer claramente que se derribe la Cruz del Valle, se expulse a los monjes benedictinos y se convierta la basílica en un museo.
A eso se une que el propio Valle de los Caídos es un lugar de reconciliación cristiana, la única verdadera reconciliación, que solo puede darse a la sombra de la Cruz. Por eso allí están enterrados combatientes de ambos bandos, bajo el lema común de “caídos por Dios y por España”. Se trata de un gesto de magnanimidad y verdadera caridad cristiana, al no reservar esa condición para los del bando vencedor, sino suponer generosamente la buena intención de los que estaban equivocados. Ese gesto, que sería admirable para cualquier persona decente, resulta especialmente molesto para los que siguen estando comidos por el odio y no quieren ningún tipo de reconciliación, sino más bien reencender la llama del odio fratricida. Cualquier intento de acabar con esa reconciliación de los muertos debería encontrar en la Iglesia una oposición decidida, incluso aunque fracasara en su empeño, porque lo que importa no es tener éxito, sino hacer la voluntad de Dios.
A todas esas razones, sin embargo, hay que añadir la gratitud debida al propio Franco. En primer lugar, como constructor del Valle y la basílica, lo que ya le da derecho a tenerlos como lugar de reposo en espera de la resurrección (aunque con gesto de encomiable modestia él mismo hubiera planeado otro enterramiento discreto y sin distinciones). En segundo lugar, por el hecho objetivo de que Franco hizo todo lo posible por beneficiar a la Iglesia durante los años en que gobernó España, por fomentar la fe y por plasmar la moral católica en la vida pública y en las leyes del país (“Franco da leyes católicas, ayuda a la Iglesia, es buen católico, ¿qué más se puede pedir?”, dijo Juan XXIII; el mismo Pablo VI, que no se caracterizaba por sus buenas relaciones con el régimen, afirmó: “Franco ha hecho mucho bien a España y le ha proporcionado un desarrollo extraordinario y una época larguísima de paz.
Franco merece un final glorioso y un recuerdo lleno de gratitud”). Personalmente, no cabe duda de que fue un católico sincero y convencido, con sus defectos y pecados como los tenemos todos, pero con una firme voluntad de ser fiel a la enseñanza de la Iglesia. “Quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir”, proclamó el propio Franco en su testamento.
Además, la Iglesia española debe a Franco y a los que lucharon con él su propia supervivencia, al menos en el plano humano. Más de cinco mil obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas fueron asesinados, a menudo entre horribles torturas, a lo que hay que añadir incontados seglares que también dieron la vida (en “la difícil tarea de restaurar los derechos de Dios y de la religión”, afirmó Pío XI; “el pueblo español se alzó decidido en defensa de los ideales de la fe y de la civilización cristiana”, dijo Pío XII). Otros miles de clérigos, entre ellos los antecesores de los obispos actuales, se salvaron gracias al bando nacional, capitaneado por Franco. Como dice el Aquinate, “la gratitud en el que recibe corresponde a la gracia del bienhechor. Por lo que, a mayor beneficio, corresponde mayor gratitud” (II-II, 106,2). Solo este hecho, pues, debería bastar para granjearle un agradecimiento imperecedero de la Iglesia, incluso aunque hubiera sido un pagano, como el Rey Ciro de Persia, pero mucho más tratándose de un católico fiel.
Conviene también tener en cuenta que la falta agradecimiento a la figura de Franco alcanza igualmente a todos aquellos que lucharon con él por defender a la Iglesia, en muchos casos muriendo por Cristo. Sus hijos o nietos son, en buena parte, los que hoy llenan los bancos de las Iglesias. ¿Así paga la Iglesia a los que derraman su sangre por defenderla? Es difícil reconocer en ese pago la promesa del Señor de recompensar hasta un vaso de agua entregado por su causa. Como también dice Santo Tomás, además de la ingratitud material, que simplemente no agradece lo recibido por descuido u olvido, existe otra particularmente grave, que es la ingratitud formal y que consiste en el desprecio del bienhechor, especialmente, como en este caso, cuando ese bienhechor se encuentra en situación de necesidad, la cual puede constituir un pecado mortal (II-II, 107,3).
Nada de esto tiene que ver con la política, en el sentido partidista e innoble que hoy se suele dar al término. Ese es un campo en el que la Iglesia debe entrar lo menos posible. Sin embargo, precisamente por su situación por encima de la baja política, la Iglesia puede y debe dar ejemplo en todo momento de gratitud, magnanimidad y otras virtudes humanas y divinas, sin dejarse llevar por las politiquerías, los intereses efímeros y las intrigas de cada momento. Por desgracia, la gratitud parece brillar hoy por su ausencia, para vergüenza de los que somos hijos de la Iglesia.
La ingratitud resulta aún más bochornosa para el espectador imparcial cuando se observa que nuestros obispos se deshacen en elogios de los gobernantes y políticos de los últimos cincuenta años, que sin duda están entre los responsables directos de la descristianización y la desolación moral de España, de la aprobación de leyes abominables contra Dios y contra la ley natural y de la conversión de la vida pública en algo que no se diferencia mucho de una cueva de ladrones. Los pronunciamientos episcopales sobre estas cosas, cuando los ha habido, en general han consistido en afirmaciones debilísimas, de tono buenista y políticamente correcto, incluso con respecto a los políticos que se dicen “católicos” a la vez que votan a favor de males gravísimos como el aborto. El mensaje transmitido era siempre que “no pasaba nada” y, en algunos casos, los obispos incluso aprobaron públicamente esas actuaciones, como sucedió cuando la Conferencia Episcopal justificó, contra la moral de la propia Iglesia, que el Rey Juan Carlos firmara la ley del aborto en 2010. A la vez, se aseguraban de desaconsejar y obstaculizar la formación y actuación de grupos políticos firmemente católicos que pudieran presentar batalla a la clase política descristianizada y descristianizadora.
Esta actitud de elogiar al poderoso y ser blando con sus desmanes, a la vez que se niega el agradecimiento debido al que se jugó la vida por ti pero hoy ha caído en desgracia tiene muchos nombres y ninguno de ellos es bonito. Por respeto a la dignidad episcopal nos limitaremos al más suave: falta de valentía.
La falta de valentía no solo es una actitud indefendible moralmente (Newman enseñaba que, donde falta la valentía, las demás virtudes no pueden subsistir por mucho tiempo), sino que además es suicida desde el punto de vista del propio interés. Nadie admira la cobardía, ni siquiera los que se benefician de ella, y todo el mundo desprecia a los cobardes. El respeto hay que ganárselo. Una iglesia cobarde que adula a los poderosos será una Iglesia utilizada, maltratada, burlada y, cuando toque, proscrita y abandonada, pero nunca respetada. El triste cálculo político de un buen número de eclesiásticos desde hace cuarenta años para hacerse “perdonar” las ventajas de que gozó la Iglesia durante el franquismo no solo no ha conseguido ese perdón, sino que ha exacerbado el odio contra la Iglesia y, peor aún, el desprecio por ella. Si no nos tomamos en serio lo que creemos, ¿quién nos tomará en serio a nosotros?
En el interior de la propia Iglesia, además de desmoralizar a los fieles en el sentido anímico, una conducta como esta lo que hace es desmoralizarlos en el sentido de destruir poco a poco su sentido de la moral, de lo que está bien y lo que está mal. Si los eclesiásticos enseñan con el ejemplo a los fieles que lo importante es estar a bien con los poderosos, con las modas y con la opinión pública a cualquier precio, ¿qué habrá de extraño en que esos mismos fieles se amolden a lo que dicen los poderosos, las modas y la opinión pública en su vida cotidiana, abandonando la fe? ¿Y a quién sorprenderá que esos mismos eclesiásticos se comporten después con la misma falta de valentía en cuestiones doctrinales? La vida cristiana, como decíamos, es una sola y no se puede elegir qué partes se van a poner en práctica y cuáles se van a dejar de lado.
Sentencia el refrán castellano que es de biennacidos ser agradecidos. No se trata de una cita bíblica, pero quizá en este caso Dios haya querido que el refranero tradicional haga de profeta que denuncie nuestra conducta. A fin de cuentas, ¿quién hay mejor nacido que los cristianos, que hemos renacido del agua y del Espíritu como hijos amados de Dios? Mucho me temo que la ingratitud que mostramos estos días sea otra forma sutil, pero no menos destructiva, de avergonzarnos de ese nacimiento divino y venderlo por un plato de lentejas. Que además son lentejas de ayer, están frías y no tienen suficiente sal.
Quizás un sepulturero 1 Espeluznante aquelarre entre las fosforescencias de tumbas que con afán abre quien a tal afán se entrega, que todo escrúpulo barre la lamentable inconsciencia de tan enorme desmadre. Macabra, tétrica brega, pues la razón, sin amarre, caerá en una indiferencia que hará que, torpe, le cuadre lo que la moral le niega… Y cuando llegue la hora, después de haber profanado ese tabú que la cultura respeta si de humana se precia, quedará la desoladora tarea de enterrar en sagrado otra vez a los que la desmesura de un odio enconado desprecia. ¿Acaso a la devastadora… Leer más »
Enhorabuena, un gran artículo. La Iglesia cómplice de los poderosos. Hoy día eso podría significar efectivamente que Roma se ha convertido en la sede del Anticristo.