Apocalípticos e integrados, la idiocia de la izquierda y de la derecha en España
Asistimos a un caos intelectual de tal magnitud que a menudo olvidamos que, el gobierno correcto es aquel que protege la libertad de los individuos. Y la única forma es reconociendo y protegiendo sus derechos a la vida, la libertad, la propiedad, y a la búsqueda de la felicidad (que no es lo mismo que “hacer felices a los ciudadanos”). Y como es lógico, debe identificar y castigar a aquellos que violan los derechos de sus ciudadanos, sean criminales nacionales o agresores extranjeros.
Cuando comenzaba a abandonar la adolescencia al final de los años setenta del siglo pasado (del latín “adolescentia” que a su vez deriva del verbo “adolesco” que significa crecer, desarrollarse, y no de “adolecer”, carecer, como algunos piensan…) yo también me deleitaba, soñaba, me enternecía oyendo a Pablo Guerrero cantar aquello de “Islas hay en el tiempo donde vivir querrías y pueblos donde son las tareas comunes, en la escuela se aprende a manejar cometas y a vivir que es lo mismo lo mío que lo tuyo”.
También vibré oyendo a Paco Ibáñez cantar la poesía de José Agustín Goytisolo que decía: “Erase una vez un lobito bueno, al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez cuando yo soñaba un mundo al revés”.
¿Y quién no se conmovería, siendo adolescente, al oír, leer, cosas por el estilo? Lo raro sería lo contrario en una persona joven, todavía inmadura, camino de la adultez.
Cuando uno siente afectación por canciones así es porque aún está instalado en aquello tan propio de la infancia de reaccionar ante la cruda realidad diciendo “es injusto, es injusto”… luego, cuando uno crece, madura, acaba llegando, algunos más tarde que pronto, a que “la realidad es injusta”, que el mundo no se deja cambiar, y que a lo sumo lo único que uno puede cambiar, controlar es la propia conducta y no la de los demás, y por supuesto hacerse uno responsable de las consecuencias de sus actos.
Confieso que a mí también me hizo feliz la canción de Imagine de John Lennon ¿Y a quién no, que tenga corazón y sea buena persona?
Bien, dejémonos de nostalgias, y trasladémonos al presente.
Cuando alguien me pide que explique qué son esas cosas que en la política llaman “izquierda” y “derecha”, siempre suelo recurrir a poner de ejemplo el grupo de familias, de personas que habitan una comunidad de vecinos, de propietarios. Generalmente, transcurrido el tiempo, suele haber un sector de los propietarios (y más en momentos de grave crisis económica) que considera que mientras menos tenga que invertirse en el mantenimiento del equipamiento y las instalaciones comunes, mejor que mejor.
Por el contrario, el resto de los moradores de la finca, da igual cuántos, suele opinar poco menos que lo mejor sería derribar el edificio, y levantar uno nuevo, por supuesto “rediseñado por ellos”. Los primeros son aquellos a los que se acostumbra a etiquetar de “conservadores”, gente que considera que su forma de vida es lo suficientemente aceptable, que no hay nada que merezca ser cambiado, o como mucho que las cosas merecedoras de ser cambiadas no son demasiadas, que realizar determinados “cambios” es meterse en aventuras “revolucionarias”, y que evidentemente las actitudes transgresoras están de más.
Por otro lado, aquellos que si les fuera posible derribarían el edificio y construirían un nuevo inmueble, son de la gente que considera que lo que nos legaron nuestros mayores (tras muchos ensayos, aciertos, errores) no merece la pena ser conservado y que hay que hacer un cambio social profundo, y que apenas nada es digno de ser conservado. Estoy hablando de quienes se atribuyen el monopolio del “progreso”, se hacen llamar progresistas, hablamos de quienes pretenden erigirse en la vanguardia moral y, por supuesto, aspiran a convertirse en los nuevos gestores, tanto de la moral, como de la política, como de la economía, como de “todo”, y “salvarnos”, da igual si nos gusta como si no. Y por descontado, todo aquel que ose contradecir sus proclamas, consignas y dogmas es gente egoísta, anacrónica, reaccionaria, gente despreciable a la que habría que apartar a toda costa, e incluso “asesinar civilmente”, o condenar al más severo de los ostracismos, y si por ellos fuera aniquilarlos físicamente.
En cualquier comunidad siempre suele haber dos grupos claramente definidos, uno de ellos está formado por quienes consideran que las fórmulas convivenciales han probado suficientemente su eficacia, y que, aunque sean susceptibles de mejora, no es necesario sustituirlas por otras. Luego está otro grupo de personas que consideran que el “edificio social” está en ruinas y que más valdría derruirlo, echarlo abajo y construir otro nuevo; aunque generalmente no suelen tener muy claro qué es lo que habría que edificar, con qué cimientos, con qué material, con qué método… Y dado que ven la botella vacía o medio vacía, se niegan a ver nada bueno en la realidad actual.
Cuando en una sociedad predominan los que comúnmente se llaman conservadores y los llamados progresistas son una escasa minoría, la sociedad apenas cambia, evoluciona, o avanza a mejor. Por el contrario, si los “progresistas” son mayoría entonces el riesgo de llegar a una situación caótica es enorme. La Historia de la Humanidad así lo demuestra y la Historia reciente de España desgraciadamente lo corrobora.
Las Sociedades que realmente progresan, avanzan sin grandes traumas, sin desasosiego, sin inseguridades, con paso firme, sin entrar en constantes crisis desestabilizadoras para sus integrantes, sin llevar a la gente a situaciones de angustia vital; son las que son capaces de mantener un cierto equilibrio en el que los apocalípticos-progresistas no acaben imponiendo sus postulados, sus criterios, y mucho menos acaben tomando el poder, como viene ocurriendo en España desde hace décadas, pues en ese caso, esas Sociedades están abocadas al suicidio, o casi.
Para que no ocurra esto último, para que no sea posible, es necesario que nunca sean mayoría los que cuestionan el consenso más o menos general, de que las fórmulas de convivencia existentes son suficientemente válidas. Para evitar que la gente viva inmersa en continuos sobresaltos, para que toda la gente se sienta miembro de una sociedad estable, perdurable, próspera, es imprescindible que existan “absolutos”, sí, asideros incuestionables, y de “esos absolutos” son de los que pretendo hablar, o mejor dicho, acerca de la conveniencia de no cuestionarlos.
Ninguna Nación medianamente sensata está constantemente poniendo a debate su forma de “jefatura de Estado”, o su forma de organización territorial, o las competencias de su Ejecutivo, o de su Legislativo, o de su Poder Judicial; tampoco hay ningún país de nuestro entorno cultural en el que se esté constantemente cuestionando su política exterior (en España cuando cambia el Gobierno los que hasta entonces eran aliados pasan a no serlo, y viceversa…) Tampoco en ningún país civilizado se está constantemente cambiando el sistema de sanidad pública, o el sistema público de enseñanza, y tantas y tantas cosas más que conducen a los ciudadanos a pensar que en España las reformas nunca se acaban, con el consiguiente desánimo que produce la constante transitoriedad en la que nos tienen instalados quienes nos “mal-gobiernan” desde hace cuatro décadas.
La Constitución Española de 1978 dice que España es un Estado Social, Democrático y de Derecho, entendiéndose como tal un régimen que tiene como principal objetivo la garantía de los derechos individuales, la libertad y sobre todo la propiedad, que se proclaman como universales. A su servicio están la división de poderes, el imperio de la ley y el correspondiente control judicial de la administración, concebidos como un límite para las intervenciones del poder ejecutivo en esa esfera de libertad y propiedad: sólo pueden tener lugar previa autorización de la ley y bajo el control de los Tribunales.
La mayoría de la gente cuando se percata de todo “esto” acaba siempre preguntándose cuándo se acabará consolidando eso que hasta ahora es retórica vacía.
A España, y a ninguna nación, le conviene que la Democracia sea aplicada en sentido amplio, en su sentido original, y se acabe convirtiendo en la soberanía ilimitada de la mayoría, en la dictadura de la mayoría que “siempre tiene razón”, apoyándose en el “argumento ad populum” o “sofisma populista”; pues no es suficiente justificación de ningún “razonamiento” el que haya una gran mayoría de gente que piense “así” o que “eso es lo más correcto”, como si la mayoría no pudiera equivocarse. A “esta falacia” es a la que recurren, y en la que se basan quienes nos dan la matraca desde hace años con su “derecho a decidir”.
En estos tiempos que nos han tocado en suerte, desafortunadamente estamos acercándonos, a pasos de gigante a un sistema social en el que el trabajo de cada uno, su propiedad, su mente y su vida misma estén a merced de cualquier pandilla que pueda conseguir el voto de una mayoría en cualquier momento y para cualquier propósito.
Si antes advertía de la necesidad de establecer “absolutos/incuestionables”, es porque si no es “así” tendremos que aceptar que la mayoría puede hacer lo que le dé la gana, y por lo tanto cualquier cosa que haga/decida la mayoría es buena porque son la mayoría, siendo pues éste el único criterio de lo bueno o lo malo, de lo correcto y de lo incorrecto, de lo legal y de lo ilegal, de lo ético y de lo antitético.
Pero, ¿quiénes son la mayoría? En relación a cada individuo concreto, todos los otros son miembros potenciales de la mayoría, que puede destruirlo a placer en cualquier momento. Entonces cada hombre y todos los hombres se convierten en enemigos; cada uno tiene que temerles y sospechar de todos; cada uno tiene que intentar robar y asesinar primero, antes de que él sea robado y asesinado.
Si nos fijamos en el ejemplo de los antiguos atenienses, acabaremos encontrándonos con la vida de Sócrates (según nos cuenta Platón, su discípulo), que fue condenado a muerte porque a la mayoría no le gustaba lo que opinaba y divulgaba, a pesar de que no había violentado a nadie, ni violado los derechos de nadie.
Una democracia, en la que no haya “absolutos/incuestionables” es esencialmente una forma de colectivismo, que niega los derechos del individuo, y en la que la mayoría puede hacer su santísima voluntad sin cortapisas, ni restricciones. Si el gobierno “democrático” es todo-poderoso, manifestación de una “democracia totalitaria”, no sería una expresión de la libertad tal como generalmente nos dicen.
Una democracia con “absolutos/incuestionables” solo debe permitir que la soberanía de la mayoría se aplique, exclusivamente, a detalles menores, como la selección de determinadas personas. Nunca debe consentirse que la mayoría tenga capacidad de decidir sobre los principios básicos sobre los que ya existe un consenso generalizado y que a nada conduce estar constantemente poniéndolos a debate y refrendo. La mayoría no debe poseer capacidad de solicitar, y menos de conseguir, que se infrinjan los derechos individuales.
El derecho al voto es una consecuencia, nunca debe ser la causa primaria de un sistema social libre; y su valor tiene que depender de una estructura constitucional, que habrá de poner en funcionamiento, aplicar los métodos y medidas necesarios para limitar de forma clara y estrictamente el poder de los votantes; el dominio de una mayoría ilimitada es el principio de la tiranía.
Votar es simplemente un instrumento político de participación, para elegir los medios prácticos, para decidir sobre los principios básicos de una sociedad. Pero esos principios nunca deberían estar determinados, supeditados a una votación.
Bajo ningún concepto los derechos individuales deberían someterse a voto público; la mayoría no tiene derecho a votar para quitarle los derechos a una minoría; la función política de los derechos es precisamente proteger a las minorías de la opresión de las mayorías, y no olvidemos nunca que la minoría-minoritaria más pequeña es el individuo.
Los ciudadanos de una “nación libre” pueden no estar de acuerdo sobre los procedimientos legales o los métodos que utilicen los gestores de lo público para velar por sus derechos, pero es de suponer que habrán de estar de acuerdo en el principio básico de cuál ha de ser el punto de partida: el respeto escrupuloso de los derechos individuales.
Cuando la Constitución de un país deja a los derechos individuales fuera del alcance de las autoridades públicas, la esfera del poder político queda seriamente restringida; es así como los ciudadanos pueden, de forma segura y adecuada, estar de acuerdo en acatar u obedecer las decisiones del voto de la mayoría, dentro de esa esfera limitada. Las vidas y los bienes de las minorías o de los que disienten nunca se cuestionan, nunca están en riesgo, no dependen del voto y no están amenazados por ninguna decisión que pueda tomar la mayoría; ninguna persona y ningún grupo poseen carta blanca para poder actuar contra los demás. Nunca se debe permitir que los deseos, el capricho colectivo sean el criterio correcto en todo lo concerniente a los asuntos políticos, nunca se debe abrir la puerta a que una mayoría se arrogue el “derecho”, el poder de esclavizar, subyugar a otros.
Ni que decir tiene que el poder del gobierno ha de estar claramente definido, limitado de forma muy estricta y precisa, para que ni el gobierno, ni ninguna organización criminal, de gánsteres, que quiera conseguir poder estatal pueda abolir la libertad de los ciudadanos.
Tal forma de gobierno convierte la libertad individual en intocable, poniéndola fuera del alcance de cualquier multitud o grupo con ansias de poder. La vida de cada ciudadano sigue siendo suya, y cada cual posee la libertad de vivirla, siendo conditio sine qua non que respete la libertad de los otros a hacer lo mismo. “Ésta” es la única “democracia” admisible, lo demás son formas de gobierno y regímenes liberticidas, pues nunca habría nada que frenara la tentación de sacrificar a los más débiles, a las minorías más o menos “indeseables”. Una sociedad libre nunca debe suscitar inseguridad personal, o poner en riesgo los derechos de las personas, y en particular el derecho de propiedad.
Nunca se ha de permitir que la mayoría vote para decidir sobre si se le quita la vida o se permite vivir a Sócrates, por incurrir en herejía o expresar ideas “políticamente o socialmente incorrectas”; aunque una mayoría exija el ejercicio de ese poder, la Constitución y las leyes, mejor dicho el Gobierno, deben salvaguardar la libertad de los individuos.
Y ¿por qué les cuento todo esto? Pues muy sencillo, porque hace ya demasiado tiempo que hemos pasado de acercarnos peligrosamente y coquetear con situaciones de “dictaduras de mayorías”, a estar plenamente instalados en una en la que sufrimos la arbitrariedad y las locuras de quienes se amparan en ser la voz de esa mayoría, supuestamente progresista.
Cuando los antiguos griegos inventaron aquello, tan fabuloso. de la “democracia”, tuvieron muy en cuenta que para que esa clase de régimen político funcione, los electores tienen que estar bien formados e informados, pues es la única manera de que la gente acabe teniendo buen criterio y sepa a quién o quiénes elige para que gestionen la cosa pública, y al fin y al cabo (que es lo fundamental) los dineros de todos que, no ha de olvidarse que se recaudan para el mantenimiento de los “elementos comunes”, si se me permite que equipare una ciudad, una nación a cualquier comunidad de propietarios.
¿Qué si no, al fin y al cabo se pretende cuando un grupo de humanos se organizan en “comunidad” sino facilitar la vida de las personas, abaratar costes y rentabilizar lo mejor posible lo que se posee en común?
En España se ha acabado imponiendo una “oclocracia”, el gobierno de la muchedumbre ruidosa, una forma de “totalitarismo democrático”, del que ya alertó nada menos que, Aristóteles hace 2500 años, en la que se hacen con el poder quienes más gritan a una muchedumbre analfabeta o semi-analfabeta, prometiéndoles el “paraíso ahora”; una oclocracia en la que la mayoría de la gente acaba siendo víctima de demagogos y charlatanes que llegan al poder prometiendo maravillas y haciendo mucho ruido.
Termino este artículo haciendo un llamamiento a quienes tienen capacidad de decidir en esas agrupaciones políticas que, dicen ser las más “representativas” de la derecha; hago un llamamiento a quienes afirman que es necesario limitar el poder político (Sí, es imprescindible e inaplazable limitar cuanto antes el poder de los políticos y así reducir la importancia, la capacidad de influencia de las personas que votan desde la ignorancia, acerca de cuestiones que ignoran por completo), hago un llamamiento a quienes dicen que hay que profundizar en la división de poderes y que toda ley contraria a la Constitución es nula, y que lo prioritario es el respeto a los derechos individuales: a la vida, la libertad, la propiedad privada y el derecho a la búsqueda de la propia felicidad; hago un llamamiento a los Abascal, Casado y demás oligarcas nacionales y caciques de las diversas taifas, para que no pongan obstáculos, y se echen a un lado, y permitan que Isabel Díaz Ayuso pueda ser un torbellino, un huracán, un aguacero que barra y limpie toda la podredumbre, toda la sinrazón que sufre España en la actualidad, y nos ponga en camino de recuperar la sensatez que se ha perdido en las últimas décadas de gobiernos y políticas socialdemócratas, antiliberales, social-comunistas.
Isabel Díaz Ayuso, sin duda, puede ser, si Abascal, Casado y compañía se apartan y la dejan hacer (a ella y a su equipo de trabajo), un barredor de tristezas, una tormenta huracanada que cuando escampe nos deje la esperanza. Insisto: hago desde aquí un ruego para que, sean generosos, estén sobrios en los próximos días, en las próximas semanas y meses y no nos conduzcan –como consciente o inconscientemente vienen haciendo- a un tremendo caos, del cual sería harto complicado salir.