Gotas sobre el mar: El paso adelante debe ser inmediato
Sócrates, que respetaba a los hombres y a los dioses, que lo amaba todo salvo la estupidez y la maldad, enfermedades del alma, fue condenado a muerte por impío. Jueces venales también los de su época. “Soy completamente extraño al lenguaje de aquí”, les dijo. Y supongo que les dijo también: “No será fácil abrir la mente de los más jóvenes dada la decadencia de la virtud y la vertiginosa ascensión de la mentira, en medio de las cuales han sido concebidos y educados”.
Y los jueces le escucharon hasta el final, incapaces de responderle más que con su condenación y atrincherados tras el poder que la ley les concedía, así como tras su culpable y muda deslealtad, porque entonces, como ahora aquí, todo era corrupción. “Hay muchos medios –les dijo- de escapar a la muerte, pero la dificultad no estriba en escapar de la muerte, sino del vicio. Ha llegado ya la hora de irnos, yo para morir y vosotros para vivir. ¿Cuál de nosotros se dirige a un destino mejor? Sólo Dios lo sabe”.
Hoy, que en el mundo cada uno busca su provecho y, sin ocuparse del otro, cuando lo encuentra lo coge como puede; que los símbolos patrios se han sustituido por el móvil, la tableta y la más vulgar indiferencia, y España se ha llenado de voces engañosas, de hechos odiosos, de actitudes pusilánimes, y es esclava no sólo de mil leyes que no se cumplen sino sobre todo de pareceres egoístas y resentidos, gente rufianesca y envidiosa…; hoy, digo, se hace imprescindible volver al cobijo de los clásicos, algo que no se usa en las escuelas desde que la educación se puso en manos de la infamia.
A esta antiespaña, a este monstruo de rencor que se viene llamando globalismo, a este marxismo cultural que odia la libertad tanto como odia su propia naturaleza, Verdad y Razón, Humanismo y Excelencia son voces que les recuerdan la bajeza de su índole y les crispan tanto como las sogas a los ahorcados. Porque busca su propio bienestar en este mundo, la tiranía somete a la justicia. El NOM nada quiere saber de aquello que enaltece a la persona y subraya su dignidad.
Nada de esfuerzo, ni de responsabilidad, ni de honor, ni de renuncia; son los derechos excluyentes de los individuos, sin su contrapartida de obligaciones, lo que ha llegado a ser la filosofía de la nación, y las fuerzas políticas, judiciales, educativas, culturales y mediáticas colaboran a sostener ese tinglado con sus hipocresías e intereses espurios, con sus cloacas ideológicas y financieras, sus tráficos de influencias y sus purgas encaminadas a recompensar, a costa del dinero público, a sus “apparatchiks”.
Contra esta tendencia general que el actual gobierno frentepopulista viene apoyando con ostentación y sospechoso apremio; contra esta forma perversa, pero eficaz de su política histórica, arma de toda dirigencia maquiavélica que consiste en alentar los vicios del pueblo a fin de gobernarlo mejor, tratando de hacerle perder las cualidades que le han impelido en otros tiempos a emprender el vuelo y a perfeccionarse mediante gestos heroicos; contra las izquierdas revanchistas y las derechas sin valor y sin valores convertidas en enemigos del pueblo que dicen defender, arrastrándolo hacia el vicio para dominarlo, son necesarios un nuevo partido político, aglutinador de las facciones y voluntades identitarias proliferantes, y un nuevo orden judicial.
La meritoria e implacable crítica social y la firme denuncia política de unos pocos, que afortunadamente cada vez son más, aún no acaba de sacar de su ensimismamiento a quienes teniendo condiciones individuales y estructurales para ello, no se deciden a dar el paso adelante que España necesita. Nuevos políticos de ideas afines en lo esencial que se adicionen y vinculen –al menos a efectos electorales- para cosechar el fruto de ese malestar popular, convertido en voluntad regeneradora. Y con ellos, los nuevos jueces del futuro.
Los españoles tenemos hoy múltiples motivos –y gravísimos- para manifestarnos contra los recueros que representan al rencor rojo o a la deslealtad, pero sólo tras la plasmación de tal acontecimiento, será consecuente hacerlo para exigir la convocatoria de unas elecciones que, entonces sí, serán irrenunciables e imprescindibles.
O esa posibilidad se plasma de inmediato o nos sorprenderemos cuando, desconsolados por nuestra mezquina negligencia, tratemos de quitarle a España la corona de espinas que le impuso la chusma y ya no logremos arrancársela. “¿Cómo hemos podido dejar que muera nuestra patria? -nos culparemos compungidos por nuestra dilación-. Tengo sed, había dicho, y le dimos hiel y vinagre”. Y España, mortecina, nos advertirá: “No lloréis ya por mí. Llorad por vosotros y por vuestros hijos”.