La izquierda posmoderna olvidó el trabajo, la ontología y la Patria
Carlos X. Blanco.- La libertad en Marx es un concepto de Ontología del Ser Social del hombre, y es inteligible a la luz de una Filosofía de la Historia. El hombre, según ciertos niveles o medidas, posee una mayor o menos capacidad de control sobre las condiciones materiales de existencia. No se trata de una libertad abstracta –desprendida de los condicionantes históricos que encauzan y restringen la operatoria humana. No se trata de una constante ni de un a priori natural.
Marx abrió “…una nueva concepción del hombre y de la libertad, entendiendo ésta de forma no meramente negativa, ni como libertad natural, ni gusto por el azar, causalidad, contingencia, en suma indeterminación, como era propio de la ideología liberal, sino como “libertad social” –según expresión de J.D. García Bacca-, o “libertad igualitaria”- en palabras de G. della Volpe. Frente a la concepción idealista de la libertad entendida como independencia o desvinculación del mundo real, Marx postula la libertad materialista, el poder o dominio sobre las condiciones de existencia, con lo que se posibilita el desarrollo de la libre y consciente actividad humana. Ello significa la emancipación humana como reabsorción por el hombre real de sus fuerzas propias como fuerzas sociales, la reconciliación del hombre con su especie, la unión entre individualidad y sociabilidad, permitiendo la libertad real, la emancipación humana” [A. Prior, La Libertad en el pensamiento de Marx, Univ. de Murcia/Univ. de Valencia, Valencia, 1988, p. 54].
Cuando se habla de libertad, y no se quiere caer en los apriorismos, en el naturalismo a-histórico, en la pura abstracción, hay que hablar de libertad humana en el seno de una determinada etapa histórica y en el marco de un determinado modo de producción. Hay, pues, una antropología marxiana, pero ésta consiste en realidad en un fragmento de una Ontología del Ser Social, esto es, una teoría sobre cuál es la realidad y cómo ésta realidad es, a su vez, fruto de la operatoria humana. La realidad marxiana es siempre una realidad “antrópica”: todo se ve desde el punto de vista de las formaciones sociales humanas dotadas de cierta capacidad de abrirse a sectores y capas de la realidad en la que estas formaciones se insertan. La capacidad de desbrozar y de abrir sectores y capas novedosas de realidad es muy diferente, según la formación y nicho cultural en que ésta se aloje. En cualquier etapa y con cualquier grado de control sobre la realidad, las “libertades” son diversas esencialmente, y a menudo incompatibles entre sí. Hablar de “la” Libertad como absoluto sólo responde a una manera absolutista de pensar. Cuando un ser humano viene al mundo, se encuentra con un mundo objetivo, y él mismo es, como cuerpo activo, una realidad objetiva. Con esa realidad corpóreo-objetiva que él mismo es, en que él mismo consiste y se desenvuelve, llega a constituirse como realidad por antonomasia, no como mera subjetividad y no meramente como efecto. La crianza, el nivel técnico, las destrezas adquiridas contarían entre las causas que explicaran y determinaran lo que un hombre es en el sentido antropológico del término. Pero en el marxismo, la antropología debe desembocar en una ontología. ¿Quién es el hombre?: pues el hombre es lo que su sociedad y los condicionantes materiales de su tiempo determinan qué sea el hombre. De nuevo, citamos a Ángel Prior:
“Característica del hombre es su exteriorización, su objetivación. Si se es un ser corporal, vivo, sensible, es porque sus objetos son también reales y sensibles. Existir de manera natural es poseer la naturaleza fuera de sí. La objetivación es condición del ser natural, no participa del (modo de) ser de la naturaleza. El ser objetivo se caracteriza, en suma, por poseer un objeto fuera de sí. Marx confiere a los poderes humanos carácter no sólo antropológico, sino también ontológico” [op.cit. p. 66].
En este trabajo aceptamos que existe en Marx un concepto material –no materialista- de libertad. Lejos del determinismo “tecnoeconómico” que se le ha atribuido, muy lejos del “sociologismo”, según el cual el ser del hombre se reduce a las condiciones sociales y materiales de existencia. En Marx hay una ontología, y ésta no es precisamente una ontología acorde con la Ilustración, las ideas de Progreso y el positivismo de unas “leyes de la historia”. Que en el lenguaje empleado por el filósofo no se detectaran mil y una huellas de su propia época sería como pedirle a Marx que fuera un dios, un ser al margen de la historia y de las influencias ambientales, por encima de la educación concreta recibida. Las influencias ambientales y educativas eran las propias de la clase media europea culta y liberal del XIX, más el conocimiento del movimiento socialista previo, igualmente heredero de la Ilustración, ideas impregnadas del racionalismo y del cientifismo: el mundo iría a mejor, la ciencia y la técnica solventarían problemas materiales fundamentales de la humanidad, y los problemas materiales del ser humano ayudarán a resolver la miseria espiritual, en especial la miseria de la clase obrera. Hoy en día, vemos las cosas de muy distinta manera. El Progreso no existe. La mayor capacidad técnica supone, para el capitalismo, mayor posibilidad de mercantilizar el cuerpo y el alma del ser humano, una cosificación hasta sus últimos rincones y partículas. La ultra-esclavitud del ser humano, su más que probable desaparición, son hoy realidades a la vista, que Marx no pudo llegar a imaginar.
La Ilustración ha terminado por convertirse en despotismo absoluto, en “nuevo orden mundial”. Hoy en día, en que todavía se habla de “fascismo” como si se tratase de una categoría política vigente, una vez derrotado en 1945, pocos se dan cuenta de que el fascismo realmente superviviente es el del despotismo absoluto del capital que, empleando las coartadas ilustradas (especialmente los Derechos Humanos interpretados creativamente y como tabla ampliable, abierta hasta el infinito) ejerce su dominio sobre la mayor parte del mundo. El libro de Adorno y Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, fue realmente premonitorio. En el siglo XXI, la Ilustración sigue desplegando sus potencialidades, pasando de las emancipadoras a las más siniestras, como quien recorre francas de un espectro de luz visible sin solución de continuidad. Aquellas potencialidades que sirvieron para abolir la servidumbre, de los privilegios y la miseria, hicieron su papel en Occidente. Pero en el curso histórico tardío de la Ilustración, lo que se vio no fue sino todo un arsenal de armas ideológicas para someter a los pueblos al dominio del capital.
Dentro de las armas ideológicas constan las de “arrimar” el marxismo a un materialismo. De nada sirvió el esfuerzo del fundador de esta Ontología del Ser Social para superar y tomar distancias de L. Feuerbach y su materialismo. De nada sirvió el trabajo ingente por emprender una “Crítica de la Economía Política”, pues dicha ciencia económica, para el marxismo, es una falsa ciencia, es ideología. Es ideología y falsa conciencia, también, presentar como si fueran hechos puros y leyes naturales eternas lo que no es otra cosa que un sistema histórico (creado por el hombre y susceptible de ser derribado por el hombre) de explotación de unas clases sobre otras.
Cuando se pretende alinear el marxismo al materialismo y a unas presuntas cientificidades (el “materialismo histórico”, el “materialismo filosófico”, las “leyes de la dialéctica”), lo que se está haciendo, descaradamente, es ofrecer la versión más domesticada y manejable posible de un nuevo determinismo que bloquee al ser humano sus posibilidades de “hacerse realidad”.
Marx, antes que el creador de una ciencia o el líder de un ejército de epígonos revolucionarios, ha de ser visto como un filósofo. Un metafísico de corte aristotélico y hegeliano, a partes iguales. Y verlo así no es poco. El capitalismo nos quiere dejar sin metafísica. El capitalismo es un sistema para disimular y camuflar la realidad, quiere que tú y yo no veamos la realidad ni nos demos cuenta de que nuestras operaciones son efectivas y, unidas a la de otros, son también realidad, son “ultra-realidad”. Es lo que Gramsci, Preve y Fusaro, los marxistas que mejor han visto esto, llaman “desfatalizar” la existencia.
El idealismo de Marx (hegeliano) deviene así el mejor realismo (Aristóteles): el hombre es por naturaleza un ser social. El hombre, desde que arriba a una existencia comunitaria civilizada (polis) realiza sus potencialidades específicamente humanas y rebasa la mera existencia zoológica. Esa naturaleza social-política del hombre va esencialmente unida a la racionalidad. Como decía Aristóteles, el hombre no se limita a experimentar dolor y placer y a estimar lo que es y puede llegar a ser dañino o conveniente. El hombre es capaz de mucho más: es capaz de aportar a razones a los otros para establecer qué es bueno (y no sólo útil o conveniente) para el común. Ese (bien) común ha sido permanentemente atacado desde que existe. Existe de forma constatada desde que se instaura en Grecia una polis “de todos”, no como patrimonio de un rey o de un grupo de poderosos. Pero en el común nunca faltan las fuerzas disgregadoras, los intereses “egoístas”, la usurpación del común en beneficio de lo privado. Todo esto está definiendo ya el “espíritu del capitalismo” pero, como se echa de ver, es muy anterior. En sociedades antiguas, como la griega en tiempos arcaicos y clásicos, ya existía esta dialéctica entre usurpación del (bien) común y la defensa de la polis precisamente como bien común orgánico.
Hacer partícipes a todos de ese bien común, por encima de desigualdades materiales, dio en llamarse democracia, aunque más allá de designarse con esto una forma política diferente y contrapuesta a otras (como se echa de ver en los análisis de Platón y de Aristóteles), la existencia de procedimientos democráticos en la Antigüedad revela la conciencia de un pueblo. Hay un pueblo si la polis (el Estado y con él, el territorio, la soberanía, el poder decisorio sobre asuntos comunes que no se deja en manos de particulares ni en manos de agentes externos) es una unión orgánica, y no sólo meramente formal, de todas sus clases y elementos componentes. El ideal de pueblo en sentido orgánico, formando un todo con el Estado sólo puede extrapolarse bajo cauces claramente formalistas al mundo contemporáneo. La organicidad de la polis antigua, alabada sobre todo por el romanticismo revolucionario del siglo XIX, nos parecería hoy un “totalitarismo”. En cambio, el atomismo y el repliegue a la esfera privada, características de la Modernidad, lejos de representar un triunfo del modelo liberal, al legislador clásico le parecería la consagración del egoísmo, una anarquía gobernada por salteadores de caminos. Como escribe Perry Anderson:
“Las repúblicas antiguas constituían pequeños estados guerreros y sus ciudadanos se encontraban sometidos a una rígida conformidad ciudadana. Estos podían dedicar la mayor parte de su tiempo a los intereses públicos, sobre todo militares, porque la producción y el comercio se hallaban a cargo de los esclavos. Las sociedades modernas, por el contrario, eran naciones en gran escala, dedicadas al comercio, en las cuales el individuo no tenía la oportunidad ni el tiempo para entregarse a actividades públicas, pero en cambio gozaba de muchas más oportunidades para escoger su propio modo de vida” [P. Anderson: Los fines de la historia, Anagrama, Barcelona, 1992; p. 22].
Es evidente que hoy en día, “democracia” es un término vaciado de todo sentido, que designa cualquier dictadura atroz, empezando por la más atroz de todas, que es la dictadura del Capital. No podemos perder mucho tiempo en esto. Lo que sí resulta de interés es constatar que el pensamiento europeo, desde Grecia, oscila y se tensa en dos grandes bandos, uno, el de los defensores de lo común, la polis, la organicidad del bien de todos, por un lado, y el bando de los partidarios de la atomización, de la usurpación del común y de la in-organicidad social, tendente a convertirse en masa.
La aportación más valiosa del pensamiento de Marx no es de orden económico (no hay una “economía marxista” sino precisamente una crítica de la economía política) ni de orden politológico (un comunismo como “forma” de democracia popular, o lo que sea), sino una Ontología del Ser Social. Esta Ontología es el estudio del ser del hombre como realidad que exige una reconciliación entre su esencia y su existencia. Lo que es el hombre incluye una exigencia: lo que debe ser. No debe ser una máquina productora ni una mercancía, no debe ser un animal ni “materia” consciente. El hombre es un ser esencialmente libre que debe realizar su existencia siendo libre. De lo contrario, está alienado. Así lo expresa Ángel Prior, refiriéndose a esta dialéctica entre alienación y libertad:
“[alienación y libertad] son dos conceptos y dos problemáticas que mantienen una unidad interna entre sí, de manera que tiene sentido hablar de alienación en Marx, desde una consideración de la existencia del hombre como no correspondiente a su esencia, que es la de ser libre. Del mismo modo, la teoría de la libertad se presenta como una alternativa de liberación del hombre de todas las situaciones y condiciones de opresión, explotación y alienación. En última instancia, Marx expresa la libertad como liberación y emancipación completa del hombre de todas las trabas que le impiden desarrollar o realizar su esencia. Si la característica de nuestra época es el dualismo, la contraposición entre la esencia y la existencia del hombre, Marx plantea la reconciliación, la unidad entre esencia y existencia. La alienación sólo podrá ser superada en el comunismo, entendido como “reino de la libertad” [A. Prior, op. cit. p. 96].
El comunismo no es una forma política concreta, al lado de otras y “superación” definitiva de las otras. Tampoco es un modelo económico concreto de economía planificada, colectivista, centralista, o lo que sea. El comunismo es una ontología de la libertad: el hombre como ser social se reapropia de su esencia y se lanza al desarrollo de todas las potencialidades que le venían históricamente negadas. El comunismo, en lugar de ser una utopía (“todavía no”, “en ningún lugar”, “el fin de la Historia”), se debe entender en Marx como la ontología del hombre, su propia realidad, una realidad negada y bloqueada por el capitalismo. Marx, todavía más que un idealista hegeliano, en un realista aristotélico y un teórico del Bien Común. Estaría más cerca de Tomás de Aquino que de Hegel si no fuera por las coordenadas de época, que son bien distintas al del mundo feudal tardío de la Cristiandad del siglo XIII. En el contexto marxiano de industrialización creciente, de formación de un “sujeto” de la Historia inédito, el proletariado, y en el marco de su negación como realidad no obstante ostensible, el pensamiento de Marx es una inmensa teoría de la realidad, una Ontología. Pero una Ontología que incluye necesariamente el sistema de negaciones y apariencias para que esa Ontología se haga añicos, se destruya, como destruyéndose la Comunidad y la Organicidad de la vida humana se aniquila también al propio hombre, devolviéndole al rango de las entidades maquinales o meramente zoológicas.
El Capitalismo se presenta, bajo las lentes del marxismo realista, como un inmenso sistema de camuflaje, disimulo y destrucción de la realidad. La creación de una “sociedad del espectáculo”, y la asfixia de la conciencia bajo espesos humos de propaganda y entontecimiento tecnológico y consumista, son síntomas bien relatados por los filósofos y científicos sociales del siglo XX. Todo estaba ya en germen en la Ontología del Ser Social (Comunismo) de Marx. Se pueden ir perfeccionando los recursos de manipulación, de alienación y de embotamiento de las conciencias, pero el inicio del proceso de cosificación del ser humano ya fue detectado en su verdadera naturaleza por el pensamiento marxiano.
Todavía habrá que aguantar durante décadas toda una cháchara acerca de “darle la vuelta a Marx”, y todavía conoceremos nuevos “refutadores” y, peor aún, voceros de una “superación” y complemento del marxismo. Nada de eso vale la pena y que se le conceda más o menos publicidad mediática dependerá de si esa charla “neomarxiana” es funcional o no al Capitalismo. En términos generales, desde 1989, se habla muy poco de marxismo y mucho más de “progresismo”. Cuando las voces que se autoerigen como izquierdistas olvidan los derechos laborales de su propia gente, abriéndose, a cambio, a las consignas de las “grandes recetas” del Capitalismo en fase de “reinicio”, hay que echarse a temblar. En vez de izquierdas comprometidas con la defensa de una patria de trabajadores, lo único que se puede ver por un lado y por otro son consignas neomalthusianas: fobia a la natalidad, apología del aborto y de la eutanasia, exclusión de los ancianos, escarnio de la maternidad, promoción de la sexualidad alternativa no reproductiva, animalismo y veganismo, sometimiento a la Trilateral, al Club de Roma y al Club de Bilderberg, el “papeles para todos”… Pero, en lo esencial, esta izquierda que se muestra, como la princesa del famoso cuento, “sensible ante un guisante” inserto bajo los colchones donde duerme, es una izquierda anti-marxista que se ha olvidado de la realidad. Captan el guisante y no se aperciben del alud que se nos viene encima.
¿Y cuál es esa realidad ante la cual no es “sensible” y, por ende, es una realidad que no entiende en absoluto? Pues la del hombre (mujer, niño, anciano) paisano suyo, ser productivo, consciente y activo. La del hombre que vive de su trabajo y se realiza necesariamente en su trabajo, se reproduce y cría en familia y posee una patria cuya soberanía no quiere ver menoscabada, ni por injerencias externas ni por rebeliones internas, que suelen ser fruto o efecto de las externas. La izquierda posmoderna se ha olvidado del “trabajo” como tal, como categoría ontológica fundamental para entender al hombre y al mundo humanizado, y conexa con el trabajo, se ha olvidado de la categoría de Estado, y todo lo que implica un Estado soberano que, en su dialéctica con otros Estados y en el seno de la División Internacional del Trabajo programada por las potencias dominantes, es el dique efectivo para proteger la dignidad laboral y el carácter comunitario (el Bien Común) de la Producción.