La triste historia de las plazas de toros levantadas por colonos en África
Hubo un tiempo en que los colonos españoles, portugueses y franceses campaban a sus anchas en sus posesiones africanas, y hasta se lanzaron a levantar plazas de toros en ciudades de Marruecos, de Argelia, de Angola o de Mozambique.
Hoy, en pleno siglo XXI, nadie sabe qué hacer con estos edificios convertidos en unos «mamotretos urbanos», demasiado grandes para restaurarlos, demasiado originales para derribarlos.
Su vida como coso taurino fue muy corta, y terminó abruptamente con la independencia de las colonias africanas, símbolo elocuente de que la tauromaquia jamás logró arraigar entre la población local, salvo el caso de un torero mozambiqueño negro que hizo historia solo por serlo.
Desde las independencias africanas, aquellas plazas han servido para tareas de lo más variopintas, las más de las veces como ring de boxeo y salas de conciertos, pero también han sido refugio de guerrilleros, cárcel de inmigrantes o cancha de fútbol. En busca de un destino, han llegado a utilizarse hasta como observatorio astronómico.
Muros desconchados
En los cajones de los respectivos ayuntamientos se amontonan proyectos grandilocuentes para hacer de las plazas (con capacidad media de 10.000 asientos) enormes salas de espectáculos culturales o centros comerciales, pero la inversión necesaria sería tan alta que nadie se arriesga a adelantar el dinero.
En casi todos los casos, las plazas permanecen vacías, cuando no ocupadas ilegalmente por familias sin recursos, mientras sus muros desconchados se van cayendo a pedazos.
El único lugar de África donde la plaza tiene todavía presente y futuro taurino es la de la ciudad autónoma española de Melilla, mientras que la de Santa Cruz de Tenerife, en las Islas Canarias, celebró su última corrida hace ya 36 años.
A la plaza de Tánger aún la llaman popularmente «blasa toro», pese a que solo sirvió para las corridas durante seis años, exactamente hasta la independencia de Marruecos en 1956. Aún abrió brevemente para una corrida en 1970, y desde entonces ha sido ring de boxeo, sala de conciertos y pasarela de desfiles de moda. En los años noventa, con la aparición de la primera oleada de emigración clandestina hacia España, Hasán II ordenó utilizar el ruedo como centro de detención de cientos de subsaharianos.
Pero todo aquello quedó atrás y ahora, símbolo de su abandono, una higuera se yergue en mitad del ruedo. A su lado, un cordel atado entre dos postes tiene ropa de niños secándose al sol y por sus graderíos se pasean perros sin dueño.
Viven en los bajos de la plaza dos familias, y una de ellas reclama derechos sobre el lugar: hay un hombre que enseña un ajado carnet y asegura ser el hijo del último acomodador. Sostiene que gracias a su presencia la plaza no ha sido invadida por mendigos o drogadictos. Los vecinos lo desmienten a medias, dicen que los alrededores de la plaza abandonada son un imán para los vagabundos y eso trae mala fama al barrio.
El ayuntamiento tangerino sueña un ambicioso proyecto de transformación del lugar en centro mixto, comercial y cultural, pero por el momento se ha fijado como meta más inmediata revocar los muros exteriores y darles una mano de pintura, «porque esta es una avenida muy transitada y por aquí pasa el rey, ya entiende usted», dice el vicealcalde de Tánger, Driss Riffi Temsamani.
Portugal exportó a sus colonias africanas sus «touradas» (corridas sin muerte del toro), pero en el momento en que Angola y Mozambique se independizaron, en 1975, las plazas de sus dos capitales fueron condenadas en el imaginario popular como un símbolo más del poder colonial y se convirtieron en espacios ocupados ilegalmente por los más variopintos oficios.
En Maputo, el enorme cartel que decía «Monumental» ha ido perdiendo una a una sus letras y solo quedan en pie un triste «NUM» sin sentido alguno. Bajo los carteles ajados de dos toreros, un incongruente letrero anuncia que ahí se aposenta ahora una «fábrica de sorbetes (helados)».
Levantada con toda pompa y boato en 1956, la Monumental de Maputo atrajo a lo más granado del toreo portugués, pero también español, mexicano y venezolano. Apenas nadie se acuerda de aquello; es más, los mozambiqueños ni siquiera recuerdan a su compatriota Ricardo Chibanga, el único torero africano que triunfó en Portugal y España y que en 1973 regresó a su país natal en una corrida histórica.
Cuarenta y cinco años después de la independencia, en el lugar donde corrieron los toros aún siguen en pie los graderíos en estado ruinoso, salpicados de pintadas. La basura se acumula, las ratas abundan y un olor nauseabundo obliga a contener el aliento.
Abajo, en lo que fueron corrales, se codean marginados y prostitutas, un mercado, un circuito de talleres de reparación de automóviles, una carnicería y un almacén. Hay quienes viven y trabajan en el lugar.
Hace 18 años la plaza acogió su último evento multitudinario de carácter casi surrealista: un operador de telefonía móvil tuvo la idea de utilizar el vasto espacio de la Monumental para observar un eclipse de sol.
Pasado colonial
La otra plaza exportuguesa es la de Luanda, erigida en 1963, inaugurada en 1964 con diez mil asistentes y que solo estuvo activa siete años, ya que cerró en 1970 por problemas financieros. En 1975, cuando Angola se hundía en una larguísima guerra civil, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA, marxista) utilizó el coso como cuartel general.
Una vez en el poder, el MPLA prohibió las manifestaciones que evocaran el pasado colonial, como los toros, y reconvirtió la plaza en escenario de espectáculos musicales, hasta que en 1991 el gobierno declaró que planeaba transformarlo en Palacio de Cultura, proyecto postergado una y otra vez.
De momento, se han aposentado en su planta baja la Asociación Provincial de Carnaval de Luanda, el Ballet Nacional de Angola y el Ballet Tradicional Kilandukilo, y en la planta alta algunos restaurantes populares ofrecen comida para los bolsillos más humildes.
La plaza de Orán ha tenido un destino mucho más digno que sus hermanas africanas. Restaurada con mimo durante diez años, reabrió en 2018 como un monumento que el público puede visitar -como hacen en La Maestranza sevillana o la Plaza de Ronda- por el módico precio de 60 dinares (40 céntimos de euro).
También ha sido su vida más larga que la de los otros ruedos, pues se construyó en 1912, por empeño de la pujante colonia de españoles de Orán, unos españoles en realidad muy afrancesados y que de hecho llamaron a la plaza Arènes d’Oran, como aún puede verse en su portada.
Con algunas interrupciones, el coso oranés estuvo activo hasta 1962, año de la independencia argelina, y fue abandonado con la precipitada marcha de los «pieds noirs» franceses.
Barrio «El Toro»
Nacionalizada argelina, la plaza sirvió entonces para combates de boxeo y partidos de fútbol, mientras el gobierno decidía qué hacer con este monumento rodeado de mezquitas que marca el paisaje urbano hasta el punto de que el barrio entero se conoce popularmente con el nombre de «El Toro».
Pese a que el edificio parece haberse salvado por su carácter monumental, sigue enfrentado a la misma pregunta existencial que sus hermanas africanas: ¿Para qué puede servir una plaza sin los toros que la hicieron nacer?
La plaza de Santa Cruz de Tenerife es única en Canarias; cuando se levantó, allá por 1893, estaba en las afueras, pero ahora la Rambla de Santa Cruz es una de las principales avenidas de la ciudad.
Levantada en un estilo neomudéjar tan en boga en la época, no es exactamente circular, sino un polígono de 33 lados iguales. Sus primeras décadas, a principios del siglo XX, fueron las más gloriosas, pero la afición al toro fue decayendo en las islas hasta morir de muerte natural en 1984, cuando se celebró la última corrida.
Desde aquel año, el destino de la plaza ha ido dando tumbos durante décadas, ha servido para mítines políticos, cine de verano, galas de carnaval y terrero de la popular lucha canaria, pero hoy en día está cerrada y solo alimenta telarañas.
Como se encuentra en pleno centro de la ciudad, no faltan ideas para su reconversión: unos reclaman un aparcamiento, otros abogan por un centro comercial y no faltan quienes ven un jugoso terreno con posibilidades residenciales.
Aunque el ayuntamiento chicharrero ha proclamado que «primará el uso recreativo y cultural», la realidad es que la plaza está abandonada y su estado es deplorable.
La plaza de Melilla es la honrosa excepción africana, por ser la única que está todavía en activo, aunque los aires antitaurinos que soplan en la península también han llegado a Melilla y en 2020 la consejería de Cultura ya ha anunciado que, por primera vez en tres décadas, este año no habrá feria, lo que ha generado estupor entre la afición local.
El periodista taurino Gregorio Corrochano bautizó la plaza en una ocasión como «la mezquita del toreo» y el título hizo fortuna, por ser un guiño al carácter multicultural del que se jacta la ciudad.
Cada mes de septiembre, algunos de los diestros más reputados de la península se desplazan a Melilla para la feria, pero el resto del año la principal actividad de la plaza es la de reclamo turístico desde que en 2015 el ayuntamiento programase visitas guiadas a las instalaciones de este edificio declarado «bien de interés cultural» hace tres décadas.
Pero al permanecer inactivo una gran parte del año, también el coso melillense ha sido abierto para las actividades más diversas y en los últimos años ha albergado exhibiciones policiales, misas multitudinarias en ferias y hasta concursos de motos de «free style».
Incluso el coronavirus ha hecho adaptarse a la plaza melillense, al convertirse en centro de acogida para cientos de personas sin hogar en el momento del confinamiento domiciliario, cuando el cierre de fronteras dejó atrapado a medio millar de marroquíes que no pudieron regresar a su país durante tres meses.
La «mezquita del toreo» no es ajena al debate nacional sobre el futuro de la tauromaquia, pero si mira al resto de África, sabe muy bien cuál es su destino si un día terminan los toros: un mastodonte urbano al que nadie sabrá darle una función.