El día que Curro Romero realizó la mejor faena de su vida “y se pararon todos los relojes”
«No, no eran las cinco de la tarde. El reloj marchaba las ocho y cuarto. Las manecillas se habían detenido para ver torear. Y los gitanos del Albaicín rompieron a cantar por lo grande, y los de la Peña Platería lloraban como niños, y los jardines morunos se deshacían en fragancias, y los gorriones inmovilizaban el vuelo justo sobre la plaza de toros, y las gargantas enroquecían perdiendo la noción de los olés, y se sentían las sonantas, y Rafael llamaba a Chicuelo invitándole a que se asomara a los palcos del cielo…». Tal fue el día en que Curro Romero realizó la mejor faena de su vida, según el reputado cronista taurino Vicente Zabala. Ocurrió en Granada, el 22 de junio de 1973, en la segunda corrida de la Feria del Corpus.
Zabala confesó que hasta entonces «había presenciado la corrida con mentalidad de burócrata, contemplando indiferente lo de todos los días, mientras el público palmoteaba, merendaba y pedía muchas orejas, que el bueno del presidente, rodeado de madroñeras y mantillas, concedía sin regateos, generoso y folklórico». Todo se estaba desarrollando en medio de un clima apacible y distraído, según su narración. «Los «minicuatreños» de Juan Pedro Domecq no se caían, repetían sus embestidas, seguían los engaños con sus comodísimos pitones -¡hay que ver el arte de la madre Naturaleza!- incapaces de tirar un solo derrote».
El famoso cronista recordaba lo acontecido con anterioridad a las ocho y cuarto de la tarde «como algo muy lejano, perdido entre brumas», como si hubiera sido el protagonista de una película en la que aparecían escenas de una vida pasada, ofrecidas por el director entre cortinas de humo.
«Allí veo a Luis Miguel Dominguín, con un terno más discreto de lo habitual en él, ejecutando lances de capa como si vinieran de la inspiración de un astronauta de Cabo Kennedy. Luego, Dominguín pegaba derechazos y naturales, saliendo siempre la muleta punteada y desflecada. Se volvía en desplantes de espaldas al toro, y las señoras de la localidad de al lado decían que está más moreno que la última vez y que saben de muy buena tinta que se halla muy enamorado. Las señoras le llamaban familiarmente Miguel y estaban convencidas de que muy pronto rodará esa película que tiene comprometida desde 1945 con todos los directores cinematográficos de categoría mundial», escribió Zabala, que creía recordar que le habían dado una oreja en su primer toro por un alevoso bajonazo y las dos del segundo, ruidosamente protestada la última. Los muletazos perfileros y con el pico de la muleta se marcharon como una pesadilla de la escena, continuó el cronista.
Zabala vio a continuación a Curro Romero «dubitativo y abucheado». La bronca, describió, «parece una tormenta entre montañas, como aquellas de la niñez a la vera del pico de Abantos, allá en El Escorial». Pero escampó y salió el sol para que José Julio Granada el torero de la tierra, fuera «cariñosamente aclamado por un toreo de capa apretado» y rematara su con una «faena valiente, dispuesto a todo, y la estocada al encuentro». Le dieron las dos orejas y el rabo.
Y salió el quinto toro, «otro “minicuatreño” de monísima cabeza»… Y hacia él se fue Curro. «Tres lances y la plaza entera boca abajo. Otros dos más y el remate inspirado, bellísimo, de una larga afarolada, saliendo garboso con el capote al hombro, como si lo hubiera hecho el mismísimo Lagartijo».
«Una bellísima obra de arte»
Vicente Zabala había visto la faena de Curro en Madrid y aquella otra de los toros de Urquijo en la tarde lluviosa de hacía ni sabía los años en la Maestranza de Sevilla. Pues las dos, aseguraba, habían sido «una mueca» de lo que había llevado a cabo ese día en el coso de los Cármenes.
«Los buenos aficionados suelen decir que Curro es un torero de espejo, que parece imposible que un día pudiera salir un toro con el temple del diestro de Camas. Pero Juan Pedro Domecq, en los campos jerezanos, dio con ese animal soñado. Y le tocó a Curro. Desde los ayudados por alto, despatarrado, barriendo los lomos de su enemigo, hasta el larguísimo repertorio de floridos adornos, todo fue una bellísima obra de arte», escribió admirado.
El cronista dejó ex profeso aparte los pases naturales. «Curro toreó con la mano izquierda con una limpieza y un ajuste insuperable. Pases mecidos, largos y templados, tomando al burel en el primer tiempo del lane delante de su cuerpo y despidiéndole en la distancia justa atrás para engarzar el siguiente».
«Muy pocas veces he visto una plaza más taurinamente enardecida. El clamor era el que debe haber en los graderíos cuando se torea de verdad. Nada tenía que ver con las palmas mecánicas ni con los olés tontorrones y desangelados de cualquier corrida de feria. Repito que era diferente. El gentío vibraba de emoción. Era el milagro del arte de torear el que estaba devolviendo el sentido del gusto, del buen gusto, al público», continuó.
La afición granadina ya le había otorgado a Curro Romero las dos orejas y el rabo simbólicamente antes de que se perfilara para matar. Estaba dispuesta a dárselos como fuera. Por eso, indicó Zabala, «no les importó la inconcebible y feísima puñalada que coronó tan estupenda faena». A su juicio, el presidente no debió otorgar trofeos. «Primero, porque con un bajonazo se queda descalificado en buena lógica taurómaca, y segundo, porque lo de Curro no podía tener el mismo premio que una faena normal. Pero Romero se vio con las dos orejas y el rabo en las manos».
La escena debió ser digna de contemplarse, a tenor de la descripción de Zabala: «El público gesticulaba, saltaba en los tendidos. Allí nadie se entendía. Todos parecían querer torear de salón imitando lo que acababan de ver. El de Camas, después de recorrer el redondel, sacó a sus compañeros. Los tres iniciaron otra vuelta a la redonda. Nadie hacía caso de los diestros».
Cuando salió el sexto toro, aún las conversaciones seguían en torno a la faena de Curro y al día siguiente no se hablaba de otra cosa en Granada. «El suceso taurino es muy importante. Ha salido el famoso toro del espejo. Curro lo ha toreado como en los años fantásticos de su niñez frente al armario, allá en su pueblo sevillano de Camas», consideraba el cronista, que terminó con una alusión a Juan Pedro Domecq: «Se ha “tapado” por la nobleza de ese toro, por la incansable acometividad de todos, excepción hecha del sexto, que deslució a José Julio Granada, y se ha cubierto de gloria por haber sido el mago capaz de criar y crear el toro del espejo. Por ti, Juan Pedro, los relojes granadinos están parados hoy a las ocho y cuarto de la tarde».