No es sólo la participación en la esfera pública lo que hace a los hombres iguales y libres
Pese a sus definiciones procedimentales, “los gobiernos representativos se han vuelto gobiernos oligárquicos…aunque no en el sentido clásico de regir para la minoría en interés de ella misma, sino, al menos en lo que hoy llamamos democracia, es una forma de gobierno donde unos pocos rigen, supuestamente, en interés de la mayoría” (Arendt). Si los ciudadanos, la gente, no tienen espacio para actuar diariamente en público donde sean legitimados y escuchados, el status de ciudadanos se reduce al mero acto de votar, volviendo toda forma de articulación y toma de decisiones política un concepto ideológico y abstracto. Representación y libertad fundan así un nudo irreconciliable que nos envuelve en una paradoja: en pos del bien común y de la igualdad, la voluntad general depositada en las urnas puede asumir una forma totalitaria respecto de las voces disonantes o diferencias existentes en la sociedad. Al masificar sólo en el mecanismo, la habilidad política del agente se reduce a su mínima expresión, volviendo a los ciudadanos masa en vez de actores.
La llamada “tiranía de las mayorías” descansa en la aparente existencia del bien común como código normativo, aun cuando esto signifique el ejercicio de despóticos regímenes totalitarios. Como ha sido afirmado por Cohen (1996), parece ser que hasta ahora el ofrecer una igualdad formal-legal y sentimiento de pertenencia como fundamento del bien común se ha producido al costo de una homogenización social y renuncia a la propia particularidad. En este sentido, la creencia en la voluntad general expresada a través de la representación es ilusoria. La voluntad de la gente se reduce a un momento específico del tiempo, manifestada sólo en una decisión como expresión ciudadana de virtud racional. La voluntad popular unificada puede ser realizada sólo con el costo de enmascarar o suprimir la heterogeneidad de la voluntad individual. De esta forma, el obstáculo al imperativo de emancipación es el mantenimiento de una distancia formal/vacía entre la elite (intelectual y política) y la masa, destruyendo el campo de lo público, evitando cualquier posibilidad de acción en un horizonte de libertad y proyecto colectivo. Así se confunde el bien común con la homogenización de mecanismos, aun cuando éste se opone en sí mismo, a ser el resultado de la suma de intereses individuales, pues es más bien la articulación de la sociedad en torno a un bien universal. Por otro lado, los regímenes democráticos han sido regímenes gobernados por selectas minorías -y por tanto sujetos al riesgo ante la “tiranía de los intereses privados”-que, en nombre de la suma de minorías existentes, han articulado un orden social sin hacer referencia a un proyecto colectivo. Esta alineación puede interpretarse como la enajenación del sujeto respecto de su comunidad y la sociedad.
En este sentido, la esfera política moderna se desarrolla bajo el movimiento dialéctico de la esfera privada sobre sí misma, reduciendo la política a las relaciones y redes establecidas por los grupos de poder, con su consecuente desvinculación de la vida cotidiana. La privatización de la política nos conducirá inevitablemente a un estado donde hombres y mujeres son incapaces de reflejarse a sí mismos en lo colectivo y, por tanto, pierden la capacidad de reconocer a los otros (y por ende de ser reconocidos). En resumen, se vive en una especie de “moderno estado de naturaleza” que, en las actuales sociedades, trae como consecuencia sentimientos de pérdida de sentido, soledad y enajena. La indiferencia pública descansa sobre la seguridad que otorga la vida privada. Si al principio de los tiempos fue el consentimiento colectivo lo que definía la voluntad del gobierno, ahora es la suma de voluntades particulares lo que define el consentimiento público de una forma inarticulada, incapaz de recrear un horizonte colectivo de sentido del cual ser parte.
En un contexto de individualismo generalizado la política se reduce a una esfera de procedimientos tecnocráticos que se vuelca sobre un cuerpo de ciudadanos aparentemente indiferente. El aparato gubernamental, regido por principios de representación, asume una forma naturalizada que puede fácilmente desembocar en una petrificada estructura política y social. Enfrentamos el desencantamiento del hombre por el hombre. La responsabilidad histórica desaparece. La habilidad de crear es definida por y a través de la expertise de unos pocos. La sociedad se vuelve una sociedad de marginados. “Una sociedad de masas no sólo destruye el campo de lo público, sino también sobre el privado, de-privando a los hombres no sólo de su lugar en el mundo sino también de su hogar, donde ellos alguna vez se sintieron protegidos, y donde, a cualquier nivel, aquellos excluidos podían encontrar un abrigo substitutivo” (Arendt,1998). Además, para ejercerse, la libertad necesita ser más que un proceso de deliberación racional o procedimiento formal.
Es decir, la libertad necesita de la compañía de hombres y mujeres que se encuentren en el mismo estado y compartan un espacio público común.En otras palabras, un mundo políticamente organizado al que cada uno pueda pertenecer libremente y ser reconocido a través de la palabra y de sus actos. La finalidad del gobierno, como agente de representatividad política, ha de ser garantizar las condiciones para que la gente pueda ejercer su soberanía y usar las libertades para hacer efectiva su capacidad de actuar y ser parte del proceso, a través del cual, se producen sus estructuras y desarrolla su sociedad. De esta forma, enfrentados al problema de la atomización en el mundo político, normado por leyes abstractas e indiferentes, deberíamos cambiar la pregunta original sobre quién representará a quién. El problema no es ya quién representará la voluntad del pueblo, pues poco importa, si de lo que se trata es de buscar una fórmula en que el sistema permita consolidar un espacio público de iguales, sin ignorar a aquellos que permanecen en sus márgenes, ya sea por razones estructurales o por libre voluntad. Las acciones privadas (que implican elecciones y responsabilidades individuales) están conectadas con el campo de lo público como si se tratase de un juego de roles. Las identidades públicas y privadas existen en un estado de permanente tensión que no puede ser reconciliado; no obstante, no pueden existir la una sin la otra. Ningún Estado puede sobrevivir por largo tiempo si está alienado de su sociedad civil, como campo donde las identidades privadas y colectivas cobran forma y se dan a reconocer unas a otras.
La ciudadanía, en un contexto de democracia radical, no puede ser solamente justificada como el ejercicio público de determinados derechos o la defensa de determinados intereses. La ciudadanía ha de suponer la consideración de cada hombre y mujer como parte constitutiva de la sociedad y sujetos activos de su desarrollo pues no es sólo la participación en la esfera pública discursiva o el apropiado ejercicio de la razón (instrumental o comunicativa) lo que hace a los hombres iguales y libres, sino el hecho de que “es la humanidad, no el hombre, quien vive en la tierra y habita el mundo” (Arendt,1998).
*Teniente coronel de Infantería y doctor por la Universidad de Salamanca
En conclusión, por eso nos dejan votar siglas y no a personas, la paradoja esta en que una persona honrada, sincera y que este por el bien común no puede responder exclusivamente por unas siglas cuando debería responder antes los ciudadanos que le votaron, por eso, esa misma persona no podrá hacer carrera politica dentro de una estructura que esta para mantenerse y perdurar persé, antes que representar a los ciudadanos