Yo estuve allí
(Cuento de Navidad de mi libro editado en 2017 y distribuido por La casa del libro) ¡Ah!. ¡La víspera de Navidad! En la calle de la pequeña ciudad la alegría se asoma a los rostros que hoy son complacientes y sonrosados. No importa que las orejas y la nariz tengan que ir abrigadas con espesas bufandas, que las manos vayan embutidas en guantes y manoplas y los cuellos de los abrigos se confundan con los gorros de lana. Los ojos -entre el vaho que surge de las conversaciones- expresan simpatía y comprensión.
Los viandantes contemplan los escaparates repletos de dulces, de volatería, de regalos y se saludan unos a otros deseándose felicidad. Se dan abrazos y parabienes. Todo el mundo lleva bolsas y paquetes y visten su mejor gesto. Entran y salen de todo tipo de tiendas; de abacerías, pescaderías, confiterías, fruterías… Hasta los más adustos guardias municipales, algún estirado comerciante y funcionarios curialescos, prodigan cariños y zalamerías sin cuento. ¿Será posible?
Es la mañana de Nochebuena y ha salido un día espléndido, hace bueno. De buen invierno, claro. Reina el frio y el sol hace brillar la nieve, cantan los pajaritos y las palomas arrullan, pero todos con sordina, un poco roncos y un par de tonos por debajo de lo normal.
Ya hay actividad en la cocina. La joven madre –aun en bata- va con cuidado porque sabe muy bien lo que están gozando los pequeños y le gusta que sea así. El padre se levantó muy temprano y se fue a trabajar cuando la luz era la de las farolas aburridas y mortecinas. No hay colegio desde ayer y los niños duermen plácidamente. Son bultos conscientes que laten bajo las mantas y se ven cabellos que emergen de las almohadas al desgaire.
Alguno se despereza muy despacito y se frota los ojos porque huele a café y a pan tostado. Gozan de la placentera inmunidad vacacional y el inmenso disfrute de saberse en franquía, sin apremios, prisas ni retrasos. Los ojos cerrados, los sueños mañaneros y el abandono cuando el sol se cuela por los contraventanos es algo excelso. No se puede resistir. Son gotas de placer, gotas de un elixir muy medido y alquitarado, tal que si las dosificara un avariento contrahecho, de esos de los cuentos navideños con juboncillo que tienen una nariz larga y ganchuda, cejas espesas y un gorrito de lana cuyo extremo les cae sobre un hombro.
Poco a poco van compareciendo los niños por la cocina y el comedor entre bostezos y roncos saludos. La madre abriga al que llega en pijama y va sirviendo el humeante café, la leche espumosa y las olorosas tostadas. Alguno se sirve cacao. La asistenta, Maruja, que es su única ayuda en los quehaceres domésticos tres días a la semana, no ha venido hoy porque se repliega a los suyos. Los mayorcitos echan una mano con los pequeños y todos saborean con lentitud la mañana más hermosa, untan las tostadas con mantequilla y confituras y se sirven de una fuente humeantes salchichas que huelen a gloria bendita.
Vuelven en sí y sonríen gozosos. Sobre una mesa auxiliar, junto al teléfono, entre periódicos se ven los vistosos almanaques de revistas infantiles que lucen motivos navideños y les conforta contemplarlos. Los han hojeado pero les queda la lectura detallada y minuciosa a la que dedicarán horas. Sobre el aparador brilla el lomo dorado de un enorme turrón de mazapán con frutas, recubierto de piñones tostados, que acaba de salir del horno. Lo miran con admiración por lo que significa. Hay envoltorios de confitería sobre el entredós que contienen frutas escarchadas, peladillas y turrones especiales que fueron llegando en la tarde anterior y botellas.
Jo, ¡qué hermoso es esto! La magia infantil de la víspera de la Navidad, nada menos, la viven a tope, les inunda y les empapa como si fuesen conscientes ya de su fugacidad, pese a la sensación de abundancia y eternidad que desprende. Es algo efímero que en letras gruesas y luminosas van a conservar siempre como un tesoro y les va a acompañar a lo largo de sus vidas.
La madre, Enriqueta -que no ha parado desde que madrugó a las siete- cuando ya han dado por cumplido el rito del desayuno familiar, se sienta con ellos a charlar de planes y asignar papeles. Todos escuchan atentos y alborozados. Están en Adviento y va a comenzar en esta casa, con el solsticio de invierno, la remembranza de la Navidad de Dios. La Nochebuena, y sucesivamente la Pascua de Navidad, los inocentes, el cambio de año la adoración de los Reyes Magos… tantas cosas bonitas, evocadoras y preñadas de sabor hogareño, recuerdo, emoción y esperanza. Hay que poner el belén y el abeto, y hay que engalanar la casa y preparar la cena de Nochebuena y la comida de Navidad.
En la cocina acompañarán a la madre la mayor, Enriqueta, que ya cuenta con once años y la más pequeña de las niñas, Martita que tiene siete. A los recados de compras de última hora -pan, mantequilla, huevos, nabos y algunas otras cosas- irán el mayor de los chicos, Alonso que tiene diez, la segunda de las niñas, Florita, que tiene ocho pero que es especialmente responsable y lleva el monedero y el pequeño de los chicos, Miguel con cinco, que no se soltará de la mano de ella, lo sabe la madre. Pasarán además por la parroquia de D. Gaudencio, a la vuelta y traerán musgo, acebo y ramas de pino.
Primero recogerán sus dormitorios, harán las camas, pasarán la aspiradora, se ducharán, se peinarán y se pondrán guapos y perfumados y los que van a salir, se abrigarán a modo. A primera hora de la tarde, todos juntos, los cinco, subirán al garaje del Espino y bajarán el tablero del belén y las cajas de las figuras, casitas, luces, espumillón, bolas de cristal y corchos que duermen en el sobrado. Si puede, el padre les acompañará.
Humean la olla y las cazuelas. El horno espera a dorar el gran pavo que la madre ha estado rellenando con castañas, cebolla frita, ciruelas, especias y otras crudités y la cocina está cálida y olorosa como corresponde. Hay una actividad fabril y festiva.
Entre voces alegres, risas e impaciencias se pone en marcha la pequeña tropa y todo se lleva a efecto como se ha programado. Enriqueta y Martita se revisten con sus mandilones de peto alto anudados al cuello y los que van a salir pasan la revista de la madre que ajusta las bufandas, les santigua y remete los gorros.
-¡No pierdas de vista a tus hermanos, le encomienda a Alonso, y vosotros no alejaros del jefe! les indica mientras les besa.
Ya es casi mediodía cuando salen a la calle y ha mejorado un poco la temperatura. En la acera se encuentran con sus amigos los del primero, que son otros tantos hermanos y que, más o menos, se corresponden en edades, sexos y afinidades. Van también de recados, así que se forma un grupo compacto que acude hacia el centro, al mercado de Navidad y a la plaza de los chopos. No faltarán brazos para acarrear paquetes y bolsas.
El grupo atraviesa un parquecillo engalanado de nieve y al llegar al otro lado pueden admirar los adornos urbanos -que ha decidido el consistorio de progreso haciendo gala de laicidad navideña- y que este año son eles y jotas combinadas con alguna eme, erres y uvedobles luminosas colgadas de cables que atraviesan las calles y que no les sugiere nada especial sino las cejas espesas y llamativas del alcalde al que su tío Remigio –que vendrá a cenar esta noche- llama “gilipollas” sin paliativos, cada vez que aparece en la prensa o se alude a él y dice que deberían abundar las “ges”, las “íes”, las “eles”, las “pes” y las “ollas”. También dice que deberían celebrar la natividad del niño Carlitos Marx por lo civil el cinco de mayo y que deberían renunciar a los festejos cristianos y dar ejemplo trabajando –por lo menos- en Navidad, pero que les gustan los langostinos y la jarana que se matan. Y les canta un villancico que dice:
“El niño Carlitos Marx,
no tiene cuna…
Su padre Heinrich,
que es un p… converso,
que le haga una.”
La madre les ha dicho que es masonería de pueblo, de perfil bajo, de la obediencia de Venta de Baños o de la Obispalía. Algo zapateril y ramplón, pero ellos no se pronuncian tan rotundamente sobre el origen y les importa más bien poco. Echan de menos otros adornos más tradicionales, pero ya se sabe… lo de los concejales de progreso y el Niño-Dios… it’s impossible. Se la tienen jurada. A Él seguro que todo eso “le zumba la pandereta” y nada más propio en estas fechas. Hasta los moriscos de la morería están contentos, bueno, las moras, porque son las únicas de uniforme. Ellos van sin chilaba, como los de Quijorna o Navalagamella y tirando a integraditos por lo de la manga riega y la interculturalidad.
A ellas no les pasan ni esto, como si fuesen las interesadas aprovechando que no están allí, en su siglo. Las femino-erótico-ecologistas del empoderamiento ya tienen bastante con meterse con las monjas católicas que las miran con misericordia y mesura. ¿Para qué se iban a meter en líos con otras “culturas”?… Rigor. Su padre, irónico, disculpa a los concejales y les ha dicho que lo hacen de buena fe los pobres, que les sale de dentro y con mucho fervor, que es lo que cuenta. Los niños sólo se fijan en los colores que coinciden con el verde y rojo del acebo y el dorado de las campanillas y están alegres de vivir la Navidad y no se plantean más.
Las caras se sofocan mientras caminan y asoman los ojos, tras sus bufandas y sin parpadear, a los escaparates adornados como toda la vida, que es lo que mola, lo que les atrae y lo que vende. Sobre todo, contemplan los despliegues de las jugueterías y confiterías y admiran los puestos del mercado navideño donde se paran y se prendan de cuanto allí bulle, lo de siempre, figuras de belén, casitas, adornos para los árboles, pelucas de colores, cuernecitos de reno, gorritos rojos ribeteados de blanco y objetos de broma y cuchufleta que entusiasman a todos.
En las jugueterías –qué cosa tan rara- los niños se extasían ante los coches, los camiones, los indios y las pistolas y las niñas ante las muñecas y sus ropillas, casi sin excepción. Todos púberes, los pobres, de buena fe y a mediosexar. Allí no ven letras de las que hay colgadas en la calle, ni las buscan. No deben tener mucha demanda. Las jugueterías y las confiterías son poco del progreso. Ya se sabe cómo es el vil capitalismo.
-¿Prohibirán esto?, comenta el pequeño Miguel compungido y desolado mientras señala los puestos.
-Pregúntaselo al tío Remigio, le contesta divertida su hermana Florita. Verás lo que te dice.
Poco a poco van aflojando los abrigamientos que traían de casa. El grupo cumple sus cometidos y a eso de la una y media están de vuelta. También han cargado con ramas de pino, de acebo y con el musgo que han logrado en el atrio la parroquia. Los pequeños se quedan haciendo un muñeco de nieve en el parquecito y los mayores suben las bolsas a casa. Cuando llega el padre a comer ya están todos sentados a la mesa. La madre la bendice y se charla de todo y muy especialmente de lo que han visto los niños por las calles y surgen ingenuos y alborozados comentarios de unos y de otros. Los padres no pueden por menos de reír y celebrar lo que escuchan. El padre anuncia que tío Remigio le llamó a media mañana y confirmó que estará sobre las siete y media en casa para cenar con ellos. Todos se alegran de tener un invitado así.
Remigio Meléndez Burguillos no es su tío carnal, ni mucho menos. Es un amigo de la infancia del padre, de toda la vida. Tiene su edad más o menos y siempre se han tratado como hermanos de sangre. Se quieren mucho y Remigio ejerce de tío tanto o más que los de verdad. Vivió siempre fuera de España y sólo venía en verano unos cuantos días mientras vivieron sus padres y cada vez que lo hacía era una fiesta para los niños, no tanto por los regalos que traía, sino por lo que se divertían con él haciendo excursiones y celebrando meriendas comidas y cenas. Les contaba y les cuenta relatos tremendos y toda clase de historias inauditas y sabrosísimas y ellos ríen, se preocupan e inquieren según el desenlace.
Siempre tuvo novias de mucho calado porque tenía buen porte –desfilaba de batidor en su escuadrón de caballería cuando los campamentos de IPS- pero nunca llegó a casarse. La que más destacó fue una funambulísta húngara rubia platino con la que apareció en un Masserati Quattroporte Royale -que al parecer era de su marido- cuando la primera visita de Juan Pablo II a España, y que escandalizó mucho a la concurrencia por su forma de vestir tan “casual” y anatómica que la hacía protuberante cosa mala. Hay testimonios muy precisos y pormenorizados más propios de sala de despiece. También hubo una época, cuando jovencito, en la que se le vio mucho con la riquísima Petrita Verdejo, que era poco protuberante pero no menos sugestiva y de la que se contaban cosas muy hermosas, en la línea de Arturito Rimbaud:
“Noche de junio. Diecisiete años.
Se deja uno achispar:
es champaña la savia que sube a la cabeza.
Se divaga y se siente en los labios un beso
que palpita como un pequeño insecto…”
y otras más sórdidas, proteicas y especulativas.
Luego vinieron “los grandes expresos europeos” y no paraba nuestro héroe. Con los años Remigio perdió pelo y adelgazó mucho y es él quien dice que parece un raskayú. Cuando llega a la puerta y llama a su manera de modo que todos saben que es él, pone los ojos en blanco, deja caer la mandíbula, saca una chepa y una cojera absurdas, manotea, bracea y hace ruidos guturales propios de un espectro quasimódico y los niños que le abren gritan horrorizados, ríen nerviosos y corren por la casa montando un revuelo enloquecedor. ¡Este Remigio…!
Ahora vive en la ciudad, y se ha instalado en una buena mansión que le regenta una matrona muy hacendosa, y hay plan de casa. Allí celebrarán la merienda-cena de Reyes. Doña Claudia, que así se llama la buena de ella, cincuentona, es un ama de llaves pechugona y cariñosa que le lleva como a un hijo, le dobla los calcetines, plancha sus camisas, le guisa, le mima y se ríe mucho con las ocurrencias de Remigio que la embroma continuamente, pero que la agradece y retribuye cumplidamente todos sus desvelos. Antes era un estudioso de la latinidad ciceroniana y del General Pavía. Ahora está escribiendo un tratado sobre la interinidad burocrática y el borreguísmo funcionarial en los tiempos de Miguel Primo de Rivera y Dámaso Berenguer, y sobre la crisis del 29 que desembocó en la II República, la del 31, por lo que pasa muchas horas y días en la Biblioteca de la Universidad y en el Archivo de Simancas al que va a menudo a bañarse en los fondos borbónicos.
Es un tipo muy especial, muy leído, con las ideas muy claras y que no tiene pelos en la lengua. En su primerísima juventud llegó a ser muy amigo y joven colaborador de Dionisio Ridruejo Jiménez e incluso amanuense de Gonzalo Torrente Ballester en trabajos puntuales. Aunque no vivió la guerra civil, se la sabe de memoria en todas las direcciones posibles, ha investigado y sacado conclusiones muy fundamentadas y siempre se lamenta de no haber podido subirse al tren de la División Azul y habérselas habido entonces con el cantero Enrique Líster Forján, ascendido a General del ejército rojo por Stalin.
Mucho después, Remigio fue casi su amigo en los últimos diecisiete años que pasó aquel en Madrid, por las Vistillas, hasta su muerte en la camita el día de la Inmaculada de 1994, patrona de la gloriosa infantería española, habiendo visto la luz y caer desmoronado el desastroso sueño soviético y el vergonzoso muro de Berlín ante la beatífica y socarrona sonrisa del Papa. De él tuvo ocasión de oír elogios a las estrategias de Franco -a quien llegó a admirar sin duda pues se las midió con él- a sus previsiones e iniciativas logísticas luminosas y a sus resistencias decisivas para mover medios de un frente a otro en muy poco tiempo y machacarles y amargarles por la mano y sistemáticamente, cuando sacaban un poco de pecho en el Jarama, en Belchite, en Teruel, o en Brunete.
-Si Franco, le decía, hubiera militado con la República, el problema del alzamiento no hubiese excedido mucho a la revolución de Asturias del 34, y eso es lo que no le perdona ni le perdonará jamás ningún comunista mientras los haya, que los habrá, como las gripes, el olor a chotuno y el acné.
-Si, amigo, estos que son tan complacientes y comprensivos con la bestia llamada Stalin -Iósif Vissariónovich Dzhugashvilique- que se llevó por delante entre ejecuciones, purgas, gulags y hambrunas provocadas por él, de veinte a treinta millones de compatriotas. Sí, el compañero de seminario del después cardenal armenio Agagianian. ¡Ay, ay! De esto bien poco se ha ocupado el sionismo americano de Hollywood, ni el subvencionado y “académico” cine español. El tovarich del demonio tuvo el acierto de meterse sólo con el público en general, sin hacer distingos racistas, lo que parece ser una virtud muy atenuante para los bardenes, los llamazares y los anabelenes, que no entran al número que parece ser cosa prosaica.
Remigio odia la incultura, la mentira, el fraude político, la mediocridad lacerante y la indigencia mental de “los concejales y las concejalas” de cultura, ocurrencia y circunstancia. ¡Que no le saquen el tema! Por otra parte, cultiva la poesía biográfica y hace sonetos satíricos tipo Quevedo a personajes que se postulan temeraria y frívolamente, desde la desvergüenza más abyecta, para los grandes destinos sociales de liderazgo en un alarde de impudicia.
Pasadas las cuatro de la tarde los cinco hermanos, abrigados hasta las cejas porque ya comienza a caer el día y ha enfriado notablemente por el cierzo que sopla, emprenden la subida de la cuesta hacia el garaje del Espino. Hay poca gente por las calles y viene una leve nevisca muy propia de la época. Es un trastero-archivo frio y oscuro. Preparan cuidadosamente el traslado de las cajas y corchos que bajan del sobrado, atan entre ellas y suben sobre el tablero con las borriquillas que lo apoyarán. Después se colocan equilibradamente mayores y pequeños, niños y niñas y van caminando alegremente, despacio y con cuidado, parándose cada poco a recobrar fuerzas, ajustarse las bufandas, frotarse las manos y procurar la compensación de carga más adecuada.
Al llegar a casa con el deber cumplido, las narices coloradas y frías las manos pese a los guantes, ya ha comenzado la noche más larga y mágica del año y la madre les tiene preparado un chocolate espeso y una fuente de picatostes. Después se dispone, con la ayuda de los más pequeños, a montar el belén en el gran salón comedor, mientras los mayores con el padre, que trajo un enorme abeto, lo adornan en el hall. Por la casa, muy caliente y confortable, hay un exquisito aroma a chocolate y a pavo asado.
Cuando finalizan todas estas labores son las siete y llega la tía Teresa, hermana mayor de la madre, soltera y simpatiquísima, que viene de Asturias -donde vive y trabaja- y se quedará hasta reyes. Trae un montón de regalos y envoltorios y no se cansa de abrazar y elogiar a sus sobrinos que la quieren con locura. Es una espigada mujer muy guapa y de éxito, de unos cuarenta años, melena rubia, ojos muy expresivos de un azul intenso, erguidos y abundantes pechos, muy familiar, muy cercana y muy dicharachera. Todos elogian el belén y el árbol que han quedado impresionantes y perfuman la casa de olor a pino y a musgo y los pequeños dan los últimos toques y enchufan las luces arrastrándose bajo el gran tablero. La tía Teresa se ha enfundado en un mandilón que le llega hasta los tobillos y se pone a las órdenes de su hermana en la cocina, donde tiende a concentrarse todo el mundo y hay que dispersarlo. Allí se fuma, se ríe y se trabaja.
Se afana Teresa en preparar una deliciosa bechamel a una parte de la cual pone gambas y a otra, setas de cardo y que irá al horno dentro de unos hermosos volovanes que ha traído de Camilo de Blas, junto a una gran caja de carbayones y casadielles que ya reposa sobre el aparador al lado de otra enorme de bombones de Peñalba y un paquete de turrones de Verdú, de Cimadevilla. También ha traído un hermoso queso de Cabrales artesanal comprado en Arenas para su cuñado Amando que lo adora y al que al entregárselo le canta contoneándose, lo de “Amando mío” de Gilda.
Él, en pago a su detalle la abraza efusivo y le prepara un gin-tonic de Plymouth con mucho hielo, rodajas de lima y de pepino y dos gotas de Angostura. Arrima unos platillos con saladillas y avellanas y hace tostadas para montar canapés de queso. Teresa, mientras lo trasiega con placer, emprende una salsa agridulce para el pavo, con nata, mermelada de higos, vino de moscatel, cebolla estofada, vinagre de Módena y pimienta blanca.
A las ocho de la tarde, cuando está la cocina repleta de gente, unos cocinando y otros alrededor de la gran mesa central, se escucha el timbre de la puerta y después el vocinglerío, los gritos, carreras y risas de los más pequeños que estaban en sus dormitorios y aparecen en la cocina con el tío Remigio casi en volandas. Viene con bolsas, paquetes y botellas que le ayudan a llevar y pone sobre la mesa un envoltorio que contiene una gran merluza para la comida de Navidad. Hay besos y abrazos muy sinceros. El alborozo se adueña de todos. Son conscientes de lo que celebran y están en ello.
Quien se asome a los cristales escarchados de un balcón de la sala, puede contemplar la calle desértica y sólo algún borrachín atravesando la calzada con una botella en el bolsillo del abrigo, el sombrero ladeado y haciendo eses. Mientras, las ventanas y terrazas de las casas vecinas brillan iluminadas. Los niños, que son los protagonistas de la noche, están contentos, bullen, juegan y se fijan en todo y acumulan en sus cabecitas las vivencias de la Noche Santa y la sagrada tradición, sin que los mayores apenas lo adviertan.
En el viejo reloj conventual del vestíbulo dan las ocho y media. Cuando la madre abre el horno hay una exclamación general ante el aroma que exhala el pavo y el dorado que ha adquirido durante más de cuatro horas. Teresa recoge con un cacillo parte del jugo que ha destilado y lo añade a la salsa, rectificando de sal. Es hora de disponer la mesa y los mayores, Enriqueta, Alonso, y Florita se encargan de extender el mejor mantel, colocar los preciosos platos de la vajilla de la abuela, la cubertería de plata y la cristalería fina. La madre echa un ojo a la tarea, prepara el pan, las jarras de agua y descorcha las botellas de vino que ha traído Remigio y todos se retiran a arreglarse y ponerse guapos para la ceremonia de la celebración por excelencia. La cena se celebrará a las nueve y media.
Ha dado la media, ya está todo el mundo ante la mesa que preside la madre, Enriqueta, en una cabecera. Se ha puesto su mejor traje de fiesta negro con tirantes, que resalta su belleza madura e inquietante. Sus cabellos rubios obscuros, recogidos en un moño bajo sujeto con peinecillos de carey, dejan ver un cuello fino, terso y perfumado. Luce sus favorecedores pendientes -de pedida- de zafiros y brillantes.
Teresa, mucho más atrevida y a su estilo, con sus largos cabellos rubios ceniza sueltos en sedosa melena sobre los hombros, lleva un precioso conjunto de falda negra abierta por un lado, a lo tanguista, sobre medias también negras transparentes y blusa de gasa granate sin mangas, finísima y escotada que resalta sus brazos y sus rotundos pechos sobre los que brillan las perlas rosadas de un espeso collar. Las dos hermanas son realmente guapas, espléndidas, tienen los ojos azules intensos y expresivos, rasgos muy correctos y piel muy blanca.
Armando, que ya está canoso pero conserva su largo pelo, se ha puesto a tono con Remigio, se ha encorbatado y viste un traje gris cruzado de raya diplomática. Se ha sentado en la cabecera opuesta a su mujer. Teresa, en el centro, a la derecha de su cuñado y Remigio frente a ella, la mira, la pondera sin recato, y la dice cosas bonitas. Las niñas a los lados de su tía, visten sus mejores galas y se han adornado los cabellos con lazos muy festivos y los niños, a los lados de Remigio, visten chaqueta azul y corbata de punto.
Todos rezan con fervor la oración de bendición que pronuncia la madre. Hoy es más historiada y hace alusión a la fecha que celebran. Hay una gruesa vela roja encendida en mitad de la mesa que han rodeado con una corona de acebo.
Las niñas se ocupan de servir un consomé y después las fuentes con los gigantescos volovanes tapados. Los chicos sirven el pan, el agua y escancian el vino a los mayores. Todo sin alharacas, ni voces, y sin que haya nunca más de dos levantados a la vez. Tras los primeros compases, la cena se va animando y Remigio toma la iniciativa para celebrar la belleza de las mujeres, la cordialidad y compostura de los niños, lo rico que está todo y levanta una copa para brindar por la Navidad y la familia de esta santa casa, la de su querido amigo del alma, Armando, a quien mira con un cariño y una emoción muy especiales como corresponde a su vieja amistad. Al pausado ritmo de la cena se rememoran las navidades de antaño, se evoca a los que se han ido dejando una huella indeleble, y se relatan anécdotas y recuerdos, unos alegres y desenfadados con los que todos ríen, y otros muy tristes y nostálgicos que hacen humedecer los ojos de los mayores. Prevalece lo festivo.
Remigio relata como tuvo ayer mismo un encuentro casual con el delegado del gobierno.
-El tal Doadrio Melgarejo Munilla, sentencia Armando con sorna, mientras da cuenta de un hermoso trozo de volován de gambas y elogia complacido a su cuñada que lo agradece y sonríe feliz.
-Este pájaro cada vez se parece más a Miguel Cerulario salido de un iconostasio o de un servicio de caballeros -como estreñido y quejoso- prosigue Remigio, y tiene a bien dárselas de agnóstico. Me dijo que a él esto de la Navidad, que no. Que prefiere Acapulco, las saturnales dionisíacas, y tal y tal… y que si llega a presidente que la suprime. Me interesé por su madre que está fatal y no lo hice por su padre por no sembrar la duda y las suspicacias, vamos. Ya se sabe cómo son estos angelitos y por qué herida respiran… Me ahorré la felicitación ¿para qué? A él no le contaría, ni se me ocurriría hacerlo nunca, lo que os voy a relatar esta noche. Vuestro padre sabe algo de mis viajes astrales y de mis experiencias extracorpóreas, pero vais a poder comprobar que os digo la verdad. Yo he sido muy malo, mejor, muy tarambana. Pero el dedo de Dios me ha tocado en el corazón hace tiempo, me ha permitido ver cosas increíbles y mi agradecimiento es infinito. ¿Cómo explicaros? ¿Quién me sirve otra copa?
-Fue hace muchos años, en la primera Navidad que pasé fuera de casa, en Paris concretamente, y en la misa de gallo de Nôtre Dame. Sabía lo que le ocurrió al diplomático y académico Paul Claudel –del círculo de Mallarmé- en el mismo lugar y ceremonia, pero en 1886, con dieciocho años, al son del Magnificat y que fue tan fuerte, tan fuerte, que quiso meterse benedictino. Yo, la verdad, era un poco escéptico, más maduro y si estaba allí, ante aquel Sagrario era porque me cogía de paso, y porque mi amiga Nicole tenía un gripazo, moqueaba, y se había refugiado con sus padres.
Era un espectáculo genial, multitudinario, y aromático. Digno de verse y sentirse. Yo vivía en Saint Germain y había venido paseando desde Rivoli donde cené disfrutando de mi soledad, mi independencia y la belleza tranquila de aquellas calles sólo frecuentada por quienes acudían a la misa. Matrimonios, niños, personas mayores, todos muy abrigados… y amenazaba nieve. Así que no lo pensé, me acorde de los consejos de mi abuela Celestina y entré. No me arrepentí. Había calidez, armonía, compañía y cánticos deliciosos. Se respiraba amor y eternidad, si eternidad. Se lo que os digo porque me llamó la atención esa sensación muy especialmente. Notaba que se me recibía y que se me quería y colmaba. ¿Quién?
Remigio hace un silencio muy retórico y significativo al ver que viene el pavo humeante, soberbio y majestuoso, en una enorme fuente de plata con asas, junto a la salsera, sobre un carrito que empujan las dos mayorcitas exultantes de gozo al ver las caras con que es recibido. Lo trincha la anfitriona con parsimonia y van pasando los platos sobre los que sirve piezas generosas, relleno y una ensalada de menudas y apetecibles pamplinas, y hacen circular la salsera repleta de la que se va sirviendo cada uno. Hay un ambiente festivo y pascual. No tardan en hacerse oír los elogios y admiraciones. Algunos de los niños dicen:
-Venga, sigue tío, no pares.
-Pues bien, queridos, algo me saltaba en el pecho de emoción y de agradecimiento, proseguía Remigio dando una entonación más solemne que la traída hasta el momento.
-Allí, unas veces de pie y otras sentado, escuché la misa, la homilía y hubiera querido continuar hasta que amaneciese. Pero llegó el fin. Adoramos al Niño y salimos a la plaza que estaba blanca e impoluta, cubierta por un palmo de nieve. Paris recién nevado es digno de verse. Me fui directo a mi apartamento, puse música navideña y me di un baño caliente. Concretamente escuché el Geistiliches Wiegenlied, de Brahms. Es una música preciosa, dulcísima. Garrapateadla en google y la escucháis. La compuso este genio sobre una letra que el poeta Emanuel von Geibel hizo allá por el XIX, adaptando el famoso villancico de Lope de Vega:
“Pues andáis en las palmas,
ángeles santos,
que se duerme mi Niño,
tened los ramos.”
-Y que en alemán suena tal que así:
Die ihr schwebet
Um diese Palmen
In Nacht und Wind,
Ihr heilgen Engel
Stillet die Wipfel!
Es schlummert mein Kind
-Algo me andaba por dentro. Me tomé una copa de champagne para festejar y brindar la Pascua y me acosté y me dormí más bien feliz.
-No puedo asegurar como ni cuando ocurrió, pero ocurrió aquella madrugada tal y como os lo cuento. Yo estuve allí. En Belén. Al pronto me vi ante un portal, una cuadra ruinosa, en un descampado frío y desapacible, pero de uno de los pesebres que quedaban en pie emanaba calor y amor, perfume y paz, y algo que sólo se puede llamar gracia, a raudales que nos envolvía en muchos metros a la redonda, como un poderoso manadero. Junto a mí, en torno a aquel prodigio, pastores, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres cualesquiera, vestidos de cualquier manera y sin embargo todos bellos, guapos y elegantes.
Todos arrobados, alborozados, sonrientes y arrodillados o en pie, con la cabeza inclinada. Había pollos, gallinas, corderos, ovejas, cochinillos, perros, gatos y ratones, todos quietos, mirando hacia el mismo punto, limpios y atusados, callados, admirados, en adoración. Una mula enorme y un buey espectacular –de largas crines sedosas y perfumadas ambos- tumbados junto al pesebrillo se mostraban cual dos leones guardianes impertérritos y orgullosos.
Una jovencísima doncella, bellísima, transparente, como no he visto nunca nada igual ni pudiera imaginar, silenciosa y plena de gracia, eternidad y amor sonreía feliz, sentada sobre una banqueta tocinera, junto al pesebre. Su cara estaba iluminaba de un resplandor singular -muy singular- que salía de él. Junto a ella, de pie, contemplando el prodigio, un patriarca esbelto, de rasgos hermosísimos y elegantes, con el gesto más bondadoso que imaginar se pueda. Aquello era real pero no podía concebirlo. No había tiempo, ni temperatura, ni gravedad. Nada. Sólo gozo, un gran gozo y una plenitud de paz que nos mantenía quietos, estáticos, flotantes.
Se oía cantar con una inmensa dulzura algo como una nana melodiosa y sugestiva que nos hacía vibrar felices. En las proximidades había unos personajes bellos y fuertes, poderosos, que sonreían y contagiaban quietud y seguridad y pregonaban a Dios entre nosotros. En las vigas que iluminaba aquel resplandor, se veían formaciones de moscas, pulgas, grillos, saltamontes, cucarachas, hormigas y otros insectos y arañas formando hileras y escuadrones, quietos, silenciosos y felices también.
-Si hay algo que Dios no puede, pensé, es dejar de ser Dios. Por más que se empeñe sus criaturas inocentes le reconocen, le adoran, le hacen calle.
El silencio en la mesa era sepulcral. Acodados todos, escuchaban embelesados. Habían terminado de honrar al pavo y nadie se movía ni preguntaba por el postre.
-Algo parecido se barruntaba Harry Belafonte que decía en aquel calipso sobre el Eden, de 1956:
No strife, no storm, no animosity.
-Cuando aquella hermosísima mujer tomó al pequeño niño, desnudo, en sus brazos y le aproximó una cucharilla con agua de miel, Él sonrió feliz, y todos cuantos estábamos allí nos emocionamos y emitimos un ¡ohhhh! suave y prolongado y todas las criaturas se conmovieron y se agitaron un poco. Se oyó el débil balido de un corderillo y el pequeño Dios volvió a sonreír. Tomó el agua con avidez y sonrió de nuevo. Todos hicimos lo mismo. Cuando la Virgen le volvió boca abajo suavemente no pude por menos de pensar que íbamos a asistir a la limpieza del trasero del Altísimo. Sólo fue para que echase el airecito, como hizo. Luego cerró los ojos y se durmió.
Al volver la vista en torno mío, encontré algunas caras conocidas, caras que había visto –seguro- en Balaclava cuando la carga de la Brigada ligera de Lord Lucan en 1854. Caras que había visto en Clavijo en el 844 cuando Santiago ascendió a matamoros. ¿Sería alguno de ellos Ramiro I de Asturias? También estaban los generales de Napoleón, Kellerman y Desaix, los de Marengo en 1800, los reconocí sin apelación posible. ¿Por qué iba yo a reconocer al paduano Tito Livio entre aquellas personas cuando se encontraron nuestras miradas? ¿Por su pelito rizado?
Al fin, él era un contemporáneo cuando nació Cristo y ya contaba con 59 años, y era un buen amigo de Octavio Augusto, el ahijado y heredero de Julio César, y gobernante del mundo en aquel momento, desde el año 27 a de C. al año 14, el “tristissimus hominum”, según le llamaba Plinio. Su Pax duró casi dos siglos que no fue ninguna tontería. Pero Livius Patavinus, Titus para los amigos, estaba allí presente y no me era desconocido, sabía que era él y sin duda sería mi recuerdo de Marengo o de Crimea. De donde me sonaba. Qué más da.
Éramos gentes de buena voluntad. Dios ha dispuesto un colectivo de testigos a lo largo y ancho de la historia, pensé. No sé. Gente de primera como Tito, de segunda como tantos, y mindundis como yo. Él sabe lo que hace y por qué. Sin duda estábamos en el año 753 de la era romana –ab urbe condita se decía según el propio Tito Livio- y en el cero, de la era cristiana, por lo que Cristo parece ser que nacía antes de Cristo por culpa, según dicen, de Dionisio el Exiguo, el matemático monje escita, enano, del siglo V que inventó lo del anno dómini, la era cristiana, y se olvidó del año cero. Vete a saber.
-Pues bien, queridos… Por cierto, ¿qué pasa con el vino y con los postres? ¿Qué hay de la intendencia? ¿Es que no se celebra la Nochebuena aquí? ¿No se cantan villancicos? ¿No hay turrones? ¿Me habré equivocado de casa? ¿No hay puros? ¿No hay café? ¿Y las copas? ¿Os he dormido? ¿Qué va a ser de mí? ¡Ay, Dios mío! Y tapaba su cara con ambas manos en plan teatral, meciendo el cuerpo.
Todos sacudieron la cabeza, se frotaron los ojos, sonrieron y se pusieron en marcha como resortes. En un santiamén había cambiado todo sobre el mantel, habían desaparecido los platos y cubiertos sucios y brillaban los dulces, las tazas, las copas, las botellas, los turrones… el café y los puros y todos cantaban el Noche de Paz en torno a un Niño Jesús en su cuna de palitos que había colocado el pequeño en mitad de la mesa.