La tumba de Franco cubierta con flores.

AD.- La enfermiza obsesión de la izquierda española contra la memoria del ex jefe del Estado enciende ya todas las alarmas que una nación celosa y orgullosa de su pasado no debería tolerar. Empezando por el propio Rey Felipe, cuyo padre, Juan Carlos I, fue designado en 1969 “sucesor” del Caudillo a título de Rey, lo que debería despejarle cualquier duda acerca de la procedencia de su alto cargo.

El Valle de los Caídos fue levantado en honor de todas las víctimas de la guerra civil. Para decenas de miles de de españoles, el lugar es también el símbolo icónico donde reposan los restos mortales del artífice de la paz, la modernización y el progreso económico y social de España. Sin aquel régimen político, probablemente la crónica española de hoy coquetearía con la de cualquier país del tercer mundo.

Guste o no, la España de Franco fue la propulsora de la clase media, la inventora del turismo, el escenario de un crecimiento económico hasta cinco puntos por encima del de la media europea. Aquella España pasó de exportar esparto a hacerlo con maquinaria agrícola, electrodomésticos, automóviles y hasta los mejores camiones de Europa.

Se construyeron cientos de kilómetros de carretera, se inauguraron miles de hoteles, se puso en marcha la industria siderúrgica y hasta fabricábamos aviones y trenes. No fue lo único. Se dotó a las rentas más humildes de la Seguridad Social, por vez primera los hijos de los obreros (entre ellos la mayoría de los cargos socialistas de los 80 y 90) pudieron estudiar en las universidades sin  coste alguno, los trabajadores pasaron de la alpargata a trasladarse al trabajo a bordo de un incipiente Seat, llegó gente de todo el mundo a nuestras costas gracias a una prodigiosa organización de los transportes y las comunicaciones. En definitiva, hubo orden, musculatura moral, fe en el porvenir, progreso económico y tranquilidad social, que es más, mucho más, que lo que nos ofrece el actual Gobierno.

Aquella España fue además la envidia del mundo, sin inmigrantes y sin nacionalistas periféricos, sin ayudas extranjeras y sin delincuentes que alteraran la tranquilidad de nuestras calles, sin feministas radicales ni clínicas abortistas, sin actores subvencionados ni partidos liberales, sin comunidades autónomas y sin hechos diferenciales, sin normas laicistas ni familias desestructuradas, sin tontos progres abajofirmantes ni sindicatos tóxicos; con más libertad que libertinaje. La memoria del principal actor de lo que Eisenhower llamó el “milagro español” merecería hoy siquiera el respeto y la consideración de muchos más españoles que los que pregonan el reconocimiento a su obra.

Si creímos que el catálogo de infamias a la memoria del ex jefe del Estado había tocado techo, nos equivocamos. Representantes del sector más extremista del PSOE abogan por la incineración de los restos de Franco, “con o sin la autorización de la familia”, y su posterior vertido al mar. Frente a la creciente desafección de los españoles hacia la clase política pretenderían evitar así que la tumba de Franco se convierta en un futuro punto de “peregrinaje”. De hecho, pese a las campañas demoledoras que han tratado de disuadir a los españoles de cualquier aproximación afectiva a la obra de Franco, cada vez son más los que a la vista de los acontecimientos actuales dan legitimidad histórica y moral a quienes se rebelaron contra los excesos criminales de la II República.

Por el momento, la familia del ex Caudillo prefiere guardar silencio. No así desde la Fundación Francisco Franco, cuyos responsables preparan una batería de medidas legales que impidan la profanación de algo más que unos restos mortales: la de una parte misma de la historia de España, seguramente con muchas más luces que las que hoy nos alumbran.