La moral política de Iglesias no va con él
Prácticamente, todas las malas praxis en el ejercicio de la política que Unidas Podemos recriminaba a los partidos tradicionales, aunque con especial beligerancia a los del arco del centro derecha, tienen su asiento en la formación que lidera Pablo Iglesias. Desde el nepotismo flagrante, incluso, llamativo, que hace pasar como una cuestión menor el favorecimiento de familiares directos; hasta la denuncia instrumental en los juzgados de lo Social para justificar un despido laboral, pasando por los juegos de poder entre bastidores, se hace difícil encontrar un espacio de actuación pública de la formación morada que no responda a ese peculiar sentido del «doble rasero». Y si acaso faltaba el incumplimiento de las disposiciones de la Ley de Transparencia, hete aquí al actual vicepresidente segundo del Gobierno sin actualizar los datos de sus ingresos públicos, que han sufrido una notable variación al alza, desde hace más de dos años. Sinceramente, causa un sonrojo muy próximo a la vergüenza ajena repasar las hemerotecas, con los alegatos de quien se reputaba adalid de la nueva política, impulsor de la regeneración de las instituciones y protector de los intereses de «la gente».
Porque, además, Pablo Iglesias no se recataba lo más mínimo a la hora de denunciar comportamientos ajenos, imputar supuestos delitos o hacer juicios de intenciones. Pero, ahora, lo que era intolerable en el PP, son meros errores contables en Unidas Podemos, partido que se abraza inopinadamente y con descriptible entusiasmo a la presunción de inocencia que tantas veces negó en otros, y que no tiene el menor recato en insinuar obscuros intereses en la Magistratura cuando los jueces hacen su trabajo. Sí, Pablo Iglesias ha pasado de justificar, cuando no impulsar, los escraches a políticos, esa práctica importada del peronismo argentino que el líder morado definía como «jarabe democrático», a recurrir a la Justicia contra quienes se manifiestan ante su domicilio, haciendo valer, legítimamente, eso sí, su calidad de miembro del Ejecutivo de la nación y, por ello, sujeto a especial consideración.
Es el mismo dirigente que aducía que «en política no se piden disculpas, se dimite», y que, ahora, ve como se le abre un frente judicial tras otro. Y el último, la supuesta «caja B» de financiación opaca del partido, con el agravante de que el denunciante de la presunta irregularidad, el ex abogado de Unidas Podemos, José Manuel Calvente, había sido despedido bajo graves acusaciones de abuso sexual y acoso laboral contra una compañera, que la juez del caso ha desestimado y ordenado el archivo por absoluta falta de indicios probatorios. Compañera, dicho sea de paso, que está señalada por el magistrado que investiga el caso de la tarjeta robada y retenida de Dina Bousselhan, antigua colaboradora directa de Pablo Iglesias, asunto sobre el que Unidas Podemos orquestó una estrafalaria teoría de la conspiración y de las «cloacas del Estado» que la investigación judicial está desmontando como un mecano usado.
Por supuesto, y pese a la circunspección con que los portavoces podemitas tratan todos estos casos, la opinión pública percibe las cosas en su justa medida. Tal vez, el férreo control interno que ejerce la dirección de Pablo Iglesias haya anulado cualquier debate, cualquier autocrítica sobre las razones de la pérdida de votos de Unidas Podemos –que ha desaparecido fulminantemente de Galicia sin que el candidato impuesto por Madrid haya considerado ni por un momento la dimisión de su cargo–, pero, sin duda, tiene mucho que ver con la percepción general de que el partido de la nueva política actúa como los de la vieja, incluso, con mucho mayor descaro. Y no es algo que tenga fácil solución cuando quien empuñaba la espada flamígera ahora precisa de una legión de abogados.