El que venga que arree
El debate a corto es la consabida polémica: ¿está este Gobierno en condiciones de seguir? ¿Es viable un Gobierno con dos ministros dimitidos, uno cuestionado por asuntillo fiscal y otra -nada menos que de Justicia- por comiditas y cuchipandas con elementos tóxicos de la peor calaña, y un presidente acusado de haber plagiado su tesis doctoral? En los países de nuestro entorno -a excepción de Italia, donde todo renacimiento surrealista es posible-, ¿tendría aire para respirar una banda semejante a la que sustentan 84 diputados con el añadido de lo peor de cada casa, enemigos de la continuidad del Estado incluidos? La respuesta se antoja fácil.
Pero el debate, después del acuerdo en el marco del Pacto de Toledo, es a largo. Y lo protagoniza un elemento esencial del Estado del bienestar: las pensiones. Permítanme algunos datos: en el año 2007 el dinero dedicado a satisfacer las diferentes pensiones rondaba los 90.000 millones de euros; este año presente la cifra asciende a 145.000 millones. La inmediata pregunta es: ¿cuánto supondrá la factura en el año 2030, que es cuando Pedro Sánchez calcula que ya habrá cambiado España? Más. Nuestro país es el más generoso de la UE a la hora de mantener de manera aproximada el sueldo que tenía un nuevo pensionista: un 80% frente al 40% de Dinamarca, por ejemplo. Y, por no cargarle, mantenemos a 9,5 millones de pensionistas, 1,2 millones más que hace diez años. ¿Qué pasará cuando se jubilen los miembros del baby boom nacidos entre el año 60 y el 78, que son un porrón? Hoy en día se da la circunstancia de que jóvenes que ganan apenas mil euros cotizan seguros sociales para pagar pensiones que en ocasiones llegan a los dos mil, lo cual, a simple vista, parece difícilmente viable a no ser que se cuenten dos o tres cotizantes por pensionista. Y así.
El Pacto de Toledo ha llegado a un acuerdo de mínimos y le ha dado una de las pocas alegrías que me parece a mí se va llevar este Gobierno en mucho tiempo. Todos los partidos han acordado -no es decisión vinculante: un gobierno puede hacer lo que crea conveniente- que se suban anualmente las pensiones en función del coste de la vida, el famoso IPC. Según ello, un pensionista no perdería poder adquisitivo. Ello, que sobre el papel es inobjetable, genera efectos perversos, y la expresión no es mía, sino de Octavio Granados, secretario de Estado de la Seguridad Social, que se supone que debería estar contento ya que es lo que defendía su gobierno, el del PSOE. Cuadrar la subida anual con el déficit al que obliga Bruselas y pretender pagarlo todo solo con cotizaciones es imposible: en España padecemos un paro considerable y una larga lacra de salarios bajos, con lo que no habrá otra que buscar distintas vías de financiación. Si cada año va a haber que añadir 1.600 millones de euros por subidas de IPC y añadir otros 5.000 por nuevos pensionistas que se incorporen al sistema, habrá que pellizcar el bolsillo a más gente que a los trabajadores que coticen.
Si sube el PIB también sube la recaudación, pero no lo suficiente para amortiguar ese dinero. Los gobiernos, éste o cualquiera, deberán añadir otros índices, ya que de lo contrario colapsará el sistema dentro de poco más de quince años. El Pacto de Toledo ha sugerido una solución muy momentánea para no excitar a los pensionistas que andan levantiscos por las calles, quizá porque nadie está dispuesto a perder votos alegremente, pero han trasladado el problema a cuando los jóvenes del presente deban soportar a lomo el creciente coste de las pensiones, comprometiendo buena parte de su desarrollo y la pensión que algún día deberán recibir. Pero entonces ya no estarán ellos, con lo cual, ¡¡el que venga que arree!!