La conjura totalitaria de las gallinas cluecas… contra la libertad de pensamiento y de expresión
«Hemos entrado en una peligrosa suerte de totalitarismo que en realidad aborrece la libre expresión y castiga a la gente por mostrarse tal cual es.» Bret Easton Ellis.
“Sapere aude, atrévete a saber, atrévete a pensar, ten la valentía de servirte de tu propia razón”. Enmanuel Kant.
En España y también a escala planetaria, además de la pandemia del coronavirus, sufrimos otra epidemia: el “síndrome de gallina clueca”.
Al contrario de lo que pueda suponerse el síndrome de “gallina clueca”, es una enfermedad mucho más extendida de lo que la gente pudiera pensar, no presenta síntomas como fiebres, diarreas, nauseas, vómitos, o cosas por el estilo. Los síntomas que presenta son más “creativos” y desgraciadamente de muy graves consecuencias, de terribles efectos secundarios habría que hablar tal vez, de una devastadora epidemia, como apuntaba anteriormente.
Hablemos de potenciales pacientes, de candidatos a sufrir la enfermedad: En esta cuestión, todos los expertos, sin duda alguna, avalados por miles de experimentos, describen como grupo de riesgo a mujeres de entre 15 y 95 años (algunas suegras y abuelas son también candidatas a padecer la enfermedad, aunque con menor frecuencia), sin discriminación por razón de raza, religión o cualquier otra circunstancia personal, y de forma tan generalizada que, se podría hablar de pandemia entre las hembras humanas, aunque siempre hay excepciones que confirman la regla.
Pasemos a los síntomas: cuidado exagerado, desproporcionado, de sus crías, acompañado de menosprecio, e incluso en algunos casos de desprecio sin recato, de la figura paterna y de los varones y lo masculino en general, y por ende de la heterosexualidad.
Veamos una muestra típica y tópica, la estancia de un hijo –o una hija- en un hospital, por poner un ejemplo: En una situación de tal tipo y si la causa de la hospitalización no es leve, la gallina clueca –también llamada supermadre- se preocupará -y ocupará- por su supernene de tal manera que incluso llegará a abandonar el trabajo y al marido, e incluso al extremo de enfermar ella misma por no comer, no dormir y no cuidarse suficientemente. Por descontado, una buena gallina clueca, le dará de comer a su polluelo en la boca, aunque sea mayorcito, y le acompañará a hacer sus necesidades, llegando a veces al extremo de casi hacer ella caca en lugar de la cría, debido a sus propias contracciones.
Como es lógico, el rol paterno -y lo masculino en general- será denigrado en todo momento, llegando a convertirse en un padre disminuido. Haga lo que haga, pase las horas que sean necesarias al lado de la prole que, en teoría es de ambos, de papá y mamá, dará igual: será presentado como un mal padre que no atiende suficientemente a sus hijos, y ¡menos mal que tienen a la gallina clueca, porque si no se morirían por culpa de su mal padre!
Cuando se trata de “compromisos sociales” y eventos diversos del supernene o la supernena, más de lo mismo: Las crías siempre tendrán preferencia. Las gallinas cluecas pasearán a sus polluelos por donde ellas –las crías- deseen, a costa de amigos y familiares. ¿Habías quedado a la diez con la gallina clueca?
Ya puedes esperar sentado y con la paciencia del Santo Job, que hasta que no se haya satisfecho el caprichito del supernene no hay nada que hacer… Por supuesto, sus polluelos encantados, dado que son “educados” como débiles crónicos, acabarán viendo el mundo como algo hostil ante lo que sentir miedo, nada mejor para mitigar ese miedo que los arrumacos de sus supermadres-gallinas cluecas, nada mejor que su sobreprotección continua, léase contra hombres malos, pérfidos varones, machos terribles.
Durante el arresto domiciliario al que hemos sido obligados en España, durante lo que, el gobierno frente-populista, social-comunista de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias denominaron “confinamiento”, supuestamente para evitar la propagación del coronavirus; he tenido la oportunidad de leer y escribir como nunca. Entre otros he descubierto un libro que, ya estoy casi terminando de leer: “Blanco”, de Bret Easton Ellis, las memorias del creador de American Psycho.
Mientras estaba llegando al final del libro, he sabido que ha muerto Marc Fumaroli (falleció el pasado 24 de junio a los 88 años de edad). De él, los medios de información franceses afirmaban que era “humanista”, “lector apasionado”, “hombre del renacimiento”, “reaccionario con encanto”, “polemista”, “orgullosamente conservador”… con la intención de homenajearlo, pues en Francia es considerado como uno de sus más prestigiosos intelectuales.
El 11 de noviembre de 2006, Marc Fumaroli pronunció una conferencia en el Nexus Institut de Amsterdam con el título Éducation de la liberté vs culture et communication. El texto de aquella conferencia fue recogido en un ensayo, La educación de la libertad, que publicó en España la editorial Arcadia en 2007.
En aquel ensayo, Fumaroli se lamentaba del abandono que se había hecho de la lectura y del estudio de los clásicos en la enseñanza secundaria. Algo que, desde Quintiliano, en el siglo I d. C., había sido considerado el mejor recurso para la formación de los jóvenes. “¿Por qué, de repente, desde hace medio siglo, una tendencia general ha venido a marginar y despreciar esa educación tradicional del espíritu, de la imaginación y de la sensibilidad a través de los clásicos, relegando su estudio a los seminarios de especialistas?”.
Marc Fumaroli considera que la cultura posmoderna y las tecnologías de la comunicación han tenido mucho que ver en la “deshumanización” de la enseñanza institucionalizada. Fumaroli, aunque no negara la utilidad de las tecnologías de la comunicación, denunciaba la existencia de un movimiento de “dogmáticos digitales” que, dominados por una “ética del igualitarismo”, combaten la educación humanística porque la consideran “elitista” y creen haber encontrado en la comunicación digital el instrumento ideal para acabar con el estudio de los clásicos en la educación de la juventud.
Sin duda alguna, Fumaroli, tenía razón al relacionar el desprecio hacia el estudio de los clásicos con la ideología igualitarista. Desde el Mayo del 68, en Europa Occidental la pasión igualitaria ha acabado dominado la pedagogía; desde entonces, la misión de la escuela ya no debe ser la transmisión de los saberes y de la cultura, sino conseguir una sociedad más “democrática”, o sea, más igualitaria. Para los igualitaristas, una sociedad de individuos iguales solamente se conseguirá a través de una educación igual para todos. Es por ello que el latín, la filosofía, las humanidades, tenían que dejar de estudiarse por ser disciplinas demasiado abstractas y, por lo tanto, poco apropiadas, e inconvenientes para todos los alumnos.
A medida que esto ha ido sucediendo, los defensores de una educación humanística han ido perdiendo terreno, y capacidad de influencia, cada día que pasa. El elitismo cultural se considera hoy reaccionario y la transmisión de conocimientos, una reivindicación extravagante de profesores anticuados.
Fumaroli también llama la atención sobre otra cuestión: la cultura posmoderna y populista como el otro gran enemigo de la educación humanística. Afirma que el vocablo cultura se ha convertido en una “enzima glotona que se le aplica indiferentemente a todo, cultura de empresa, cultura juvenil, cultura tecno, cultura gay, cultura gastronómica, etc.”, y su significado está muy lejos del que se le dio en el latín clásico, en el que significaba “maduración del espíritu”, “crecimiento interior mediante el estudio y la reflexión”.
Añadía Fumaroli que la palabra educación deriva de educere, que significa “conducir fuera”, “conducir fuera de la ignorancia, fuera de la barbarie, fuera de la brutalidad”; motivo por el cual sólo cabe llegar a la conclusión de que la denominada revolución cultural y comunicacional a la que asistimos combate con una extraordinaria intolerancia y, en nombre de la tolerancia, la esencia misma de la educación.
Leyendo a Fumaroli uno acaba dándose cuenta de que el síndrome de gallina clueca, del que hablaba al principio del artículo, ha acabado expandiéndose y contagiando a los profesores y educadores en general, y ha dado como resultado lo que Bret Easton Ellis llama «Generación Gallina», en el libro que lleva por título “Blanco”.
De sus miembros, también llamados millennials, Bret Easton Ellis dice que poseen una sensibilidad a flor de piel, el convencimiento de tener derecho a todo, de tener siempre la razón a pesar de que en ocasiones las pruebas en contra sean abrumadoras. Añade Bret Easton Ellis que otra de sus características es su optimismo pasivo-agresivo y su incapacidad para considerar las cosas en su contexto, y que poseen en general, tendencia a reaccionar de forma desproporcionada… Todo ello lo achaca a que los miembros de la generación gallina, han sufrido unos papás y unas mamás hiperprotectores que, controlaban todos sus movimientos y no les enseñaron a enfrentarse a las dificultades de la vida, esas que derivan de cómo funcionan la cosas en realidad: es posible que no le gustes a la gente, quizá esa persona no te corresponda, los niños son crueles, el trabajo es una mierda, cuesta destacar en algo, tus días se compondrán de fracasos y decepciones, no tienes talento para tal cosa, la gente sufre, la gente pasa hambre, la gente envejece, la gente enferma, la gente muere…
Y, como dice Bret Easton Ellis, la respuesta de la Generación Gallina consiste en dejarse llevar por un sentimentalismo toxico y crear discursos victimistas, en lugar de hacer lo que haría una persona adulta, madura: lidiar con la fría realidad, encarándola, haciéndole frente, peleando, asimilándola y superándola; para acabar estando bien preparado para manejarse en un mundo a menudo hostil o indiferente, al que generalmente le importa un bledo si tú existes o no existes.
Bret Easton Ellis insiste una y otra vez en que la Generación Gallina es una de las generaciones más pesimistas e irónicas que ha pisado el planeta, si no la que más. La Generación Gallina se pasa de sensible, en especial a la hora de aceptar las críticas. Basta con pasearse, navegar, por los chats e “hilos” de internet, en redes sociales como Twitter y Facebook.
A diferencia de las generaciones precedentes, los millennials, los miembros de la Generación Gallina, dispone de tantos lugares donde exponer lo que deseen (pensamientos, sentimientos, arte) que con frecuencia sus comentarios sin restricciones, sin pulir, se globalizan al instante y debido a esta libertad (o falta de cualquier tipo de restricción) a menudo esas ideas apresuradas y burdas, conducen a pensar que no pasa nada y que es un ámbito en el que impera la impunidad.
Sin embargo, cuando alguien osa criticar a un millenial, a un miembro de la Generación Gallina, sea por lo que sea, sus miembros reaccionan tan a la defensiva que, o bien caen en una espiral depresiva o bien la emprenden contra los críticos acusándolos de haters, trols, gente que siempre lleva la contraria, y cosas por el estilo. Claro que, no es de extrañar, es el resultado lógico de cómo los han malcriado sus papás, mimándolos con alabanzas y tratando de protegerlos de la cara más lúgubre, más sombría de la vida. Es el resultado obvio de gente malcriada que, de adultos, aparentan una gran confianza, competencia y optimismo, pero al menor atisbo de oscuridad o negatividad se quedan paralizados y son incapaces de reaccionar salvo con incredulidad y llanto —«¡Me victimizas!»— y, en efecto, acaban recluyéndose, refugiándose en sus burbujas infantiles.
La ansiedad y las carencias emocionales son otras de las señas de identidad de la Generación Gallina, y cuando el mundo no les ofrece un colchón económico, lo fían todo a su presencia en las redes sociales: esforzándose por gustar, gustar, gustar, ser actor; en suma, puro paripé. Lo cual, para más INRI, les crea una ansiedad mayor e incesante, razón por la que, si alguien se muestra sarcástico con esta generación, de inmediato se le tacha de capullo: caso cerrado.
Entre los miembros de la Generación Gallina está prohibida la negatividad, sólo está permitido admirarse los unos a los otros, como miembros de la cultura de la exposición en que han sido mal-criados, mal-educados
Por supuesto, tales circunstancias coartan, abortan cualquier clase de debate e intercambio de ideas. Si se nos silencia a todos los discrepantes, para que acabemos sometiéndonos, rindiéndonos, y nos acabe gustando todo —el sueño millennial, y acabemos manteniendo (aburridas) conversaciones sobre lo fantástico que es todo y lo a menudo que gustas en Instagram.
Al entender de los miembros de la Generación Gallina, prosperar, progresar, mejorar, crecer, promocionar en la sociedad actual depende directamente de la marca, del perfil, del status en las redes sociales. Y por eso la Generación Gallina solo suplica: «Por favor, por favor, por favor, solo comentarios positivos, por favor».
Bret Easton Ellis tiene la valentía, la osadía de darles algunos consejos a los miembros de la Generación Gallina que, no puedo evitar mencionar:
“Si eres una persona blanca inteligente pero tan traumatizada por algo que te refieres a ti misma en términos de víctima de la sociedad, o un superviviente, probablemente deberías contactar con algún Centro de Atención a las Víctimas y pedirles ayuda. Si eres un adulto caucásico que no puede leer a Shakespeare, Melville o Toni Morrison porque podrían recordarte algo doloroso, y semejantes textos tal vez dañasen la esperanza de definirte mediante la victimización, entonces tienes que ver a un médico, apuntarte a terapia de inmersión o medicarte. Si sientes que estás sufriendo «microagresiones» cuando alguien te pregunta de dónde eres o «¿Puedes ayudarme con las matemáticas?», o te responde «Jesús» cuando estornudas, o cuando un borracho te toquetea en una fiesta de Navidad, o cuando un imbécil se restriega contra ti a propósito mientras esperas en la parada del autobús, o del metro, o cuando alguien sencillamente te insulta, o cuando el candidato al que votaste no sale elegido, o cuando alguien te identifica correctamente por tu inclinación sexual, y tú lo consideras una monumental falta de respeto y te irrita y necesitas encontrar un lugar seguro, entonces tienes que buscar ayuda profesional. Si vives aquejado por traumas que te ocurrieron hace años, si pasado el tiempo todavía te afectan, entonces es probable que estés enfermo y necesites tratamiento. Pero hacerse la víctima es como una droga: sienta tan bien, recibes tanta atención de la gente, que de hecho te define, hace que te sientas vivo e incluso importante mientras alardeas de tus supuestas heridas, por pequeñas que sean, para que los demás las laman. ¿A que saben bien?”
Esta extensa epidemia de auto-victimización, de definirse en esencia a partir de algo malo, un trauma ocurrido en el pasado que muchos han permitido que los defina, y lo consideran una seña de identidad, es de hecho una enfermedad. Es algo que uno tiene la obligación de resolver para poder participar en la sociedad, porque de lo contrario no solo se daña a sí mismo, sino que perjudica gravemente a su familia y a sus amigos, vecinos y desconocidos que no se consideran víctimas. El hecho de no poder oír un chiste ni ver determinadas imágenes (un cuadro o incluso un tuit) y de calificarlo todo de sexista o racista (lo sea o no) y por tanto considerarlo dañino e intolerable —por lo que nadie más debería oírlo, verlo o tolerarlo— constituye una manía nueva, una psicosis que la cultura ha ido cultivando. Este delirio anima a la gente a pensar que la vida debería ser una plácida utopía diseñada y construida para sus frágiles y exigentes sensibilidades, y en esencia les alienta a perpetuarse como eternos niños, viviendo en un cuento de hadas cargado de buenas intenciones.
Es imposible, o casi, que un niño, o un adolescente, superen ciertos traumas y penas, pero para un adulto no tiene por qué serlo.
Por desgracia, nos ha tocado en suerte, vivir un tiempo en el que la gente ya no quiere aprender de los traumas pasados revisándolos y examinándolos en su contexto, empeñándose en comprenderlos, en descomponerlos, en olvidarlos y seguir adelante. Conseguirlo puede ser complicado y exige un gran esfuerzo, pero se diría que alguien que está sufriendo tanto trataría de buscar la manera de aliviar el dolor a cualquier precio en lugar de arrojárselo a los demás con la esperanza de que se compadezcan automáticamente en lugar de recular irritados y asqueados.
En el verano de 2016, la Universidad de Chicago mandó una carta a los nuevos alumnos avisando, en esencia, de que en el campus no se permitirían las «advertencias de contenido inapropiado» ni los «espacios seguros», que no se lanzarían campañas contra microagresiones y que los conferenciantes invitados podrían hablar sin que se les boicoteara porque un sector de los estudiantes se sintiera victimizado, situaciones todas ellas que ese año se habían dado prácticamente en todos los campus del país. El anuncio fue acogido por casi todos con un gran suspiro de alivio; parecía señalar un paso adelante, un avance. En lugar de mimar y malcriar a los alumnos y de permitir que se hicieran las víctimas, se trataba de ayudarles a madurar obligándoles a enfrentarse a un mundo que a menudo acoge con hostilidad los sueños e ideales individuales, y recuperaba la universidad como lugar donde los adultos jóvenes podían, en lugar de poner fin a los debates, formarse confrontando ideas distintas a las suyas, ideas que podían guiarlos más allá del narcisismo de la niñez y la adolescencia y capacitarlos para asimilar múltiples puntos de vista sobre cualquier tema —las dos caras de una opinión, pensamiento, idea—, es decir, a expandir sus horizontes, no a estrecharlos. Debería fomentarse que los jóvenes cuestionen el statu quo de cualquier asunto como elemento vital del proceso de maduración. Pero parecería que por fin, por una vez al menos, una institución ponía freno a taparse las orejas con las manos y patalear y exigir espacios seguros y aborrecer las ideas contrarias por miedo a la victimización.
La aversión a esta cultura de la víctima, que se había disparado durante la era Obama, volvió a ser un factor ominoso, merecedor de ser condenado, aborrecible… Y en esas estábamos y ese mismo año… Donald Trump acabó siendo elegido presidente de los Estados Unidos de Norteamérica… y, vuelta a empezar.
Antes de terminar estoy obligado a volver a Fumaroli, éste sugería al final de su vida que, se debería emplear el dinero público en financiar centros de estudio, para alumnos de secundaria que ofrecieran diversas enseñanzas y donde quienes sintieran vocación para ello pudieran beneficiarse de los estudios clásicos tradicionales. Lo cual, como era de esperar, levanta ampollas entre los igualitaristas, que consideran que el dinero de todos no debe gastarse en distinguir a unos estudiantes de otros según su aplicación y aptitudes, y olvidan que del esfuerzo de los mejores puede beneficiarse toda la sociedad.
No obstante, Fumaroli se mostraba optimista, pensaba que, antes o después, surgiría un nuevo movimiento humanista: “Los países del mundo occidental, judeocristiano, precisan de sabios y de técnicos de primer orden, igual que precisan de una élite letrada”. Y, para ello, confiaba más en la fuerza del individuo que en la acción del Estado, pues, en su opinión, por muy eficaz que sea éste y por muy beneficiosa que sea su gestión, nada sustituye al coraje personal de quienes se resisten a la fascinación de los fenómenos de masas y al empuje de los conformismos de la época.
Desde aquella conferencia de Fumaroli han pasado quince años y la situación que el sabio francés denunciaba no ha mejorado en nada. Los dogmáticos digitales, los nuevos pedagogos, las gallinas cluecas van ganando terreno a medida que lo pierden los defensores de una educación humanística.
En sus últimos días, Fumaroli, por desgracia tuvo que asistir al espectáculo de políticos, intelectuales, artistas y gentes de la cultura que hincan la rodilla para pedir perdón por los supuestos crímenes que cometieron sus ancestros, aquellos que construyeron la civilización de la que ellos hoy son herederos y deudores.
La conjura totalitaria de las gallinas cluecas, contra la libertad de expresión y el librepensamiento ha implantado un analfabetismo funcional, una situación de ignorancia generalizada de tal magnitud que, son mayoría los que se avergüenzan de los logros de sus antepasados y están dispuestos a destruir lo que ellos edificaron,… indudablemente, “la invasión de los bárbaros ya ha comenzado”.