La pandemia ha conducido a Australia al terrorismo de Estado
El primer ministro del estado australiano de Victoria, Daniel Andrews, ha pasado los dos últimos años convirtiendo Victoria en un estado policial. El daño que ha hecho ha sido colosal económica, social e incluso médicamente. Miles de empresas se han arruinado y el Estado se ha endeudado: de 29.000 millones en 2019 a unos 155.000 millones en 2023. Los problemas de salud mental se han disparado debido a los dos años de contención y a muchos se les ha impedido recibir el tratamiento médico que necesitan debido a la atención exclusiva prestada al coronavirus.
En 2020, más de 650 personas murieron en los asilos de ancianos. Las investigaciones oficiales han señalado a los gobiernos federal y estatal y a la dirección de los hogares por negligencia y mala administración. De las 915 personas que murieron con el virus desde enero del año pasado hasta julio de este año, 820 estaban en el estado de Victoria.
Ahora Andrews sigue adelante con su desvarío. Acaba de llevar al parlamento una legislación que le permite convertirse en un estado policial, como el que ha venido imperando desde hace un año y medio. No hubo debate público, ya que no se supo nada de la legislación fuera del gobierno hasta el día anterior a la presentación del documento de 121 páginas en el parlamento.
El proyecto de ley de salud pública, bienestar y gestión de pandemias permite al Primer Ministro declarar una pandemia aunque no la haya. Sólo tiene que pensar que puede haber una. En tal situación puede asumir el control personal total del Estado y de su población. Puede aislar partes del territorio o en su totalidad e impedir que la población entre o salga del mismo. Puede ampliar los cierres sin límite.
La aplicación de la ley estará en manos de la policía y de los “agentes autorizados”, es decir, milicias auxiliares de matones. Las personas pueden ser detenidas hasta dos años y tendrán que pagar el coste de su propia detención en el gigantesco campo de internamiento que se ha construido en Mickleham, en las afueras de Melbourne. La legislación permite a la policía hacer un “uso razonable de la fuerza” para ayudar a los “matones” cuando los detengan.
El campo de Mickleham tiene capacidad para albergar a miles de personas. Las víctimas probables de este campo de concentración australiano serán los disidentes, políticos o sanitarios, por los supuestos peligros para la salud. Maltratados por los políticos y los comentaristas de los medios de comunicación, excluidos de muchas de las actividades normales de la vida cotidiana, los disidentes sanitarios se han convertido ya en parias sociales que los que obedecen las órdenes sin duda pensarán que merecen ser encerrados en algún recinto, como el de Mickleham.
La legislación prevé un sistema de puntos para castigar el mal comportamiento, como en el caso de las multas de tráfico. Los particulares y empresarios que no obedezcan a un matón autorizado perderán puntos si la infracción se considera grave.
Las personas pueden ser detenidas en función de sus características, atributos y circunstancias evaluadas por un “funcionario autorizado”, es decit, no por un juez. De esa manra es posible la detención de cualquier persona por cualquier motivo.
Se puede exigir a los detenidos que se sometan a pruebas médicas y se puede prolongar su detención si se niegan a aceptarlas. Si no pueden pagar el coste de su detención durante algún tiempo, serán multados. Todas las órdenes pueden ser ampliadas o modificadas sin límite por el Primer Ministro o el por ministro de Sanidad.
La policía también puede entrar en las viviendas o en cualquier clase de instalaciones sin orden judicial. Se puede extraer información de las personas detenidas, no sólo nombres y direcciones, sino “cualquier otra información” que necesite un “funcionario autorizado”. No se explica cómo podría hacerse si la persona detenida no quiere dar esta información… pero lo podemos imaginar
Las reuniones públicas y privadas pueden ser prohibidas y los negocios cerrados por decisión de un funcionario.
El Primer Ministro, Scott Morrison, aisló a Australia del mundo durante casi dos años. Sus ciudadanos no han podido regresar y deben solicitar una excedencia, de las que se conceden pocas. Sus derechos según el derecho internacional han sido completamente violados. Hay decenas de miles de ciudadanos australianos varados en fronteras, puertos y aeropuertos, donde no tienen acceso a los servicios públicos.
Las fronteras estatales siguen cerradas. Miles de habitantes de Victoria que viajaron al norte para escapar del invierno, llevan tres meses varados en Nueva Gales del Sur porque Andrews cerró la frontera en julio antes de que pudieran regresar. Sobreviven en caravanas y hoteles.
A los diputados que se negaron a vacunarse no se les permitió entrar en el edificio del Parlamento, lo que permitió a Andrews derrotar por poco un intento de abrir una investigación sobre su gestión de la pandemia.
La vicepresidenta de la Comisión de Trabajo fue suspendida de su cargo tras calificar la vacunación obligatoria de violación de la ética médica y del derecho internacional. Se le ha ordenado someterse a una “formación profesional” para que no repita su “error”. La vacunación obligatoria viola las normas deotológicas de la Asociación Médica Australiana, pero ese tipo de normas profesionales son papel mojado.