La tómbola
La altura política de los debates electorales raya al mismo nivel que la de los personajes: a los pies del reto histórico en el que nos encontramos. Y no es por sólo porque se entreguen a reyertas de niños mal criados, ni que admitan que están dispuestos a repetir la tómbola en la que han convertido las elecciones. El debate de los nuevos caciquillos de las bandas políticas se arrastra en pos de lo que a ellos les preocupa y ya ni siquiera se esfuerzan en ejercer con alguna prestancia el oficio de jarramantas al que descendió hace ya alguna legislatura lo que debía ser noble y desinteresado servicio al bien
común: España; el mejor patrimonio de todos los españoles por igual.
Los tiempos se anuncian recios y eso, lo que vemos todos los días en los telediarios amaestrados, es lo que tenemos en primera fila. ¿O acaso son asuntos menores los que se están concitando al olor de la mansedumbre de un pueblo hastiado de quienes deberían marcar el rumbo hacia más libertad, seguridad y prosperidad? Cataluña, Navarra, la desaceleración económica, la desintegración de la moral social envenenada por la tolerancia máxima con quienes entran armados de intolerancia, desprecio a nuestros valores democráticos y al esfuerzo de un pueblo que ha sabido escapar de la pobreza sin moverse de su tierra.
Ninguno ganará. Todos serán perdedores otra vez. Volverán a llamarnos a la tómbola. O llegarán a acuerdos infames para orillar los grandes peligros que nos están avisando de su llegada con espeluznante claridad.
Harán llamamientos a la tranquilidad, como si fuera de gente templada y juiciosa permanecer tranquilo ante la amenaza, dejar pasar algo de tiempo antes de actuar, sosegarse. Quedarse quieto. Negociar.
Ahí estaban, en el negocio, cuando debatieron. Ellos y ellas, Unos más secos, las otras más cariñosas entre sí. Todos y todas subidos al camión de jarramantas para que les compremos los boletos a ver si tienen mejor suerte y se agarran al cargo, a la paga, al señorío. Mientras nosotros, el pueblo, vemos venir cada vez más cerca ese enfrentamiento que ya es
algo más que una pelea por Noche Buena con los parientes que quieren irse de España y arrastrarnos detrás como reos de un totalitarismo viejo que ha remozado su matonería con palabras achicadas de tanto manosearlas. Lo vemos los que estamos aquí, en la Cataluña antes de ntodos, y los que estamos en otros lugares de España.
Sólo hace falta una chispa, una gota que no sea de agua, para que el estallido se convierta otra vez en tragedia coreada por la crisis económica, la inmigración desbordada, el brote de los odios sembrados con semillas de fanatismo y la completa ausencia de eso que sostiene a los pueblos para que no pierdan su patrimonio: el sentido del deber. Así de sencillo. Así de triste.
La Constitución nació de un peligro y una esperanza. Tiene defectos, que lo son ahora, y no lo eran, porque estamos lejos de aquellos tiempos medidos por el filo de una navaja. Unos defectos que se resumen en dos.
Uno de los problemas es que algunas costuras de aquella carta magna ahora nos separan. El otro, que hemos creado y criado una camada de jarramantas que vienen cada viernes electoral a instalar su tómbola para irse luego con nuestras esperanzas y nuestro sentido del deber en el mismo camión en el que llegaron. Y ahí nos quedaremos nosotros, cara a
cara con los novillos cuando esos trileros vestidos de luces se suban a la presidencia para ver cómo se da la faena. Nuestra faena.
Presidente Nacional de Nosotros-Partido de la Regeneración Social