Una victoria para las malas hierbas
Guy Sorman.- Los ecologistas de todo el mundo se regodean. Después de un juicio que ha durado un mes, Dewayne Johnson, jardinero de San Francisco, acaba de lograr que un juez local condene a la sociedad Monsanto a pagarle una indemnización de 289 millones de dólares. Johnson pedía 400 millones a esta empresa estadounidense a la que considera responsable de su linfoma canceroso, que podría haber sido provocado por el uso de glifosato, un herbicida conocido con el nombre de Roundup. Monsanto ha recurrido esta decisión. En realidad, el tribunal de San Francisco no ha demostrado que exista una relación entre el Roundup y el cáncer, pero Monsanto ha sido condenado, ante todo, por haber ocultado unas investigaciones internas en la empresa que consideraban que el glifosato, mezclado con otras sustancias herbicidas, podía ser tóxico. Esta victoria jurídica, sin duda provisional, dada la apelación de Monsanto, tiene todos los ingredientes de un montaje hollywoodiense: el modesto jardinero logra que se haga justicia contra el gigante capitalista. Pero tanto si simpatizamos con David como si lo hacemos con Goliat, esta historia no es tan moral como parece.
Recordemos, para empezar, el trasfondo histórico de este proceso, poco conocido. Los ecologistas y, antes que ellos, la izquierda estadounidense, están en lucha con Monsanto desde la guerra de Vietnam, hace cincuenta años. La empresa de bioquímica produjo en aquella época, a petición del Ejército estadounidense, «el agente naranja», un herbicida que, rociado desde un avión, defoliaba la selva en la que se ocultaban las tropas comunistas norvietnamitas. Desde entonces, la izquierda ha visto a Monsanto como una caricatura del capitalismo aliado con el Ejército contra los pobres del mundo. Nadie duda que Monsanto (recientemente adquirido por Bayer) es una empresa capitalista cuyo fin es obtener beneficios. Pero, ¿propaga Monsanto el bien o el mal? Según el juez de San Francisco, el mal en sí mismo. El veredicto confiere así un nuevo impulso a todos los militantes y gobiernos, y al francés en particular, que desean generalizar la llamada agricultura biológica, sin herbicidas, sin pesticidas y sin organismos genéticamente modificados (OGM), sustancias, en su mayoría, inventadas o comercializadas por Monsanto. Esta cruzada con apariencia ética llevaría de nuevo al mundo a una agricultura que, antes de la invención de estos productos, difícilmente alimentaba a 2.000 millones de habitantes. Es innegable que, gracias a estos aditivos, la agricultura no biológica puede alimentar hoy a 7.000 millones.
Consideremos el caso de Roundup. Este herbicida solo ataca a las malas hierbas (es selectivo y las asfixia), es completamente degradable y no deja rastro en el terreno. Esto, después de casi medio siglo de uso en todo el mundo, ha quedado ampliamente demostrado. Pero es posible, e incluso probable, que el usuario deba adoptar algunas precauciones, y que Dewayne Johnson no haya sido lo suficientemente informado por Monsanto. Hay que tener en cuenta también que estos productos químicos, igual que nuestros medicamentos, tienen contraindicaciones poco conocidas. Pero recordemos que allí donde los jardineros y los agricultores no utilizaban Roundup y sus equivalentes, los herbicidas eran tóxicos y no selectivos, lo que desembocaba, antes y ahora, incluso en los países más pobres, en una intoxicación mortal de campesinos y en cosechas más escasas, porque las «malas hierbas» competían con las producciones comestibles. Entonces llegó el Roundup, que permitía «limpiar» los campos antes de la siembra. En el caso de la soja, del algodón y del maíz, Monsanto puso después a disposición de las explotaciones agrícolas semillas denominadas OMG que incluyen insecticidas en su genoma. La combinación del glifosato y los OMG, ahora concebidos y producidos localmente, principalmente en China e India, ha revolucionado la agricultura.
En particular, la producción masiva de soja y de maíz, gracias a esta agricultura científica, acompaña sin mucho esfuerzo al crecimiento demográfico y a la transformación de las costumbres alimentarias, sobre todo el consumo de carne. Podemos lamentarnos, pero ¿con qué derecho explicaríamos a los chinos que deben seguir siendo vegetarianos y renunciar al buey y al pollo que el capitalismo ha hecho accesibles?
Una vez más, sea cual sea nuestra simpatía por Dewayne Johnson y lo que se piense de Monsanto, ¿dónde se sitúa la moral? La agricultura biológica es un lujo de ricos, no una respuesta a las necesidades de los consumidores más pobres. Francia puede permitirse prohibir el glifosato en 2021; India, no. Por lo visto, los ecologistas lo ignoran, bendita ignorancia. O bien, consideran que al ser el capitalismo odioso en sí mismo, los pobres solo tienen que apretarse el cinturón uno o dos agujeros. Estos ecologistas integristas, no más que los últimos marxistas, viven en un mundo irreal; es muy cómodo para quien quiera hacerse el santo.
En el momento en que termina este proceso en San Francisco, yo me encuentro de vacaciones en un pueblo de Normandía. Mi municipio, que tiene un centenar de habitantes, confía a un jardinero local, Yvon Breton, el mantenimiento del cementerio, que incluye más tumbas que habitantes tiene el pueblo, consecuencia del éxodo rural, pero también huella de las dos guerras mundiales que diezmaron los campos franceses. Al enterarse del veredicto de San Francisco por la radio, Yvon Breton me preguntó cómo iba a poder mantener el cementerio en el futuro sin glifosato. Si los ecologistas se salen con la suya, es de temer que las tumbas sean invadidas por las hierbas, incluidas las de mis suegros, que descansan allí.