La paja de Corina y el grano de los hechos
La mañana de ayer brindó a la España adormecida por los rigores de julio el homenaje teatralmente frío que cualquiera con conocimiento de causa podía esperar. Sin apenas simbología y con una solemnidad gélida y desprovista de cualquier carácter identitario, se solventó de cualquier manera el homenaje debido a aquellos que perdieron su vida por el rigor mortífero del virus y la impericia manifiesta de las autoridades que debían impedir su propagación. Fue, por demás, uno de esos pocos momentos en los que el presidente del Gobierno permitió movilidad y visibilidad al Jefe del Estado, al que sigue teniendo en una hornacina tan ceñida como estricta. Horas antes del debido homenaje a quienes ni siquiera han querido cifrar sin la vergonzosa excusa de las piruetas contables de los Simones, los Illas y los demases, el Gobierno de Sánchez se permitió el lujo de indicarle al Rey lo que debía hacer en el caso que refiere a su augusto padre, Juan Carlos. Con ese insufrible paternalismo con el que los voceros gubernamentales decoran sus mensajes a La Zarzuela, la portavoz Montero señaló con la correspondiente arrogancia lo que Felipe debía decidir acerca del futuro del anterior Jefe del Estado, terminología que suele gustar mucho a los cronistillas de siempre. Unas veces, como digo, le ningunean y otras parecen señalarle el camino, invitando al Rey nada menos que a echar a Don Juan Carlos de su casa, que es el Palacio de la Zarzuela, y lo era antes de que naciera Felipe, de que asomara su cara Pedrito o de que los padres de Pablito se conocieran en alguna huelga revolucionaria.
Permítanme que les diga algo que sé de primera mano: Juan Carlos de Borbón está tranquilo. Lo está porque confía en que las investigaciones judiciales no van a desembocar en acusaciones sobre conductas delictivas ni mucho menos. Y sólo lamenta que se precipiten todos aquellos que no esperan a que hablen los tribunales. Sí que está inquieto por todo lo que a diario se publica y que especula con escenarios ciertamente delirantes: que si Felipe va a echar a su padre de casa, que si le va a retirar el título de Rey, que si le va a excluir de la Familia Real o lo que corretea por los medios con una alegría impropia del más elemental análisis.
Adlai Stevenson, el gobernador de Illinois al que Kennedy envió de embajador de su país a la ONU, gustaba de decir que los periodistas norteamericanos eran excelentes: sabían separar muy bien la paja del grano. Lo malo, añadía, es que siempre se quedaban con la paja. En las informaciones referentes a este caso que nos ocupa es que la mayoría de los medios informativos españoles suelen quedarse con la paja de Corina antes que con la evidencia de los hechos contrastados en investigaciones no resueltas. Todo el caso que se ciñe en torno a Juan Carlos I tiene que ver, si acaso, con regalos privados no declarados. Todo ello en el caso de evidenciarse. Nada que ver con los juicios bolcheviques que consideran que es culpable de los males de media humanidad. No está acusado o imputado por ningún delito; solo por la palabra de la señora Larsen, a la que un buen puñado de voceros españoles conceden la credibilidad del grano antes que la debilidad de la paja.
Conviene recordar la necesidad de no engañarse ante arrogancias, paternalismos o severidades expositivas de la mayoría de chuflas del Gobierno español o de los partidos interesados en acabar con la España que conocemos: esta trama es una excusa perfecta para debilitar la Monarquía. Todos los que dicen que hay un clamor contra ella deberían saber que hay mecanismos en la Constitución para reformar hasta la forma de Estado. Que se pongan a ello, pero que no busquen atajos agrarios. Y que dejen en paz a Felipe VI.
De putas, putadas.
Y si encima son putas viejas, y reviradas, puedes esperar cualquier cosa, Y NINGUNA BUENA.