Se nos están muriendo los cromos
Lo sé. La curva desciende. O no. Las muertes siguen siendo un afilado cuchillo, el confinamiento circula con luces largas y los desbarajustes en la gestión desaniman a cualquier observador de la realidad. Los ancianos de España, la mejor generación de los españoles vivos, tienen la convicción de que son víctimas de una elección selectiva. Llegan aviones con material, unos valen y otros no.
Los «aprovechateguis» trufados en el Gobierno sueltan venenosos vídeos de carácter repugnante, los profesionales del Agitprop echan horas y horas para desenterrar gestos pasados a los que reprochar las carencias de hogaño y las víctimas, los muertos, son sorprendentemente invisibles para la mayoría, excepción hecha de sus familiares. La tragedia tiene nombres y apellidos. En los centros hospitalarios tienen que decidir a quién se le conecta a un respirador y a quién no, cuestión para la cual no estábamos preparados. Es una tragedia de dimensiones insoportables.
Sé todo lo anterior como lo saben todos los que escriben a diario acerca de este relato tremebundo de la España de hoy, esa que asiste perpleja a una crisis para la que no estaba preparada, como no lo estaba Italia, o Nueva York, o Francia, o Alemania, con las debidas distancias entre cada caso. Se nos está muriendo gente que no estaba destinada a desaparecer ante la impotencia de quienes hemos creído que nos enfrentábamos a una gripe complicada. Y también muere gente que, ajena a los virus, forma parte de nuestra vida acumulada: nuestros cromos, tal y como he leído por alguna parte, en una buena síntesis de la desaparición de individuos que han sido elementos de nuestra evolución como personas. Goyo Benito, el defensa central del Real Madrid de los setenta, ha fallecido como consecuencia de lo que se viene definiendo como una larga enfermedad. Y lo ha hecho joven, en atención a los que hoy se considera un anciano, que no lo es un tipo de setenta y tres años. Quién podría decir que aquel toro bravo del fútbol, símbolo de una forma de jugar al balón, iba a caer abatido por las decadencias de la vida el mismo día en que se cumplían años de la desaparición de Juan Gómez «Juanito», el gran ratón del área poseedor de un magnetismo inalcanzable.
Nunca fui madridista, antes al contrario, pero Benito representó una furia futbolística muy de su tiempo. Los defensas de entonces eran duros, casi salvajes si se compara con el fútbol de hoy, fieles seguidores de la máxima que decía que pasaba la pelota o el jugador, pero nunca los dos a la vez. Goyo tenía fama de «destroyer», pero no lo era más que otros colegas de diferentes equipos: recuerden la contundencia de Ovejero, de Panadero Díaz, de Eladio, de Aguirre Suárez o de Pedro Fernández (pregúntenle al gran Amancio). Era un fútbol gladiador en el que los delanteros sabían que se enfrentaban a un ejército de segadores de la hierba en el que la batalla se decidía en cada metro de césped: de esta raya hacia allí como yo, de esta hacia atrás comes tú, así que vamos a ver cómo nos apañamos. Los nombres de esos hombres que vestían una elástica como quien viste un uniforme de ejército, forman parte de nuestro cuadro de honor, de los pocos héroes que teníamos en aquel tiempo de cromos y leyendas. Goyo, como Capón, el lateral del Atlético recientemente desaparecido, fueran o no de nuestras filas, son héroes de unos años tal vez excesivamente idealizados en los que la gente que peinamos estas canas no disponíamos de tabletas ni de 4G.
Verles desaparecer en el silencio de enfermedades degenerativas nos hace entender el paso cruel del tiempo. Lloro su pérdida como la de tantos gladiadores de los años duros, sórdidos, secos, a los que no les glosa hoy ningún triste recuadro en la prensa.