Juegos de ayer y hoy
Mi generación se entretuvo en los bares jugando a la máquina del millón. También al futbolín, pero no lo tenían todos, siquiera una minoría, y no todos eran competitivos, grandes, robustos. El billar y el tenis de mesa era cosa de salas de juego. En cambio, era raro el bar que en algún rincón no dispusiera de una máquina de a duro las tres partidas. Con unas cuantas monedas, si le cogías el punto, echabas una tarde. Las máquinas fueron sofisticándose y comenzaron a incorporar la célebre tilt o la lotería final con partida gratis si coincidía la última cifra de la puntuación obtenida con un número que surgía al azar (la tilt era la dichosa falta que anulaba la partida si sometías a la máquina a movimientos exagerados). Cada vez más luces y sonidos, laberintos interiores y psicodelia en la pantalla hacían de las flippers –en América las pinball– un juego cada vez más completo. Fueron abatidas por la electrónica, como todos sabemos, pero durante un par de décadas largas nos hicieron la vida muy agradable. Debo añadir que quien esto firma fue un campeón indiscutible y que mi nostalgia se excita la rara vez que encuentro una y vuelvo a ser un adolescente abstraído del mundo.
La primera sensación de asombro nos llegó a los de mi quinta cuando empezó a popularizarse aquella máquina que simulaba un remedo del tenis de mesa y que no era más que un punto que iba de lado a lado de una pantalla negra en la que dos barras laterales hacían las veces de jugador al fondo de la pista. Creo que se llamaba Pong, las barras se iban haciendo más pequeñas a medida que avanzaba la partida y la bola incrementaba su velocidad. Era entretenido y todo un prodigio de modernidad. Qué poco imaginábamos lo que estaba por llegar para nuestros hijos, que se quedan ojipláticos cuando ven un rudimento de aquellos.
Las generaciones que nacieron a partir del final de los ochenta vivieron una progresión casi geométrica de las videoconsolas y de otros juegos de simulación. La cosa empezó con pantallas que transmitían la realidad virtual de estar conduciendo un coche de carreras a la par que tú manejabas, sentado, un rudimentario volante y siguió con el perfeccionamiento consiguiente: asientos que vibraban, se inclinaban y verosimilitud absoluta en la conducción. Una barbaridad para nosotros. Al poco, eso se trasladó a las pantallas individuales de televisión y el siguiente paso, camino de la individualización, se produjo con los ordenadores personales. Nunca he sentido más envidia que viendo jugar a mis hijos con su correspondiente Play Station o similares, disputando primarios partidos de fútbol que hoy, sin ir más lejos, parecen auténticas transmisiones de realidad balompédica, manejando uno a Messi o a Iniesta a su entera voluntad. La última novedad, que he visto publicitada en algún portal de la Red, es, directamente, una final de Champions tomada desde diversos ángulos que puede pasar por un encuentro real entre dos equipos.
Por no hablar de los juegos bélicos o de aventuras, en los que te pules a trescientos tíos, tiro a tiro, mientras sorteas camiones, morteros o helicópteros, subes montañas o bajas a las entrañas de la tierra. Y no necesariamente juegas solo: puedes hacerlo on-line con cinco desconocidos en red. Magnífico: ¡cuántas excusas para no estudiar! ¡Cuánta disciplina hay que exhibir para no distraerse!
Pero la redondez de la oferta existe ahora gracias a las gafas de realidad virtual. Hace pocos días mi colega Eduardo llegó al estudio con unas parecidas a las de buceo. Te las ponías y te asomabas a todos los precipicios: entrabas en la habitación de una casa abandonada por la que podías ir caminando y en la que te aparecían por igual cuervos asesinos que fantasmas amenazantes. La realidad virtual era calcada a la vida misma: sin salir de tu cuarto vivías una aventura, no sin cierto canguelo, sin necesidad de decorados ni efectos especiales. No era una película, eras tú dentro, sin necesidad de tener a nadie alrededor. Lo que va de la piola o los juegos de nuestros padres a los juegos de nuestros hijos es la gran síntesis del progreso de la vida y las cosas. No sé cómo serán los de nuestros nietos porque aún no han venido e ignoro lo que se encontrarán, pero juro que estoy deseando saberlo. Apasionante.