Golpistas de ayer y hoy
Hubo un tiempo en el que en las recepciones oficiales, actos institucionales y demás, los periodistas estábamos pendientes de cualquier gesto de aquellos que vestían uniforme y que, claramente, mostraban desafección, cuando no desaprobación, sobre el curso de las cosas. No había día sin bisbiseo de malestar, de grupos concretos o de apellidos más concretos aún. Los golpes, entonces, se temían ante cada paso que iban dando los gobiernos de la ucedé, y ante cada gesto o decreto que ampliaba libertades o que sentaba las bases de la democracia tan inevitable como imparable que se iba acomodando a la España de la Transición. Tanto fue así que más de una asonada fue interceptada, aunque fueran charlas de cafetería, y un intento organizado chapucero -pero peligrosamente- tomó cuerpo en el lejano 1981. Aquello ya sabemos cómo acabó, aunque aún tengamos dudas acerca del papel que jugaron determinados individuos.
Sabemos que la postura firme y serena del Jefe del Estado desmontó lo que, en cualquier caso, no podía salir bien, pero que sí podía saldarse con muchos más desórdenes. Aquella infección proporcionó anticuerpos organizativos suficientes para que, con la consiguiente depuración y renovación de los cuadros militares y su profesionalización internacional en el seno de la OTAN, el Ejército se transformara en una organización moderna y profesional que ha derivado en la ejemplar estructura que hoy encarna. A ningún gobierno desde entonces le ha tenido que preocupar la actuación de los hombres -y mujeres- que manejan armas y disciplina. Intachables. Ocasiones ha habido, incluso, en las que la teatralidad mezquina e interesada de algún ministro ha llevado a querer entrever ansias intervencionistas en alguna alocución absolutamente constitucional de algún general.
Ha tenido que configurarse un gobierno socialcomunista presidido por un embustero patológico y vicepresidido por un charlatán totalitario para que los sueños turbios del golpismo resuciten en España casi cuarenta años después del día en el que un teniente coronel entrara en el Parlamento dando voces y pegando tiros. Es una técnica perfectamente definida en los manuales de conocidos golpistas bolivarianos que tanto inspiran a algunos miembros de este Gobierno de opereta. El chavismo, sin ir más lejos, acusó de golpistas a los demócratas con el fin de poder maniobrar holgadamente en la consecución de su propio golpe. No hay como alarmar de un golpe imaginario para así poder estructurar el golpe propio. Con la excusa de la defensa de la democracia, el poder legislativo acaricia, y no solo acaricia, sus propios planes de asalto al Estado. Gobernar mediante absurdos estados de alarma, configurar estructuras legales mediante decretos leyes e hibernar en la medida de lo posible los resortes de control de los que la democracia más elemental dispone es una forma de asaltar los cielos.
Paralelamente hay que acusar de golpistas a todos aquellos que se empecinan en mantener los mecanismos de limitación y separación elemental de poderes que hacen de la gobernación un ejercicio decente y saneado. Hay que acusar a la oposición de golpista, sembrar insidias sobre el comportamiento de los funcionarios insobornables, acusar a los medios de comunicación desafectos de emboscados antidemócratas, señalar con nombre y apellidos a los que se niegan a subvertir la legalidad y, paralelamente, disimular sus acuerdos con los auténticos golpistas existentes en España, que son independentistas catalanes condenados por ello. A cambio de sus votos anuncian plataformas de negociación con quienes aseguran volver a intentar la asonada que pusieron en marcha hace un par de años.
Ese golpismo no lo detectan, pero el golpismo supuesto de los demócratas lo vocean a diario. Si esta pareja calamitosa quiere encontrar golpistas ya sabe donde tiene que buscar. Son sus socios. Que es una forma de que también lo sean ellos.
¿Y éste quién es?. Un subvencionado por los que marcan la “x” en la declaración de la renta.