AR.- Ignoro si será parte de la llamada guerra psicológica o, simplemente, se trata de aprovechar las consecuencias del pecado de Adán y Eva, la costumbre que tienen los serviles medios de comunicación de presentar las desgracias ajenas con gran profusión de imágenes y comentarios sectarios al objeto de convencer a la población autóctona de la bondad y capacidad de su propio gobierno. Ya no se trata pues de vencer y convencer por los propios méritos, sino de denigrar al vecino tratándolo como “escalera para subir o como felpudo para pisar blando”, como decía el fundador del Opus Dei.

Saqueos en la Quinta Avenida

Los disturbios desatados en las grandes ciudades estadounidenses -nada en las ciudades medianas o pequeñas o en los pueblitos de la América profunda-, provocados aparentemente por el abuso policial que causó la muerte a George Floyd mientras estaba bajo arresto, se ha convertido en la excusa perfecta para organizar masivas algaradas que degeneran indefectiblemente en saqueos, y atropellos a la propiedad y a las vidas de gentes inocentes. Da igual. Hay que derrocar al presidente Donald Trump como sea. No importa a qué precio. La humillación infligida a la depravada Hillary Clinton en las últimas elecciones presidenciales necesitaba de una cumplida venganza.

El actual inquilino de la Casa Blanca se ha convertido en un personaje demasiado incómodo para el stablishment internacional y la gobernanza global de Soros, Bill Gates y la patulea de Silicon Valley.

El humilde americano medio ha visto en Donald Trump al hombre dispuesto a liberarlos del yugo del corrompido poder del staff de Washington y así devolver a América la limpia grandeza con que la constituyeron sus padres fundadores: “Make America great again” Este es el grito que cual exorcismo pone furiosos a los corifeos del club de Bielderberg.

Las ricachonas élites demócratas no podían permitirse una nueva reelección de Trump. Estaban que trinaban por su firmeza en las negociaciones comerciales y políticas con sus competidores, por sus denuncias a las agencias internacionales de la ONU y por señalar a la OMS como una servil sucursal del Partido Comunista Chino… Y ha sido la circunstancia, tantas veces repetida, de un abuso policial la que ha abierto las puertas del infierno.

Resulta chocante que después de haber asistido en España, con la crisis del Covid, a una avalancha de abusos policiales, haya quien se rasgue hipócritamente sus vestiduras por lo que pasa en Estados Unidos. Hemos visto cómo las fuerzas de seguridad del Estado español reducían violentamente a ciclistas solitarios y a tranquilos paseantes que deambulaban por los montes. Han multado con desparpajo a pacíficos manifestantes que enarbolaban la bandera de la patria. Han violado el espacio sagrado de las iglesias que les ha venido en gana para interrumpir el culto católico y protestante. Se han comportado como la Gestapo, la stasi o la KGB, aduciendo siempre -¡pobres!- la obediencia debida. Y sólo en los Estados Unidos parecen haber abusos policiales…

Ahora, sin embargo, vemos a los gamberros -blancos y negros, que de todo hay- de Minneapolis, Atlanta, Nueva York y Washington DC agrediendo policías, quemando los coches patrulla, saqueando e incendiando comercios particulares y ¡quemando iglesias! y, desde aquí, lo contemplamos con la secreta satisfacción de pensar que se merecen todo lo que les pase.

Aquellos manifestantes que, delante de la Casa Blanca y violando el toque de queda, fueron dispersados por la policía, querían obstaculizar la visita de Donald Trump a la iglesia episcopal de St. John, atacada y quemada por los energúmenos del antifascismo que en España tan bien conocemos. Han sido presentados por los mass media como las víctimas de la brutalidad que desplegó la policía para que, finalmente, Donald Trump enseñara una biblia y se hiciera una sesión fotográfica en la puerta del templo.

Trump, con la Biblia en la mano, visita la iglesia quemada por los terroristas.

El hecho de que la iglesia fuese atacada y quemada por los manifestantes la noche anterior les importó muy poco, ni siquiera a los obispos americanos, callados como muertos. El enemigo a batir no es el racismo ni la intolerancia, sino Donald Trump. La hostilidad de los roji-pogres debe pues concentrarse sobre Donald Trump y la renovación que él representa, renovación que parece estar de sobra en este mundo globalizado, dominado por la izquierda radical del Partido Comunista Chino y las veleidades geopolíticas de Putin y de los que él cree sus aliados circunstanciales.