Filosofía, Dios, la vida (II)
Hace poco perdimos a un personaje de talla, a un pensador muy especial, muy específico y una persona con vis atractiva. Gustavo Bueno era independiente, libre, anticolectivo y sin inhibiciones ni respetos humanos que le preocupasen. No puedo juzgar su labor filosófica, ni su repercusión en ese mundo tan especial, tan trascendental y tan suyo. La Historia se ocupará de ello. No me cabe duda de que no caerá en el olvido, porque era de los que había que echar de comer aparte. Su muerte, inmediata a la de su esposa, es todo un ejemplo de fidelidad al cariño y con su aspecto campechano, tan cercano y cordial y pese a sus modos desenfadados e incluso desaforados, ha quedado en mi mente, en la distancia, como un cisne, elegante y sentimental. Humano. Dios le haya acogido en su misericordia infinita y le haya puesto al día. No me cabe duda de que no le es indiferente y, mira tú, que ha visto de todo.
Hay algo que me sorprendía y era lo que decía sobre su existencia, que no solo negaba, sin remisión y era muy libre de hacerlo –siempre sin el gesto antipático, venenoso y desagradable de Puente Ojea- sino que le negaba la posibilidad de existir, lo que me daba la imagen de un Dios achaparrado, ancho y bajito, de patas cortas, que intentaba auparse a un mueble sin conseguirlo y me hacía cierta gracia. En eso, más que materialista, se mostraba absolutista y arbitrario. No olvidemos que él mismo se decía ateo católico. Es justo la tesis contraria a Santo Tomás de Aquino, que afirmaba que lo único que Dios no podía hacer era dejar de serlo.
Mis convicciones religiosas, parten de la desconfianza abierta y declarada de San Pablo –el fariseo perseguidor de cristianos y frío asistente al martirio de san Esteban, al que veo fumándose una Faria- que, durante bastantes años, desde el descabalgamiento forzoso, investigó exhaustivamente la resurrección de Cristo entre los testigos y apóstoles supervivientes y dejó dicho, bien patentemente, que si no era cierta su resurrección estábamos haciendo el canelo y luego –convencido de la verdad de su resurrección, seguro de ello- se fue a dar la cara y a morir a Roma, martirizado, poniendo su cuello a merced del sayón, sin ningún resquemor.
Antes, en Jerusalén, en compañía de san Pedro, hace un milagro y pone en marcha a un paralítico que clamaba por ello, en unos términos -dicho y hecho- que siempre me han impactado: “De lo que tenemos te damos…” Salud, nada menos y se la daban y el otro se iba feliz tirando las muletas, y san Pablo experimentaba, además, lo que significa la certeza de tener a Cristo y a san Pedro de su lado, por si le quedaban dudas.
San Agustín, uno de los grandes padres de la iglesia, en el siglo V, dejó sus Confesiones a la posteridad y es un libro muy convincente y denso, cuando se lee y se relee con los ojos abiertos. Tolle et lege, nos dice en él, sugerido por una voz graciosa, lo que sin duda es fundamental para cualquiera. Leer y escuchar lo escrito. No es mal consejo el que nos lega.
No soy experto en la materia. Respiro por los momentos, textos y personas, que han enriquecido y consolidado la fe que recibí de mis mayores y que procuraron asentar firmemente con argumentos sencillos, pero ciertos. Argumentos tan cabales como el de que nos preparamos mucho para ejercer unos cuantos años una profesión, mejor o peor, en esta vida, que no es muy larga –unas décadas todo lo más- y deberíamos, en buena lógica, hacer cuanto esté en nuestras manos para el negocio más trascendente de nuestra vida que, al menos, tiene un 50% de probabilidades de ser cierto, como afirma Pascal, que no es ningún mindundi, por si acaso.
Se habla de la apuesta de Pascal, en un tiempo interesado en el estudio del juego de las probabilidades. Según ésta, la fe en Dios no solo es acertada, sino también racional, porque: “Si ganan, lo ganan todo y si pierden, no pierden nada” (Laf.418). Éste sabio y científico del XVII, que tuvo la gracia de experimentar una profunda experiencia religiosa y su conversión –su metanoia- abriéndose a la religión y a la teología, cifraba la veracidad reveladora de la Biblia en el estricto y total cumplimiento de todas las profecías vertidas en ella, sin excepción.
Aquel que nos creó sin nuestro concurso, no puede salvarnos sin nuestra participación, dice, asignándole a la libre voluntad del hombre la decisión de decidir sobre la salvación. Es buen matiz sobre el misterioso respeto que Dios otorga a la libertad de su criatura hecha a su imagen y semejanza. Falleció a los 39 años. Nieztche le califica de: el lógico admirable del cristianismo. Es muy elocuente su frase: Consuélate, no me buscarías si no me hubieras encontrado.
Contra esto caben muy pocas observaciones y prevenciones. Es así. Lo que diga un especulador frívolo a su albur, lo que sugiera, es su problema personal e intransferible. El mío es mío tan solo y no es poco. Entiendo que el respeto a nuestra libertad se manifiesta en esa “ausencia de Dios” voluntaria por Su parte, con el fin de no aplastarla y arrastrarnos a pasar una vida entera con la boca abierta. Nos facilita la fe y la gracia suficiente para el que quiera incorporarse: “El que crea en mi…”. El que no crea… ya se sabe, asume el riesgo.
Las huellas y evidencias, para un buen observador desprovisto de nagatividad, no son pocas. Para mí, mi perro Lucas es una prueba irrefutable hecha a propósito para que lo experimente. Aquello en lo que está la mano de Dios nunca muere. Un lujo que no puede ser casual. Me conformo, soy muy elemental. No hablemos del orden estelar, del macrocosmos o del microcosmos, entre los que nos hallamos en nuestro mesocosmos de a diario.
(CONTINUARÁ)
De la apuesta de Pascal no se deduce un “50% de probabilidades de ser cierto”.
La racionalidad del argumento está muy bien explicado aquí:
https://www.youtube.com/watch?v=mBSscGqKkVU