El virus sigue ahí
No soy capaz de dilucidar si el estado de alarma debe seguir, pero sí me atrevo a respaldar las opiniones de expertos que aseguran que el confinamiento no puede ser levantado alegremente. Soy el primero en desear que todos salgamos a la calle, recuperar nuestra vida anterior y reactivar la economía aletargada que nos condena a un misterioso y nebuloso páramo de tragedia en el que las cuitas personales nos van a llevar a situaciones recientemente vividas una década atrás. Pero ahí afuera sigue el bicho y muchos son los que se comportan como si no pasase nada, como si estuviéramos inmunizados ante cualquier peligro. No lo estamos. Mañana o pasado puede rebrotar el contagio y podemos encontrarnos de nuevo ante la caótica situación que contemplamos en los días que parecen supuestamente superados. ¿Qué pretendo decir con eso?: que el equilibrio entre la actividad aletargada y el peligro de recaídas es muy inestable y cualquier error puede alterar los beneficios de la reactivación de la vida normal.
Se me antoja muy arriesgado que la Comunidad de Madrid, por ejemplo, pretenda adelantar fases como si su situación fuera como la de la provincia de Huelva. Se me antoja muy riesgoso que en diversos escenarios se pretendan abrir playas, terrazas, mercadillos o aeropuertos sin tener en cuenta la irresponsabilidad de buena parte de la ciudadanía, esa que se abraza en las calles o celebra botellones como si estuviéramos en la fiesta final de muerte del virus.
El inconveniente es que apoyar el estado de alarma equivale a conceder a este Gobierno un salvoconducto para actuaciones indebidas, para que construya una suerte de autocracia muy del gusto de Sánchez. El Doctor Calamidad ha encontrado un salvavidas en el apoyo moderado de Inés Arrimadas: indudablemente no se lo merece, ni ahora ni dentro de quince días, pero ese oxígeno -avalado por la abstención de PP- tiene difícil corrección a la contra.
La foto fija de la política es muy efímera. La política es puro movimiento y lo que hoy es un acierto puede ser un error garrafal mañana. Sánchez, posiblemente para nuestra desgracia, es el piloto de la nave y no se atisba posibilidad alguna de que esa situación pueda cambiar. Él solo negocia a palos y su única obsesión es neutralizar al Partido Popular. Independientemente de ello, el gesto de Ciudadanos podría haberse ceñido a la abstención -con lo que la votación habría obtenido plácet- e Inés no se habría arriesgado a que hoy muchos de sus votantes le afearan el gesto de identificarse con un gobierno en el que, además del Dr. Fraude, también está Podemos. Cosa por la que recibe elogios envenenados de sus adversarios y por la que, también, puede arrepentirse dentro de poco. A no ser que la estrategia sea otra: intentar deshacer la mayoría Frankenstein y convertirse en el salvavidas de la España moderada, lo cual conociendo a Sánchez parece imposible: su querencia es la de pactar con lo indeseable, tal vez por identificación personal con todo lo execrable de la política española. La situación es ideal para él: gobierna con sus excrecencias y cuando las cosas se ponen feas esconde a Iglesias y busca el socorro de una parte del centro-derecha que quiere buscar un espacio propio después de la debacle de las últimas elecciones. Con todo, no olviden que lo trascendental no es la política, es el virus. Y sigue ahí.
Este se ha vendido o se ha “acongojado”
Lo acongojó Omella.