Globalismo y patriotismo en tiempos de pandemia
Por Agustín Laje.- En la Política de Aristóteles, el desarrollo que lleva a la formación de una comunidad política se da con arreglo a la constitución previa de otras formas más elementales de comunidad humana: la familia como relación conyugal; la casa como relación señor-siervo; la aldea como relación de parentesco entre varias familias; y finalmente, la comunidad política, la polis, como reunión de diferentes aldeas.
Alrededor de veinticuatro siglos más tarde, Marshall McLuhan caracterizaba el mundo actual como una “aldea global”. La imagen que lograba evocar era ciertamente impactante: la inmensidad del mundo se había reducido a esa miniatura comunal que ya se concebía diminuta en el siglo de Aristóteles. Pero el mundo, en rigor, no se ha achicado, sino más bien nosotros lo hemos achicado. No son las distancias, objetivamente medidas, lo que se estrecha en la “aldea global”, sino la capacidad de recorrerlas en tiempos estrechados. Nuestras tecnologías de transporte se masifican, y prometen la vuelta al mundo no en 80 días, como la novela de Julio Verne, sino en apenas un puñado de horas. Las tecnologías digitales de comunicación hacen realidad la inmediatez, esa medida de tiempo inefable, que en algo así como un abrir y cerrar de ojos, ya ha recorrido de cabo a rabo el planeta entero y más. Si según Heidegger “el espacio contiene tiempo comprimido”, hoy podemos decir que la inmediatez termina aniquilando al espacio como tal.
El mundo, en verdad, no ha cambiado sus medidas. Todo lo que se ha transformado es nuestra subjetividad sobre las medidas del mundo: es decir, cómo vivimos y experimentamos el tamaño de lo que antes era una inmensidad tan inasible como extraña. McLuhan logra representar esta idea en aquello de la “aldea global”, pero se equivoca en algo fundamental: en las aldeas, como enseñaba Aristóteles, los lazos comunitarios, fundados en el parentesco, son por ello extremadamente sólidos: las personas comparten una misma lengua, mismas costumbres, una historia común, enraizada en un mismo origen. En una palabra: comparten un mismo modo de concebir la vida. El mundo vuelto miniatura de McLuhan no tiene la forma de la aldea, porque entre sus habitantes no hay, en rigor de verdad, más que relaciones líquidas, intercambios económicos y, cuando mucho, turísticos, que es lo mismo. No hay nada como una visión en común de la vida (el 11-S está a la vuelta de la esquina), por más que todas esas lenguas, todos esos colores, todas esas religiones, todas esas etnias, posen para la foto en las exclusivas reuniones de la ONU, a la que los pueblos, desde luego, no asisten.
El globalismo es la ideología de un proyecto geopolítico. Es la ideología igualitaria que nos conduce a comprender el mundo como aldea; ideología que pretende la forma política de la aldea para un mundo en el que, no obstante, reina la diferencia. Trataré de hacerlo más claro: el globalismo es la ideología que hace del globo un territorio político único sobre el cual se demanda, por lo mismo, un gobierno capaz de dominar su destino. Tal es su proyecto geopolítico de fondo.
La pandemia configura un escenario que puede reforzar a la ideología globalista. Quizás se puede ser incluso más categórico: la pandemia es el sueño globalista. Después de todo, ¿qué significa “pandemia” si no “pan”, o sea, “todo”, y “demos”, o sea “pueblo”? La pandemia es la “reunión de todo un pueblo”. La peste pandémica es la que recorre a todos los pueblos por igual, que por ese motivo se hacen iguales entre sí: se vuelven uno. Las realidades individuales, familiares, locales, nacionales, se identifican en una misma masa global, y quedan subsumidas en ella: colectivismo de todos los colectivismos.
La pandemia podría interpretarse, en definitiva, como esa situación límite en la que la aldea reclama por fin un monarca, capaz de garantizar un único orden. El principio de la monarquía después de todo, según Aristóteles, es característico de la aldea. Intentaré, una vez más, ser más claro: si nuestro comercio ya se ha globalizado, si nuestra cultura ya se ha (supuestamente) globalizado, ¿no habrá llegado el tiempo de globalizar también nuestra política? ¿No necesitaremos una autoridad globalmente centralizada capaz de establecer un único orden en ese territorio que se ha vuelto un uno en sus relaciones económicas y culturales? La pandemia, dirá el globalista, es la prueba más cabal de que necesitamos autoridades globales cuya soberanía sea, en todos los sentidos, superior a la soberanía de esas viejas formas políticas propias de tiempos pasados, que llamamos “Estado-nación”.
La forma política de la “aldea global” está anticipada en modelos como la ONU, la OMS, el Banco Mundial, y otros contubernios internacionales de este tipo. Su principio político es el del despotismo ilustrado, solo que territorialmente ilimitado. En efecto, las organizaciones internacionales no son otra cosa que cajas negras de poder, a la que los pueblos no acceden, no controlan, pero sí financian (sin saberlo); cajas negras cuyos mecanismos de representación son una parodia cuya legitimidad, en última instancia, descansa por ello no tanto en la representación, sino en el conocimiento de los presuntos “expertos” que allí trabajan y gobiernan: gobierno de los expertos, despotismo ilustrado territorialmente ilimitado. ¿Y no hemos resuelto ya entregar nuestra libertad a los expertos de pandemias acaso?
En el año 2000 se publicaba uno de esos libros que marcan durante años a la izquierda, su comprensión política del mundo y su estrategia. Me refiero a Imperio de Antonio Negri y Michael Hardt. El “imperio” no es el “imperialismo” que denunciaban marxistas clásicos de la talla de Lenin o Rosa Luxemburgo. El imperio es la forma de un nuevo orden mundial, que se está construyendo ahora mismo, que excede por entero el poder de los Estados. Allí donde el “imperialismo” se pensaba en términos de un centro de poder y una periferia bajo dominación, el imperio carece de todo centro y se caracteriza, en todo caso, por derribar fronteras y límites: su lógica no es la exclusión, sino la absorción; su lógica es el no-límite. Allí donde el imperialismo uniformizaba definiendo al sí mismo en función del otro, el imperio alienta la hibridación: su lógica no es binaria, sino multicultural. Allí donde el imperialismo expandía el dominio de determinados Estados-nación conforme la guerra y la conquista, el imperio se desarrolla conforme un esquema de poder en red que no está fijo en ningún lado y a la vez está en todo lugar: su lógica es la de un espacio que está siempre abierto y que engendra, por añadidura, una nueva noción de soberanía tan difusa como totalizante. Allí donde la expansión del imperialismo carecía de una legalidad internacional que sustentara jurídicamente sus pretensiones más sórdidas, la del imperio está respaldada por un derecho internacional puesto a su entero servicio y acompañada por elefantiásicas organizaciones internacionales que hacen de la soberanía estatal moderna una cosa de otros tiempos.
La crítica de Hardt y Negri hizo historia, pero ya es parte de la historia pasada. Hoy gran parte de la izquierda no ve en el “imperio”, o aquí diríamos el “globalismo”, un peligro, sino más bien una oportunidad. Ya no hay que apelar a ninguna “multitud” para derribar el “imperio”, sino al contrario: hay que fortalecerlo. Hoy la izquierda es lo que leemos, por ejemplo, en Sopa de Wuhan, ese compilado de escritos en tiempos de pandemia de los filósofos izquierdistas más representativos actualmente, hoy encantados con la idea de estructuras de poder global hegemonizadas por “expertos”.
Slavoj Žižek dice allí, por ejemplo: “quizás otro virus ideológico, y mucho más beneficioso, se propagará y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”. Su modelo es el de la ONU, OMS y similares, y reclama que “dichas organizaciones deberían tener más poder ejecutivo”, en el sentido de que “puedan controlar y regular la economía, así como limitar la soberanía de los estados nacionales”. Alain Badiou, por sumar otro ejemplo, también concibe allí la necesidad de estructuras políticas por encima del Estado, controladas por comunistas, claro: “hay que aprovechar el interludio epidémico, e incluso, el confinamiento, para trabajar en nuevas figuras de la política, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo, después de aquella brillante de su invención, y de aquella, interesante pero finalmente vencida de su experimentación estatal”. La tercera etapa es, seamos directos, supraestatal.
La izquierda, aliada con otro tipo de intereses, ha encontrado que en ese “imperio” difuso, centralizar el poder hoy es posible, y que tal vez sea la forma, además, de tomarlo. Tantas décadas de fracasos electorales estrepitosos; tantas décadas de indiferencia obrera; tantos años de revoluciones de cartón que no hacen ni cosquillas al poder, protagonizadas por mujeres con axilas peludas por un lado, y por “mujeres con pene” por el otro. Tantos años de ilusiones maltrechas y manotazos de ahogado. No es extraño, pues, que la posibilidad de un despotismo ilustrado territorialmente ilimitado excite los ánimos políticos de la izquierda: ¿quién más tendría derecho a gobernar el mundo en una situación semejante, si no ellos mismos, herederos de las luces, benditos “sabelotodo”, dueños de todo conocer? ¿Y no han ocupado ya efectivamente en gran medida el poder de esas cajas negras que llamamos Organizaciones Internacionales, en su calidad de “expertos”? De lo que se trata, ahora, es de extender al máximo posible el poder de estas estructuras.
Pero si el globalismo entraña la negación radical del derecho soberano de las naciones, el patriotismo se pone de pie dispuesto a presentar combate. Trump representa esta esquina del ring, y el desfinanciamiento de la OMS ha sido el inicio de una contraofensiva nacional.
La nación es una fuerza cultural vinculante que entraña la capacidad de contener a todos los nacionales de un territorio bajo una común identidad de mínima. La conformación del Estado moderno está directamente ligada a la noción de nación, en la medida en que demandó la unidad de una identidad colectiva de la que emanaran nuevas lealtades, distintas de las del orden feudal. Esa identidad colectiva que supone la nación está constituida, en principio, por elementos culturales de mínima: un lenguaje común, símbolos en común (bandera, himno, escarapela), una historia común, y en algunos casos, una religión en común. En estos elementos, los nacionales se reconocen. “Nación” y “pueblo” son los fundamentos de la legitimidad democrática occidental. “El principio de toda Soberanía reside esencialmente en la Nación” decía el artículo 3 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. “La Constitución es la ley suprema del país, la ley fundamental de la nación” dice el Prefacio de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. “Nosotros, el Pueblo”, empieza diciendo, con P mayúscula, la Constitución de los Estados Unidos (¿dirán “¡populismo!”, acaso, aquellos que no saben pronunciar en política palabra distinta que esa?). Pueden o no gustar estos documentos, pero no puede negarse que sean casi fundacionales de nuestros sistemas políticos occidentales modernos.
La nación fue concebida como la identidad cultural de un pueblo y, al mismo tiempo, como el sujeto y el objeto del poder del Estado. Allí donde esta identidad se conjugó con la vitalidad localista, el federalismo y un espíritu comunitario y asociativo vigoroso, la libertad fue posible. Tocqueville dio sobrada cuenta de ello al analizar la democracia norteamericana. El patriotismo hoy puede definirse como la reivindicación de esa identidad que reclama soberanía, independencia, libertad.
La llamada “gobernanza global” es una forma política sin pueblo y sin nación, porque no existe tal cosa como el “pueblo global”. No existe identidad común, por más mínima que fuera, capaz de configurar un sujeto semejante. Pero al mismo tiempo, la “gobernanza global” es una política que se hace de todo el territorio existente: su soberanía no tiene límites geográficos. Lo que el globalismo pretende, por tanto, es el colectivismo más atroz jamás visto, bajo cuya amorfa masa nadie quede sin absorber: ni siquiera aquellos que lo combaten. Todo colectivismo, en efecto, levanta fronteras que delimitan sus propias capacidades políticas: feminismo, clasismo, racismo, y en su sentido negativo, nacionalismo. Toda identidad colectiva siempre se ha configurado a partir de la necesidad de un otro antitético. Pero el globalismo es un todos total, sin referencia externa, que por definición carece de fronteras y, por lo mismo, a todos recubre. Su mejor siervo es el hombre atomizado: su sujeto favorito es el “ciudadano del mundo” (ese que cree que sus fotos en Machu Picchu acreditan su ciudadanía global), felizmente entregado a ser gobernado por quienes no conoce ni puede controlar.
La contradicción política fundamental, que no incumbe ya a un partido o a un candidato, sino a la forma misma del gobierno, está planteada desde hacer rato. La pandemia ahora la ha acelerado. Patriotismo o globalismo. Habrá que escoger un bando.