Filosofía, Dios, la vida (V)
La luna, nuestro peculiar satélite natural, afecta a las mareas beneficiosas y regula la duración de los días en la tierra, que en su ausencia serían muy cortos, en otra casualidad prodigiosa y regular, amén de estabilizar a la Tierra como contrapeso, o a manera del venterol de un viejo reloj. Su rotación y su traslación en torno a la Tierra –a un kilómetro por segundo- se sincronizan de tal modo que solo vemos una cara, siempre la misma.
Podemos respirar un aire con una determinada proporción de oxígeno, ¿casual? que nos da vida sin quemarnos, beber el agua destilada de la lluvia, alimentarnos con la prodigiosa biodiversidad vegetal y animal que la puebla y nos acompaña en la aventura y que se desenvuelve en una cadena trófica autoalimentándose a partir de la luz del sol y la función clorofílica, ¿casualmente? Empieza todo partiendo de la química inorgánica de los suelos –sales minerales- a la orgánica –la vegetación- en un alarde de prodigio, y ante nuestros ojos.
Venimos provistos de cinco sentidos, vista, oído, tacto, gusto y olfato, con los que percibimos nuestro entorno con cierta facilidad. No echamos de menos otro. ¿Es la intuición un sexto sentido? Hay quienes vienen al mundo, a la vida, a falta de alguno o algunos, lo que condiciona sus trayectos vitales en gran manera. Son cosas de la biología, y sus leyes a las que estamos sometidos en la circunstancia vital. Nos remitimos a que la vida es un azar temporal y que Quién ha dispuesto todo, sabe lo que hace y sabrá compensar el sufrimiento y las deficiencias. Existe una eternidad para ello, que es mucho tiempo.
Nuestro cerebro, que son dos lóbulos de masa encefálica, unidos por un istmo, algo sustancial para nuestras capacidades, viene a estar compuesto por doscientos mil millones de neuronas interrelacionadas con sinapsis y axones, en una red tridimensional y una conectividad excepcional, que ya dije que era el número estimado de estrellas de nuestra galaxia. Nuestro cerebro es el máximo consumidor de energía de nuestros órganos. Con el 2% del peso corporal consume el 20% del oxígeno y de la glucosa del organismo y la materia gris, la más noble e intensiva de la actividad intelectual, más que la blanca. ¿Otra casualidad?
Comenzamos a despegar del suelo, porque no paramos de evolucionar -crece nuestro cuerpo a costa del alimento y del cariño de nuestros padres que suplen nuestra indigencia en todos los órdenes- y se manifiesta en nosotros algo interno que nos hace sentirnos nosotros y mirarnos al espejo para ver quiénes somos –descubrirnos- en contraste con quienes nos rodean, que vemos semejantes, no idénticos, y nos procura una memoria que traemos a la vida, que nos permite aprender, retener y almacenar hechos, imágenes y conceptos de cosas, una inteligencia que nos permite especular con lo aprendido y retenido y recomponer hasta el infinito como un juego y una voluntad que nos hace proceder en consecuencia, optar y elegir entre esas alternativas que se nos ofrecen, y eso sin que pongamos nada de nuestra parte, salvo quererlo.
Somos sociales. No nos complace la soledad. Y sin embargo cada vez vamos siendo más y más nosotros mismos, únicos e irrepetibles, según acumulamos datos y vivencias, recuerdos, imágenes, conceptos abstractos, amores, filias y fobias… A eso contribuyen quienes nos rodean, sean familiares, compañeros, profesores o amigos de juegos o de clase, niños o niñas. Aprendemos jugando y experimentando.
Estamos sujetos a leyes físicas, químicas y biológicas, pesamos –somos atraídos por el suelo en virtud de la gravedad- nos hacemos daño si caemos, nos pinchamos y nos duele, enfermamos y buscamos el calor y la quietud y se nos alimenta, se nos abriga, se nos procura bebida y nos satisface y agradecemos el cariño que se nos presta devolviéndolo. Recuperamos fuerzas y seguimos en el empeño. En cualquier momento de esta vida podemos terminar, no hay garantía alguna de duración. Nadie puede añadir un milímetro a su estatura, ni un día o minuto siquiera más a su vida. Hay lo que hay.
No podemos parar mucho tiempo. Dormimos de noche y nos despertamos con nuevas fuerzas cuando sale el Sol. Desayunamos para hacer frente al día que comienza. A veces llueve, otras hay luz del sol, o está nublado y hace frío. Nos gusta el calor entonces. Si hay buen tiempo y hace calor buscamos el fresco de la sombra, el agua, o la bebida fría y nos libramos del Sol.
No somos conscientes de que cambiamos día a día, que nuestras células no paran, que ganamos altura, que nuestros brazos ganan fuerza, que cada día comemos, digerimos, orinamos y eliminamos deshechos y nos crece el pelo y las uñas y vamos describiendo una evolución en el tiempo, alcanzamos la madurez –cual los frutos- y si duramos terminamos en decadencia, en vejez y en caducidad. Son nuestros materiales finitos y nuestro reloj biológico da hasta donde da. Sin embargo, somos tan bien hechos y capaces, en algunos casos, que podemos caer en la estúpida soberbia y perder pie. Todo apunta a ser humildes y a acatar esa voluntad que nos supera con agradecimiento.
Entendemos lo que se nos dice poco a poco, aprendemos a decir a manifestarnos, a escribir, leer, calcular, prever (ver para prever y prever para proveer, como decía Comte) y atender a conceptos abstractos, que acumulamos, almacenamos e interrelacionamos. Sabemos quién es quién. Quienes son los nuestros, cómo son y manifestamos simpatías y antipatías, filias y fobias, repito. Leemos, miramos, escuchamos. Conocemos animales y distinguimos lo que es la racionalidad, el uso de la razón, el sentido común, la amistad, el cariño y sentimientos de seguridad, inseguridad, peligro, amor, deseo, ira…. Jugamos, corremos, y buscamos nuestros límites… Nos gustan los animales pacíficos que se dejan acariciar y tenemos prevención con aquellos que muestran hostilidad, que pican o son desconocidos y no nos gustan nada. Nos complace la civilización y rechazamos el salvajismo.
La música nos afecta gratamente, nos alimenta y nos da placer, como la belleza, y el otro sexo, a la recíproca y nos produce felicidad, como el intercambiar ideas, discutir y crear ambientes amistosos y enriquecedores. En esas circunstancias no nos planteamos nada desagradable ni apocalíptico, sino lo grato y ameno. Es el triunfo de la vida. Nos gusta vivir. Competimos en lo que nos parece mejor.
Así como a otros pequeños no se les explica nada respecto a este milagro de la vida y llegan a pensar que la vida es una cadena de casualidades muy casuales, producto del azar y tantas y tan incomprensiblemente decisivas, que es como para pensar, mis padres me dijeron –como a mis hermanos- que hay Alguien que está muy por encima de nosotros, que ha dispuesto nuestra venida a esta Tierra, que nos ama como un padre y que nos tiene pensados desde la eternidad, y que ni un cabello se nos cae sin que Él lo permita y que, si lo permite, Él sabe por qué y no se le pasa inadvertido.
Es un concepto que nos excede y de proporciones inconcebibles para nosotros como nos cuenta san Juan de la Cruz, que llega a percibir, a colegir –le es dado hacerlo- algo de esa presencia desde la noche obscura, pero que está ahí. Es consciente de que: Entréme donde no supe y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo. Hay enfermedades terribles, hay dolor, hambre, soledad, angustia, accidentes… Ni la física ni la química nos perdonan. Es la consecuencia de vivir en la Tierra.
Ah, que sería de nosotros si no fuera por el “poderoso influjo de la luna… La luna es la musa que acompaña a los poetas, la reina de la más sublime de las artes, porque es su inspiración pura, secreta, que se derrama en palabras deslumbrantes. Con su luz diáfana, evanescente, misteriosa, todo su mundo mítico, radiante lo ilumina. Entonces la palabra, excelsa, melodiosa, su magia la convierte en poesía. Silente, solitaria, con su faz enigmática navega por la seda del negro firmamento en su áurea carroza, avanzando fantástica, tirada por indómitos luceros. Impasible en su celeste, maravilloso viaje, contempla… Leer más »