Gotas sobre el mar: Con estos bueyes no podemos arar
Días atrás, casualmente, coincidí con una persona a la que no veía desde hace años. Mi conocido, ave rara en la sociedad de hoy, es de los que creen que la vida de los hombres se justifica a través de la abnegación, y también mediante el esfuerzo por aprender, en lucha permanente con las adversidades, abriendo nuestra mente a la comprensión de todas las cosas, porque todo lo comprendido nos enriquece, es bueno.
La conversación, inevitablemente, acabó por recaer en la actualidad española. Hablamos de la nefanda educación que se imparte a los jóvenes, y de cómo los padres, que deberían preocuparse de la instrucción disciplinar y moral de su prole, permanecen –en su mayoría- ignorantes o inertes ante la basura docente que les inoculan, incapaces, no ya de manifestarse contundentemente contra los culpables, sino de la más leve protesta individual o asociativa.
Y hablamos de la generalizada degradación en que ha devenido la patria: Iglesia, Monarquía, Justicia, Educación, Cultura, Política, Información, Sociedad, Estado…
– Todo podrido. ¡Qué asco! –exclamó sombrío.
Asentí en silencio, observando cómo sus rasgos se habían endurecido. Luego, tras meditar unos instantes, continuó:
– Salvo un sector dinámico de la población, tal esos que mantienen con entereza sus banderas en los balcones o las enarbolan con orgullo en solemnidades y homenajes, los ánimos no están aún preparados para la rebeldía, y la libertad se oculta en el fondo de los estómagos. Los españoles vegetan en su democrática charca, mientras España, sin aliento, agoniza con sus leyes burladas, con su idioma contradicho, con sus símbolos y tradiciones insultados, con sus fronteras asaltadas…
Lo escuchaba en silencio, decidido a dejarle continuar y reconfortado por sus observaciones, confirmatorias de que existían ciudadanos conscientes de la gravedad del momento.
Por su parte, ante mi mutismo, me contemplaba con una expresión interrogante en los ojos. Dijo:
– ¿Soy demasiado irritable o impaciente para no aceptar o comprender el verdadero sentido de los acontecimientos, para no poder amar a esta nueva humanidad insensible, vacía de lo humano, que se desarrolla a mi alrededor?
– Sí, es cierto –afirmé-, la mayoría de los españoles están inertes y sus gobernantes ni los aman ni los temen; los desprecian.
– Con razón –prosiguió secamente-. Yo les diría a esos conciudadanos adormecidos: ¡Mirad alrededor: si os gusta lo que veis, guardad silencio como habéis hecho hasta ahora; si no os gusta, despertad! ¿Por qué aguantáis tanta arrogancia y tanto abuso de quienes os deben sus cargos y privilegios? ¿Por indiferencia? ¿Por apocamiento? ¿Por sectarismo? Si no queréis vivir con la cabeza alta, seguid mordiendo el polvo de sus escarnios y consignas, y morid con ellos, ya que no habéis querido vivir con dignidad.
Paseábamos en el incipiente anochecer. Sonaba el mar cercano, un mar melancólico que no conseguía hacernos olvidar el calor de aquellos días estivales. La gente volvía de la playa y las terrazas se hallaban ya repletas. Todo alrededor ofrecía ese pasivo convivir de las gentes cuando no saben dónde van, acaso porque no van a ninguna parte.
– Mirando en torno nuestro –abundó- se comprende la ciénaga en que ha devenido la política española. Tenemos los dirigentes que nos merecemos. El verano es hermoso, pero deja a la vista la vulgaridad de los seres humanos. Hemos confundido libertad con desinhibición. Oligarcas y socialdemócratas, con el señuelo de las impostadas libertad y democracia, nos empujan al fomento de la ordinariez y de la chabacanería, mientras que nos roban la verdadera libertad. ¡Y el pueblo ni se entera!
– O no quiere enterarse…
– Franco, que entre tantísimas cosas en favor del país, también creó el substrato turístico, lo supo completar convirtiéndonos en una potencia industrial. Ahora somos sólo un país de camareros, que gasta lo que no tiene. ¡La sociedad alegre y confiada!
– Confiada, puede; pero de alegre, nada. Nunca ha habido más resentimientos, más frustraciones, más desencuentros, más consumo de ansiolíticos…
– ¡Ni más frivolidad, ni más vandalismo, ni más confusión existencial…! Una sociedad así es el caladero donde lanzan sus redes los aprovechados.
– Con estos bueyes hay que arar…
Se detuvo, volvió la cabeza hacia mí y observó con voz algo más tranquila:
– A la vista está que en tiempos como los que corren nuestros políticos no saben guardar su honor.
– No es posible guardar lo que no se tiene –lo interrumpí.
– ¡Claro! ¿Y cómo un hombre sin reputación, ni pundonor, ni gloria puede proteger el honor de la patria?
– Su desvergüenza es pasmosa –insistí-. Ante lo evidente de su bellaquería, dan un paso al frente, lo niegan todo, y conectan a continuación el ventilador de las insidias o sacan a la luz los dosieres que incriminan a sus adversarios, para desviar el dedo que los acusa.
– Sí, política rufianesca ésta, de extorsionadores, de legajos ocultos, de sumarios acusatorios utilizados según la ocasión o la conveniencia del chantaje.
– Decir que esto es un lodazal es quedarnos cortos. Esta recua vive a gusto entre supercherías, por eso se mantiene adherida al poder.
Una casta de viscosos gorrones, vampiros entronizados por los votos de vagos y maleantes, que vegetan alrededor del presupuesto agotando y empobreciendo al pueblo trabajador, cada vez más escaso, por otra parte.
– No es suficiente con echarlos del poder –profirió-. Es preciso encarcelarlos, y exigir que devuelvan lo robado. Comisiones, chanchullos, sueldos ilegales que abusivamente detraen de la caja de todos por mor de blindajes arbitrarios y despóticos. Sinecuras logradas –para ellos y para sus palanganeros- mediante la sucesiva permanencia en el mando.
– Encarcelarlos y mandarlos al frenopático, porque en la ignominia de sus actuaciones hay una mezcla de maldad y paranoia. Son peores que una peste.
Me observaba invadido por una indignación sincera, casi sacrosanta. Durante un rato permanecimos en silencio. A ambos nos dolía la situación de España.
– ¿Qué puede esperarse de una mayoría de dirigentes que aspiran a vivir de la perpetua deslealtad a su pueblo? –dijo, al fin-.
¿Derechas? ¿Izquierdas? –se preguntó a sí mismo, de repente. Y se respondió-: Tartufos vividores a costa de la pasividad de sus gobernados. ¡Izquierdas y derechas! –exclamó sin poderse contener-. ¡Triquiñuelas dialécticas, conceptos vanos y engañosos ya obsoletos! Esa división es ficticia –razonó algo más tranquilo-. Actualmente el objetivo común se reduce a aniquilar las identidades: un mundo sin naciones, es decir, sin fronteras, poblado por títeres consumistas. Un Nuevo Sistema –un Gran Rector- que se sirve de una amalgama de politiquillos empleados en esquilmar a sus ciudadanos. Tenemos la obligación de acabar con su ponzoña, dar el golpe de gracia político y judicial a estos sañudos pegajosos. Como ni aceptan la realidad que les acusa, ni tienen la mente sana, saquémosles del mundo real y encerrémosles en el lugar donde su índole se acomoda: la cárcel-manicomio. Es lo justo.
Su voz había resonado implacable. Coincidíamos en la inclemencia de convivir encarrilados por este cubil de sierpes, no sólo por la naturaleza venenosa de sus individualidades, sino sobre todo por lo repugnante de su bajeza, de su deslealtad, de su psicótica ambición, puestas de manifiesto al colaborar con el estáblismen -¿a cambio de qué?- para la destrucción de España.
– La gota que ha colmado el vaso y nos obliga a librarnos de ellos –razonó-, es precisamente esa conducta de entregarse con tal facilidad al dinero extranjero para vendernos. Arrastran una enfermedad diabólica e incurable cuyos síntomas son la ambición desmedida y el odio irreductible a España. Ellos son así, y así son la mayoría de sus votantes, completados con ignaros irredentos.
– En su fuero interno, ante el espejo, los malevolentes contemplan su deformidad y se odian a sí mismos y odian al mundo, y son capaces de acudir al crimen, si es preciso, porque su condición execrable se les hace insoportable –señalé.
Me miró con un inesperado ademán de complacencia y me llevó del brazo hasta un banco del paseo, donde nos sentamos.
– Eso que usted dice es cierto, y me ha recordado una anécdota que dejó escrita Albert Camus, otro comunista arrepentido más, entre tantos incautos que al abrir los ojos a la realidad, huyeron de la falacia.
Se detuvo un instante, cogió aire y refirió con voz tranquila:
– Contaba el genial escritor francés que un industrial tenía una mujer perfecta, admirada por todos, a la que él, sin embargo, engañaba.
Ese hombre rabiaba por estar en falta, por la imposibilidad de recibir ni de darse un certificado de virtud. Cuantas más perfecciones mostraba su mujer, más rabiaba él. Por fin, su culpa llegó a hacérsele insoportable. ¿Qué cree usted que hizo entonces? ¿Dejar de engañarla? No. La mató.
Observé la persistente oscuridad, salpicada de luces de neón, y cómo todo el mundo alrededor parecía feliz. Sólo nosotros semejábamos la representación del desengaño.
Se levantó y, tal vez para poblar nuestro silencio, recordando la imagen traída a la conversación unos minutos antes, dijo a modo de desenlace:
– De la misma naturaleza que el protagonista de esta anécdota, así son los bueyes con los que estamos arando en España. Una tierra mal arada, trabajada con rencor, no acepta la siembra. Y sin siembra no hay fruto. Es imperativo que nos deshagamos de ellos.
La metáfora de los bueyes es plusquamperfecta.