Rendirse al poder del mundo (XI) El largo epílogo (I)
La marcha del papa Luna hacia Peñíscola, tras entrevistarse en Perpiñán con el rey Fernando I de Aragón y el emperador alemán Segismundo, dejó un rastro de profunda inquietud. Al rechazar Benedicto XIII -ya en su refugio- la tercera y última conminación a la renuncia, su posición se tornó inconmovible. Los argumentos jurídicos que había esgrimido para defender su legitimidad y ofrecer una solución al cisma acorde con los cánones que rigen el ser de la Iglesia, adquirían tintes alarmantes: el concilio carece de autoridad para juzgar y deponer a un papa. Sin embargo, estaban decididos a hacerlo.
El mismo Fernando de Antequera, próximo a su muerte, tenía su conciencia acongojada: debía el trono a la decisiva influencia del cardenal Pedro de Luna en el Compromiso de Caspe. Por mucho que quisiese tranquilizarla con los ponderados consejos de San Vicente Ferrer, que le aseguraba que había hecho lo justo abandonando a Benedicto XIII a pesar de su legitimidad, no podía escapar a la sensación de haber traicionado a su propia conciencia. En una carta que Pedro Cormuel escribió desde Perpiñán al nuevo obispo de Barcelona, el converso del judaísmo Andrés Beltrán, que acompañaba al Papa en Peñíscola, sentenciaba: “A pesar de que nuestro señor (el Papa) hizo sus propuestas santas y justas en la vía de la renuncia ofrecida por él y satisfizo las requisiciones así hechas, y respondió efectivamente cuanto pudo, con la voluntad de Dios, según más cumplidamente se contiene en las copias de las cartas y escrituras que os he enviado, el señor rey de Aragón, viendo que las cosas ofrecidas y hechas por nuestro señor Benedicto, siendo por él elogiadas y aprobadas no agradaban al emperador; queriendo sin embargo contentar al emperador, no sé si por miedo u otra causa, había llegado a decidir la suspensión de la obediencia, mereciendo de esta forma el juicio negativo de los partidarios del papa Luna”. D. Fernando no quiso tener en cuenta las exhortaciones que la reina de Castilla, Catalina de Lancaster, y el arzobispo de Toledo le hicieran a favor del pontífice.
Los benedictistas castellanos insinuaron a la reina regente que si D. Pedro de Luna era declarado ilegítimo y, en consecuencia, lo eran los actos por él realizados, las capitulaciones matrimoniales de Bayona que le permitieron convertirse en reina por su matrimonio con Enrique II de Castilla, podrían convertirse en nulas de pleno derecho. La cosa daba pavor… Por ello, en el proceso contra Benedicto que dictó el concilio de Constanza, los representantes hispanos se cuidaron muy mucho de que se hiciese referencia a una falta de legitimidad de D. Pedro de Luna. No podían pegarse un tiro en el pie. Aunque la doctrina conciliarista justificaría más tarde que un papa puede ser obligado a dimitir por exigirlo el bien de la Iglesia, posteriormente la Iglesia rechazó una tesis que únicamente fue válida para Benedicto XIII y para nadie más. Al fin y al cabo, Constanza no era una asamblea puramente eclesial -tal como afirmaba el papa Luna-, pues el sistema de “naciones” implicaba que los reyes soberanos nombraran a sus miembros de las delegaciones que, a su vez, ejercían el derecho a voto proporcionalmente al poder que representaban. Y es que cuando se violenta la estructura jurídica de la Iglesia -para algo está- puede ocurrir cualquier dislate.
Así pues, el 13 de diciembre de 1415, tras muchas e inconfesables presiones, los reinos de Castilla, Aragón y Navarra firmaron en Narbona unos acuerdos por los cuales reconocían la legitimidad del concilio de Constanza, pasando a formar parte de la nación española con igual voto que el resto de las naciones. El rey Fernando se comprometía en nombre de esos reinos a ejecutar una solemne sustracción de obediencia, si en el plazo de sesenta días Benedicto XIII no firmaba su renuncia al solio pontificio. Durante el tiempo de la sustracción y hasta la elección del nuevo papa por el concilio, las rentas de la Iglesia ¡ingresarían en las arcas reales! Todo un triunfo para el moribundo monarca aragonés.
El día de la Epifanía de 1416 se celebró un acto solemne en la catedral de Perpiñán para suspender la obediencia. El rey Fernando consiguió vencer in extremis la resistencia de San Vicente Ferrer -antes sincero defensor del papa Luna- para que pronunciase la homilía correspondiente: justificó la decisión tomada como fruto de una grave necesidad. Midiendo sus palabras, expresó su convencimiento de la absoluta legitimidad del papa Benedicto XIII, a la vez que pedía no obedecerle. Un ejercicio de equilibrismo que se convirtió probablemente en su peor sermón…
Por otra parte, la decisión de dejar sin obediencia al papa Luna se había decidido desde las altas instancias de gobierno, no por una asamblea del clero o por los obispos. Aunque Benedicto XIII sólo contara en Peñíscola con tres cardenales fieles, todavía la baja clerecía, bastantes obispos y, sobre todo, el pueblo fiel era, mayoritariamente, favorable al anciano papa. No obstante, el rey Fernando quería forzar a todos a la sustracción de obediencia bajo pena de muerte, pérdida de bienes y exilio: Convertir en mansas ovejas de Constanza a los lobos rapaces de Benedicto, afirmaba el propio monarca. Pero para ello, había que actuar cuidadosamente, si se querían evitar serios altercados. Sin embargo, a pesar de todas las precauciones, cuando Fernando de Malla -predicador encargado por el rey- llegando a Barcelona, anunció la sustracción de obediencia, el pueblo le llamó traidor y en la ciudad se produjeron disturbios.
Influido por su expeditivo hijo Alfonso, el rey Fernando ordenó en febrero de 1416 la evacuación de todo el clero que permanecía en Peñíscola sin pertenecer a la ciudad, bajo pena de confiscación de sus beneficios. Estrechó el asedio llegando a cortarle totalmente las comunicaciones y, aunque no quiso apropiarse de las rentas del pontífice, redujo el avituallamiento del castillo al mínimo. El papa Luna seguía afirmando a quien quisiesen escucharle que estaba dispuesto a abdicar, siempre que se cumpliesen las condiciones conformes a derecho que él mismo estableciera ante el rey de Aragón y el emperador Segismundo. Benedicto XIII no se rendía.
Cuando al morir Fernando de Antequera, su hijo Alfonso V el Magnánimo recordó que, según la disposición de su padre, seguía vigente la obligación de que los cardenales y obispos del reino acudiesen a Constanza, éstos rechazaron la orden, a la vez que el papa Luna declaró cismático al concilio, prohibiendo a quienes le reconocían como Sumo Pontífice participar en él. Seguidamente convocó un sínodo en Barcelona en el cual la Iglesia en Cataluña cerró filas en torno a Benedicto XIII e instó al rey Alfonso a no tomar decisiones precipitadas y escuchar las razones del papa, a restituirle la obediencia y a proporcionarle medios de vida en el castillo de Peñíscola. El monarca se ofendió ante tamaña osadía y anunció que permitiría el aprovisionamiento de la Sede papal sólo hasta que el concilio hubiese tomado una decisión. Así pues, tal como afirmaba D. Pedro de Luna, prevalecían las resoluciones del poder político sobre las de la propia Iglesia… Nada nuevo bajo el sol, antes y ahora.
A pesar de todo, Benedicto XIII no cejó en defender públicamente su postura. Publicó de su puño y letra el opúsculo Super horrendo et funesto casu oboedientiae Papae substractae in regno Aragoniae, en el cual lanza anatema contra Fernando I y cuantos, siguiendo sus decretos reales, se atrevan a sustraerle la obediencia. Defiende su legitimidad pontificia, advierte sobre las perniciosas consecuencias de la sustracción y los males que amenazan al monarca: el peligro de perder su propia conciencia y poner en peligro su salvación eterna; la infamia que resulta de suponerle una depravada intención de ambición y avaricia; el grave detrimento de su estado y dignidad real.
Por su parte, la regente de Castilla, Catalina de Lancaster, afianzada ya en el trono, apoyaba decididamente a Benedicto XIII a pesar de todo y de todos. Eso permitió al pontífice nombrar ocho obispos en el reino castellano, intentando crear así un sólido apoyo a su persona. Sin embargo, los vientos en su contra eran ya demasiado poderosos. Aragón y Portugal ya estaban en el concilio desde octubre de 1416 y Alfonso V obligó finalmente a la reina Catalina a ceder. Los delegados de Castilla, aunque no tenían la intención de retirar la obediencia al papa Luna ni de discutir su legitimidad, cuando llegaron a Constanza el 30 de marzo de 1417, se encontraron con que Benedicto XIII había sido ya procesado, sentenciado y depuesto. Sólo la determinación de los castellanos forzará luego al concilio a elegir primeramente al nuevo papa, pues la intención del emperador Segismundo era proceder a la reforma de la Iglesia en su cabeza y en sus miembros aún con la sede vacante, demostrando así que la suprema autoridad recaía no sobre el Sumo Pontífice, sino en la propia asamblea conciliar. Conciliarismo pues en estado puro…
Visto lo visto, el proceso contra Benedicto XIII que se incoó en Constanza fue la justificación jurídica de una decisión que estaba tomada ya desde el principio. Juan XXIII por la fuerza, y Gregorio XII de grado, habían abdicado. Había pues que acabar con Pedro de Luna para dejar expedito el camino a la unidad. Y había que hacerlo como había dispuesto el emperador Segismundo, autonombrándose defensor de la Iglesia. Una comisión presidida por los cardenales Fillastre y Zabarella emitió un decreto de citación con un resumen de los 27 artículos del proceso: se recordaba que, antes de su elevación al solio pontificio, Benedicto XIII se había pronunciado a favor de la via cessionis y jurado, como todos sus rivales, si resultaba elegido, trabajar por todos los medios posibles -aun asumiendo la abdicación- por el restablecimiento de la paz y unidad de la Iglesia; que, después de elegido, había cambiado por completo, como lo podían demostrar los hechos alegados por los testigos y, por fin, retirado en la inaccesible Peñíscola resistía, sin visos de ceder, todos los requerimientos que le habían sido presentados a abdicar. Así pues, mostrándose fautor et nutritor inveterati schismatis, debía ser considerado como hereje y cismático; y lo era en realidad, pues estaba públicamente difamado como tal… Ciertamente, Benedicto podía dudar con toda razón de salir indemne -tal y como las gastaban-, si comparecía ante Constanza.
Mientras, en el concilio, los embajadores de Aragón se quejaban y protestaban enérgicamente, aunque era inútil, de que la asamblea emplease la fórmula Sede Apostolica vacante, adoptada en un decreto conciliar, cuando el papa Benedicto aún no estaba depuesto. Quedaba pues en evidencia la mala fe y la actuación ab irato -la “mala leche” de la que hablaba Mons. Gonzáles Agápito- del emperador y sus conciliares. Sólo la insistencia de los delegados aragoneses hizo que, al menos, se citara oficialmente a Benedicto XIII a comparecer, pues los padres conciliares querían procesarle y deponerle inmediatamente.
Así pues, fueron enviados a Peñíscola, dos monjes benedictinos: Lambert de Stock y el inglés Bernard de Planche que, en enero de 1417, relataron por escrito al concilio el resultado de su misión. Llegados a Peñíscola, se sorprendieron de lo inútiles que fueron sus esfuerzos para inducir al papa Luna a someterse y llevarle a la renuncia, y lo poco que le habían impresionado los decretos de acusación que le habían leído. Benedicto XIII respondió imperturbable a los que llamaba “cuervos del conciliábulo”: No está en Constanza la verdadera Iglesia. Y dando un golpe con su mano en el trono papal dijo: Hic est Arca Noe (Aquí está el Arca de Noé). Y continuó: “En verdad que he prometido en el cónclave que iría hasta la unión de la Iglesia, incluida mi renuncia, pero no antes de haber agotado todos los otros medios. Es así que yo soy el único juez de estos medios y que están muy lejos de haberse agotado. Luego no estoy obligado a cumplir mi promesa de renuncia. Además, yo envié a Constanza a mis embajadores. En todos los puntos soy invulnerable. Se me llama hereje y cismático. Yo soy el Papa. Los herejes y los cismáticos están en Constanza. Sin ellos el Cisma habría ya terminado hace un año y medio. Yo no cederé jamás. Podéis decírselo de mi parte”.
El concilio respondió furibundo a aquel venerable anciano que se atrevía a cuestionar su precaria legalidad. No presentando su defensa personal Benedicto XIII por sí o por procurador, el concilio faltó a toda ética jurídica en el proceso al no nombrar un defensor de oficio, con lo cual la parte acusada estuvo en una total indefensión y la sentencia emitida por el concilio, carecía así de todo valor por injusta, parcial, falsa y anticanónica. Se anularon las sentencias fulminadas por el papa Luna desde 1415: suspensiones, entredichos, excomuniones, deposiciones y procesos contra los funcionarios reales. En cambio, se mantuvieron todas las colaciones de oficios, prebendas beneficios y dispensas matrimoniales por él otorgadas. Y es que la justicia eclesiástica siempre ha sido muy selectiva…
Finalmente, el 26 de julio de 1417, se promulgaron dos decretos. El primero le declaraba contumaz; el segundo, De vultu eius, contenía la sentencia: “Pedro de Luna, llamado Benedicto XIII ha violado su juramento, escandalizado a la Iglesia universal, mantenido y propagado el cisma, impedido la paz y la unidad eclesiástica, que es hereje notorio e incorregible, que ha violado sin cesar el articulo de la fe unam, sanctam, catholicam et apostolica Ecclesiam, que se ha hecho indigno de todos los títulos, grados y honores, y ha sido negado por Dios, despojado ipso iure, de todos los derechos anejos al papado y a la Iglesia romana y que está excluido de la Iglesia católica como rama seca”. Tras despojarle de todos sus títulos, beneficios y empleos, la sentencia relevaba a todos los fieles de la obediencia y “prohíbe a todos con amenaza de los más severos castigos obedecerlo como papa, sostenerle, recibirle y prestarle auxilio, consejo y protección”.
La sentencia pues ponía de manifiesto como Benedicto XIII fue prejuzgado desde el principio en aras de una solución -la abdicación de los tres papas- decidida previamente por Segismundo y secundada servilmente por los demás monarcas de la Cristiandad. Toda la parafernalia pseudojurídica desplegada no tenía más objetivo que vestir de la máxima legalidad aquello que era más que discutible: la culpabilidad del pontífice. Se negó al papa Luna el derecho de defensa y se le conminó a renunciar a la tiara en aras de un bien eclesial que otros -los príncipes- habían decidido sin él cuál era. El proceso condenatorio contra Benedicto XIII y, por ende, el mismo concilio de Constanza se justificaron por ese estado de necesidad en el que cabían todas las excepciones… Ahí está en nuestros días la tardía persecución de la pederastia en el clero (no en todo el clero y, por todos los indicios, no con intención de acabar con ella) a costa de destruir el derecho procesal de la Iglesia y violentar los cánones para alcanzar “una certeza moral sobre hechos inciertos”, singular y novedosa, por adulterada, fórmula jurídica que apunta con satisfacción monseñor Jordi Bertomeu, nuestro flamante agente 02030, en su entrevista en la pijísima Vanity Fair. Y total para que, al final, tanto hoy como ayer, se humille al hombre y su dignidad; porque lo único que importa es sólo su interesado castigo, que precisamente sirve para que el mundo y sus príncipes nos sonrían complacientes y hasta nos subvencionen. Un mundo, en fin, que nunca dejará de odiarnos. Que se lo digan si no a D. Pedro de Luna.
Brillante serie de artículos, que espero sean pronto un libro.
Supongo serán un extracto o parte de su tesis doctoral sobre el tema, que espera sea pronto defendida y reciba los máximos honores académicos, como corresponde en Derecho y en Justicia.
¡Mis felicitaciones al autor, y al medio por publicarlo!