Una fe sin fronteras
Es sabido que la palabra “católico” significa universal. Comento dos experiencias donde pude captar de forma directa y personal este carácter “católico” de nuestra religión.
La primera, la asistencia con unos amigos a la misa del peregrino, en la catedral de Santiago. El espectáculo es impresionante, abigarrado, multicolor. Peregrinos de más de diez naciones diferentes y de muchos y diversos puntos de España llenaban el templo. Personas de distintas edades —muchos jóvenes—, naciones, hombres, mujeres.
Turistas elegantes, de los que tienen pinta de residir en hoteles de muchas estrellas, mezclados con los que practican el turismo de la mochila y el bocadillo. Delante de nosotros, un distinguido matrimonio mayor que habla alemán. Al lado, una chica italiana. Las lecturas de la liturgia se hicieron en español, gallego, alemán, italiano. El padre nuestro, con gran sorpresa de los más jóvenes, y regocijo de algunos mayores, se rezó… en latín.
La segunda experiencia, una peregrinación a Fátima. En la enorme explanada del santuario, se puede escuchar rezar el rosario en distintos idiomas, algunos con una fonética extrañísima al oído de un hispanohablante. En la noche, la procesión de las hogueras con una mezcla de personas de distintas nacionalidades, una heterogénea humanidad unida por una fe común, cantando, bajo una constelación de bengalas, el famoso “Ave María”, que es una expresión común en todos los idiomas.
Ahora está de moda hablar de multiculturalismo, diversidad, mestizaje. Pero esta moda se contradice con el hecho de que nos hemos convertido en especialistas en crear elementos de separación. Los ricos de los pobres, los jóvenes de los viejos, los sanos de los enfermos. Hasta dentro de nuestra propia nación estamos empeñados en crear fronteras donde no las había. El Cristianismo, sin embargo, se salta todas las diferencias. Y esto tiene un nombre antiguo y olvidado: catolicidad. La Iglesia es católica porque es universal. Eso quiere decir que trasciende culturas, ideologías, identidades nacionales. Los otros dos grandes monoteísmos, el Islam y el Judaísmo, están apegados a formas culturales y a lenguas específicas. Incluso, en el caso del primero, a formas de organización política y social. No ocurre así con el Cristianismo, que nació desde el principio, según la fórmula paulina, para «esclavos y libres, judíos y gentiles».
Dentro de los muros destellantes de historia de la catedral de Santiago y en ese lugar donde se respira la fuerza irrefrenable de la sencillez que es Fátima, puede percibirse, como una realidad palpable, la catolicidad del Cristianismo.
Dios demuestra que Su Amor es lo único que puede suprimir las fronteras.