El Camino de Santiago en la Alta Rioja, con dos santos insignes
Por Magdalena del Amo.- Pueblos de España que se habían configurado al paso de los peregrinos iban quedando atrás. Algunos, como Azofra, aún conservan elementos de castigo, de un pasado lejano. El «rollo» es uno de los testigos de la dureza de la justicia en otros tiempos, que se empleaba no solo como elemento disuasorio para los malhechores, sino como escarnio público de los reos.
En Santo Domingo de la Calzada, un gallo y una gallina vivos son el símbolo permanente de una de las historias más populares del Camino. Muchos romeros, desconocedores de la leyenda, se sorprenden cuando al entrar en la catedral se encuentran con las dos aves blancas, en recuerdo del milagro del peregrino ahorcado. Cuenta la leyenda que, allá por el año 900, un matrimonio que peregrinaba a Santiago con su joven hijo, hizo noche en una posada. La hija del hospitalero quiso amores con el joven, pero este la rechazó. Ella no soportó el desprecio y decidió vengarse colocando en su mochila una copa de plata de la fonda. Al ser denunciado y pillado con el objeto, fue acusado de robo y condenado a la horca.
Cuando sus padres regresaban de Compostela, su hijo aún colgaba de la soga, pero seguía vivo, gracias a que Santo Domingo lo sostenía desde abajo. Acudieron a dar cuenta del portento al corregidor. Este, completamente escéptico, dijo que su hijo estaba tan vivo como la gallina y el gallo asados que tenía en su mesa para comer. En ese momento, las aves volvieron a la vida con sus plumas blancas entonando un agudo quiquiriquí, quiquiriquí.
—De ahí viene el dicho —intervino María—, «Santo Domingo de la Calzada, donde cantó la gallina después de asada».
—Es un patrón literario que se repite en varios lugares del Camino —dijo Clara—. Para algunos investigadores, es símbolo de la resurrección, la vuelta a la vida, el ave Fénix que renace de sus cenizas una y otra vez.
La ciudad nació bajo el impulso del Santo de Viloria, cuya personalidad dicen que no está debidamente estudiada. Fue pastor de ovejas en su infancia, pero le atraía la vida monástica. Sin embargo, los monjes de San Millán y los de Valvanera debieron verlo demasiado rústico y lo rechazaron. Esto lo obligó a hacerse ermitaño en el bosque de Ayuelo.
No se sabe si en la soledad de la cueva recibió algún tipo de inspiración, pero llama la atención que con tan solo los estudios primarios realizados de niño, reapareciese como un experto constructor de puentes o pontífice, un auténtico conocedor de las leyes de la proporción de los maestros compañeriles, legado que recibiría su discípulo Juan de Ortega.
El puente que construyó sobre el Oia para facilitar el paso de los peregrinos tenía veinticuatro arcos. Levantó también un hospital, donde los enfermos eran socorridos, un templo para la atención espiritual, y una calzada para lo cual tuvo que talar cientos de árboles.
A la salida de la ciudad, la Cruz de los valientes se yergue como testigo del desenlace fatal de rencillas por la posesión o derecho de propiedades y servidumbres. Según la leyenda, dos caballeros se batieron a muerte por la posesión de una robleda.
Continuaron desafiando el horizonte en un intento de acercarse a él, a sabiendas de que era pura ilusión. Enfrente, el cerro cónico de Mirabel dominaba toda la comarca, como si fuera un vigilante. No en vano, allí hubo un castillo en el siglo x. A unos kilómetros les esperaba Castilla, llamada la Vieja hasta hace no muchos años.
La tarde exhalaba sus últimos suspiros cuando entraron en la provincia de Burgos. Atravesaron Redecilla del Camino, lugar de renombre que aparece citado en el Códice Calixtino. En la calle Mayor, mezclados con otros peregrinos, caminaron marcando el paso al compás del golpeteo de los bordones sobre los adoquines. Llegaron a la iglesia de la Virgen de la Calle, que conserva una de las pilas bautismales románicas con gran simbolismo esotérico: una copa cuya base está formada por ocho torres con ventanas abiertas, unidas por una serpiente. ¡Otra vez la serpiente enigmática!, como en Sangüesa y en tantos enclaves donde hay cosas que guardar o tesoros escondidos o vetados.
La antigua Villipun o Villa de Pun trocó el nombre en Castildelgado en honor al obispo Gil Delgado. Hubo hospital de peregrinos como en otras villas del Camino. Algunos contaban incluso con servicio de caballería para transportar a los romeros pobres o impedidos.
Vuelve a repetirse en esta villa la leyenda del Apóstol y otros personajes celestiales que, por encima de los deseos humanos de sus seguidores, imponen su voluntad y deciden instalarse en un determinado lugar. Un día del siglo XIII, unos bueyes trasportaban una imagen de Nuestra Señora a un santuario de Palencia. Refieren que al pasar por Villipun, la Virgen quedó tan encantada del lugar que los bueyes se pararon negándose a seguir, para cumplir su voluntad. Y desde aquel momento permanece en la ermita de Santa María la Real del Campo.
A medida que avanzaban hacia Belorado, el paisaje iba adquiriendo las distintas tonalidades de las calizas de los farallones que muestran en sus faldas las cuevas de San Caprasio, un eremita que se refugió en las cavernas huyendo de la persecución, y que debió atraer a otros. Esta villa jacobea, aunque su origen viene de antiguo, aparece nombrada en el Códice Calixtino, como Belfuratus, posiblemente por las oquedades del monte.
Cada rincón tiene su particular belleza y, por gusto, rendirían honores a cada retazo de historia pasada y presente; pero no andaban sobrados de tiempo, y la prisa les impelía a dar zancadas de legua para ir dejando atrás ríos y arroyos, oteros y valles, villas y pueblos, todos con ermitas y restos de hospitales de peregrinos, que fueron antaño la salvación de muchos enfermos de Europa.
En Tosantos les esperaba la cristianizada gallega Marina que alcanzó la santidad por el martirio tras rechazar al pretor romano que la pretendía. Como por encanto, encaramada en el monte, asoma la capilla de Nuestra Señora de la Peña a quien saludaron desde abajo siguiendo la tradición peregrina.
En muchos momentos, a Clara le surgían las dudas sobre la dinámica que estaban siguiendo. A veces pensaba que los dirigía demasiado haciéndoles seguir su ritmo. Quizá los estaba atiborrando de arte. ¡Pero cómo ir a Santiago sin interiorizar el espíritu del Camino! ¡Y cómo hacerlo sin visitar los santos lugares y los enclaves mágicos!
Entraron en la comarca de Montes de Oca, paraje cargado de simbolismo jacobeo. De esta zona, Aymeric Picaud en su guía medieval da una de cal y otra de arena. Tras decir que es una tierra «llena de tesoros, de oro, plata, rica en paños y vigorosos caballos, abundante en pan, vino, carne, pescado, leche y miel», añade que «carece de arbolado y está llena de hombres malos y viciosos». ¡Vaya por Dios! Menos mal que hubo otros críticos que alabaron esas tierras y a sus moradores, calificándolos de hospitalarios y caritativos.
Otra cosa era el mal que causaban las bandas de malhechores que se agazapaban en el bosque y atacaban a los peregrinos. Muchos alcanzaron la muerte a manos de estos bandoleros. No es de extrañar que al llegar a esas tierras, fuesen con el corazón encogido, temerosos de encontrar una muerte prematura antes de ganar el jubileo.
Existe una normativa escrita, del siglo XVII, sobre la manera de atender a los peregrinos. Manda acogerlos sin distinción de nacionalidad, darles comida y vino, y si nevase o hiciese demasiado frío que pusiese en peligro sus vidas, recomendaba mantenerlos en la posada y tener la lumbre encendida para que se calentasen. Este protocolo regía en el Hospital San Antonio Abad, de Villafranca de Montes de Oca, conocido como La Reina por haber sido fundado por la esposa de Enrique II de Castilla, y se aplicaba en todos los sanatorios del Camino Francés.
En un campo con vegetación y agua, elementos propicios para la manifestación de los númenes, Nuestra Señora de la Oca es símbolo anunciador de un sincretismo fraguado a lo largo de los siglos: la Virgen como representación de la diosa pagana.
Imitando a otros peregrinos se pararon en la fuente de Mojapán y unos kilómetros más allá, en la del Carnero. El agua chorrea en este trozo de tierra entre montañas, haciendo honor a su etimología: Valdefuentes.
En San Juan de Ortega, a más de mil metros de altitud, el discípulo aventajado de Santo Domingo de la Calzada construyó un hospital y un santuario para proteger a los peregrinos de los maleantes, un modelo para otros centros de la Ruta Jacobea, que ha continuado hasta nuestros días. Merece la pena ver su sepulcro en la nave central de la iglesia, sobre la cripta, mandado hacer por Isabel la Católica tras haber peregrinado para pedir un hijo varón, gracia que le fue concedida. Según la tradición, el Santo sigue ayudando a las madres que solicitan este caprichoso favor.
Prueba de los grandes conocimientos del Santo maestro cantero, a la altura de los grandes constructores de catedrales, es el gran milagro de la luz equinoccial que se produce también en el interior de otros templos. El 21 de junio, a las cinco de la tarde, un rayo de sol se proyecta sobre el capitel románico de la Anunciación, iluminando la cara y el vientre de la Virgen en el momento de ser inundada con la luz del Espíritu Santo.
Querían estar en Burgos antes del anochecer. Por eso, a pesar de pasar muy cerca de los yacimientos prehistóricos, no se detuvieron en Atapuerca, de cuyo nombre los propios vecinos hacían chanza con dichos y chascarrillos hasta que la aparición de los restos del Homo Antecesor catapultó el lugar a la fama internacional.
Solo les quedaba recorrer unos cuantos pueblos de la vega del Arlanzón, y la ciudad de Burgos, Caput Castellae y corazón del Camino de Santiago, les abriría sus puertas.
Clara estaba deseando llegar al hotel para darse un baño, aunque no sin cierto remordimiento. Los santiaguistas se mimetizan tanto con el espíritu del peregrino medieval, que cualquier lujo cotidiano revuelve su conciencia y les hace rememorar las escenas de penuria y sacrificio de los penitentes del Medievo.
(De mi novela, El Códice de Clara Rosemberg).