Galicia, caminar con lo puesto
Vengo caminando por Galicia a lo largo de esta semana previa a las elecciones que habrán de decidir quién gobierna el noroeste de España los próximos cuatro años. Arranqué poco antes de que la frontera con Portugal fuese abierta. Los vecinos portugueses son vitales para esa zona Gallega cercana a la frontera establecida por el Miño entre Caminha y La Guardia, A Guarda en el lenguaje co-oficial que bautiza formalmente a las poblaciones. Infinidad de gallegos siguen llamando La Guardia a A Guarda, pero eso ciertamente no es un problema. O no parece serlo. El sur gallego tiene dependencia evidente de los amables portugueses que cruzan una y otra vez los márgenes difuminados de ambos territorios. Son buenos clientes y en esta parte de España se les tiene un merecido aprecio. El Camino Portugués por la Costa invita a un cierto paseo melancólico por el mar batido de los arrecifes donde el marisco se reproduce por ensalmo. Caminar desde La Guardia hasta Oya-Oia es un paseo brumoso o despejado, pero privilegiado, para darse de bruces con Santa María, el Císter besado por la mar; como caminar desde Bayona-Baiona hasta Vigo es un soleado relajo de playas eternas y catedrales de arena. La Galicia del sur, bendecida por tiempo más bonancible que la norteña, la de las Rías Altas, es una proliferación de arenales que invitan a la sensación de playas privativas, tan distintas a las del Levante peninsular o el sur andaluz. Me gusta pasear por esta Galicia callada, de mirada esquiva, de agrado y disimulo, de costumbres lentas y serenas, de peso del mar en la sangre, de respuestas escuetas, de sabiduría oculta, de gracia silenciosa, e ir alcanzando las arenas de Samil antes de entrar en Vigo, o las pesquerías que proliferan en esos ríos a la inversa que son las rías.
Me gusta tropezarme con ellas y con la ubicación de sus lugares legendarios. Allá Cambados, más acá Sanxenxo, El Grove o Rianxo. Rías que evocan nombres de bruma en la memoria: Arosa, Aldán, Muros y Noia. Caminar desde Vigo a Pontevedra es pasear por otras catedrales, en este caso verdes, senderos abrazados por arboledas envolventes y piedras musgosas, visualizar las Cíes a lo lejos, las bateas en cercanía, las barcas como sandalias del viento puestas a secar al sol, que escribió Ramón en una de sus greguerías. Descubrir esquinas de Pontevedra, piedra y uvas, claridad y misterio. Subir la ría y el Ulla como dicen que hizo el apóstol para llegar a Padrón y alcanzar Santiago en un último paseo. Derrumbarse ante el Pórtico de la Gloria y saborear cada calle en un largo abrazo de vino. Eso vengo haciendo en los años que preceden al presente, tiempo en el que se hace cierta una innegable soledad, agradecida pero inconveniente, consecuencia de la convulsión de estos meses.
La Galicia atravesada de senderos espera ansiosa a todos aquellos que han hecho del Camino algo más que un simple paseo. Echarse a caminar con lo puesto, sin compromiso de horarios ni retos, viajando al interior de uno mismo en impagables horas de soledad o algarabía, es la mejor manera de recuperar la vida que nos ha interrumpido un virus. Galicia es un joyero de España, abierto y desnudo, entre la realidad y la fantasía.
Esta semana, por demás, la Comunidad se debate en la reelección de quien ha merecido la confianza de los lugareños a lo largo de las últimas tres legislaturas. La elección es sencilla: o quien está o quienes en suma de diez formaciones podrían estar. Los gallegos sabrán lo que hacen y lo que prefieren, pero el aroma que se respira en la característica discreción de las cosas de por aquí es que va a seguir el que está. Aunque vaya usted a saber.
Me llamó la atención esto que dice:
“Infinidad de gallegos siguen llamando La Guardia a A Guarda, pero eso ciertamente no es un problema. O no parece serlo”.
Siempre digo que en Galicia eso que dicen de que somos como los catalanes y vascos, no es cierto.