Rousseau, Guevara, Marx y otros: la bancarrota moral e intelectual de la izquierda
Guglielmo Piombini .- En sus propias obras, Marx se quejaba de los bajos salarios de la clase obrera, pero nunca tuvo el valor ni la humildad de visitar una fábrica. Se refería a los proletarios como «tontos» y «asnos». (Archivo)Al editar el panfleto de David Hume de 1766 titulado Sobre Rousseau, Lorenzo Infantino ha llamado la atención sobre una disputa entre ambos filósofos que en su momento provocó un gran debate en toda Europa. En el centro de ese contraste se encontraban no sólo dos visiones del mundo diferentes, la weltanschauung liberal e individualista clásica de David Hume frente a la igualitaria y colectivista de Jean-Jacques Rousseau, sino también dos personalidades muy diferentes: el pensador escocés era de modales suaves, humilde y reservado, mientras que el filósofo de Ginebra era megalómano, paranoico y pendenciero.
La relación entre ambos representa un interesante episodio histórico. Cuando Rousseau fue buscado por la policía de la Europa continental por sus escritos subversivos, Hume, que empatizaba con la precaria situación en la que se encontraba el filósofo suizo, se ofreció generosamente a acogerlo en su casa de Inglaterra. Además, se esforzó ante las autoridades para conseguirle un sustento y una pensión. Sin embargo, a raíz de un bulo organizado por Horace Walpole contra Rousseau (concretamente una carta falsa que se publicó en los periódicos), éste se convenció, erróneamente, de que Hume era el jefe de una «camarilla» de enemigos que había conspirado contra él. De ahí la irreparable ruptura entre ambos, en la que Hume, de mala gana y sólo por insistencia de sus amigos, respondió a las desagradables acusaciones públicas de Rousseau.
Las credenciales morales del intelectual comprometido
En la historia de la tormentosa relación entre Hume y Rousseau aparece una figura que se ha convertido en típica de la época contemporánea, el intelectual socialmente comprometido, que surgió precisamente en este periodo y del que Rousseau fue probablemente el prototipo original. En efecto, en el siglo XVIII, con el declive del poder de la iglesia, surgió un nuevo personaje, el intelectual laico, cuya influencia no ha dejado de crecer en los últimos doscientos años. Desde el principio, el intelectual laico se proclamó consagrado a los intereses de la humanidad e investido de la misión de redimirla mediante su sabiduría y su enseñanza.
El intelectual progresista ya no se siente atado a todo lo que pertenecía al pasado, como las costumbres, las tradiciones, las creencias religiosas: para él, toda la sabiduría acumulada por la humanidad a lo largo de los siglos debe ser desechada. En su ilimitada presunción, el intelectual comprometido socialmente pretende ser capaz de diagnosticar todos los males de la sociedad y poder curarlos con la sola fuerza de su intelecto. En otras palabras, afirma haber ideado y poseer las fórmulas gracias a las cuales es posible transformar a mejor las estructuras de la sociedad, así como las formas de vida de los seres humanos.
Pero, ¿qué credenciales morales tienen los intelectuales comprometidos como Rousseau y sus numerosos herederos, que pretenden dictar normas de comportamiento para toda la humanidad? De hecho, si observamos sus vidas, a menudo encontramos una constante: cuanto más proclamaban su superioridad moral, su dedicación al bien común y su amor desinteresado por la humanidad, más despreciables e indignos se comportaban con las personas con las que trataban en la vida cotidiana, con familiares, amigos y colegas.
El distorsionado Jean-Jacques Rousseau
Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, se opuso a todos los aspectos de la civilización, empezando por las artes y las ciencias. Como escribió en su famoso Discurso sobre las ciencias y las artes de 1750, que le dio fama de la noche a la mañana: «Cuando no hay efecto, no hay causa que buscar. Pero aquí el efecto es cierto, la depravación real, y nuestras almas se han corrompido en proporción al avance de nuestras Ciencias y Artes hacia la perfección».
En su segundo Discurso sobre la desigualdad y en sus otras obras, este desprecio por las artes y las ciencias se extendió rápidamente a un desprecio por la industria, la acumulación de capital, el comercio, la propiedad privada y la familia.
Las instituciones que muchos considerarían responsables del desarrollo de la civilización eran, según Rousseau, la fuente de la corrupción humana y del mal. El hombre era originalmente bueno, y se convirtió en malo únicamente por las instituciones y el desarrollo de las fuerzas civilizadoras. A este respecto, son reveladoras las palabras con las que comienza El contrato social: «El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado». A los ojos de Thomas Sowell, esta frase resume perfectamente el corazón de la visión del intelectual ungido. Según Rousseau, escribe Sowell, «los males de la sociedad se consideran, en última instancia, un problema intelectual y moral, para el que los intelectuales están especialmente equipados para dar respuestas, en virtud de su mayor conocimiento y perspicacia, así como de que no tienen intereses económicos creados que los inclinen a favor del orden existente y acallen la voz de la conciencia».
La visión sentimentalista de Rousseau sobre la naturaleza humana y su prejuicio hacia las instituciones, observó Roger Scruton, era típicamente adolescente, inmadura, prejuiciosa e histérica, arrojando «a los vientos el sentido común y la sagacidad política que motivaron a Hobbes y Locke».
Rousseau fue el primero en proclamarse repetidamente amigo de toda la humanidad, pero aunque amaba a la humanidad en general, era propenso a pelearse constantemente con los seres humanos concretos, de carne y hueso, y a explotar a todos los que tenía que tratar, sobre todo con aquellos que cometieron el error de tratarle bien, como el adorable David Hume, el apacible Denis Diderot, el gran médico Théodore Tronchin, el deísta François-Marie Arouet (más conocido como Voltaire) y las numerosas mujeres que le apoyaron. Tibor Fischer lo describió como «un hombre que hizo carrera del despecho».
Los biógrafos de Rousseau lo pintan como un monstruo de la vanidad, el egoísmo y la ingratitud, por lo que se le ha caracterizado como uno de los filósofos políticos menos simpáticos. Como escribe el historiador del pensamiento político Gerard Casey
Rousseau es una figura a la que mucha gente le gusta odiar. Y hay buenas razones para ello. Era egocéntrico, vanidoso, autocompasivo, narcisista, y unía todos estos rasgos poco atractivos a un deseo irrefrenable de autopublicidad. Joven enfadado antes de tiempo, cometió el error común de confundir la grosería y la bobería con la honestidad y la integridad, traicionando una chulería que probablemente le llevó a saber que nunca podría esperar moverse por derecho en los círculos sociales más altos a los que aspiraba.
Rousseau se presentaba como un hombre devoto del amor, pero nunca demostró ningún afecto real hacia sus padres, su hermano, su pareja ni, sobre todo, sus hijos. De hecho, Rousseau, a pesar de destacar como maestro de la pedagogía, pretendiendo con su tratado El Emilio sentar las bases de una nueva y mejor forma de enfocar la educación, se comportó de la forma más antinatural y desagradable con sus hijos. Con su compañera de hogar y amante, Marie-Thérèse Levasseur, tuvo cinco hijos y decidió abandonar a cada uno de ellos en un orfanato.
Lo peor era su justificación, ya que afirmaba que en el hôpital des Enfants-Trouvés estarían mejor atendidos en todos los sentidos. Sin embargo, como todos sus contemporáneos, Rousseau sabía muy bien que en aquella época las condiciones de vida en los orfanatos eran terribles: sólo cinco o diez niños de cada cien llegaban a la edad adulta, y casi todos los que sobrevivían acababan siendo mendigos o vagabundos. La verdadera razón del abandono era la falta de cuidado y amor del filósofo hacia sus cinco hijos. Prueba de ello es que Rousseau ni siquiera anotó su fecha de nacimiento y nunca se preocupó por sus destinos.
Karl Marx, el explotador racista
Estas personalidades son sorprendentemente comunes entre los intelectuales revolucionarios. El gusto de Karl Marx por la violencia verbal y por avasallar a sus oponentes también era bien conocido, así como su tendencia a explotar a los que le rodeaban, hecho que fue advertido por muchos de sus contemporáneos. Uno de ellos fue el revolucionario italiano del Risorgimento Giuseppe Mazzini, que en una ocasión describió al filósofo de Tréveris como
un espíritu destructivo cuyo corazón estaba lleno de odio más que de amor a la humanidad… extraordinariamente astuto, taimado y taciturno. Marx es muy celoso de su autoridad como líder del Partido; contra sus rivales y oponentes políticos es vengativo e implacable; no descansa hasta que los ha derrotado; su característica primordial es la ambición sin límites y la sed de poder. A pesar del igualitarismo comunista que predica, es el jefe absoluto de su partido… y no tolera ninguna oposición.
Marx se peleaba furiosamente con todos aquellos con los que se asociaba, a menos que pudiera dominarlos. Gustav Techow, un oficial militar prusiano que llegó a pasar tiempo con Marx cuando el grupo revolucionario con el que estaba asociado en Suiza lo envió a Londres, a su regreso informó a sus asociados de que «a pesar de todas sus afirmaciones en sentido contrario… la dominación personal es el fin de toda su actividad». Marx despreciaba a sus oponentes, pronunciando palabras y comentarios que podríamos llamar directamente racistas.13 Son bien conocidas, por ejemplo, las palabras que Marx empleó para desacreditar a un compañero socialista, Fernand Lassalle, en una de sus cartas con Friedrich Engels el 30 de julio de 1862:
“El negro judío Lassalle que, me alegra decir, se va al final de esta semana … tuvo la insolencia de preguntarme si estaría dispuesto a entregar a una de mis hijas a la Hatzfeldt como «acompañante», y si él mismo debería asegurar el patrocinio de Gerstenberg (!) para mí! … ¡Además, el parloteo incesante con voz aguda y de falsete, los gestos antiestéticos e histriónicos, el tono dogmático! … Ahora está absolutamente claro para mí que, como muestra tanto la forma de su cabeza como la textura de su cabello, desciende de los Negros que se unieron a la huida de Moisés de Egipto…. Ahora bien, esta combinación de germanidad y judaísmo con una sustancia principalmente negra crea un producto extraño. La importunidad del tipo también es negra”.
El racismo de Marx explica su encaprichamiento por las teorías del etnólogo francés Pierre Trémeaux, quien en un oscuro libro afirmaba que «el negro atrasado no es un mono evolucionado, sino un hombre degenerado». A la luz de este «hallazgo», el autor de el Manifiesto comunista, consideraba a Trémeaux y sus trabajos como «un avance muy significativo sobre Darwin», como escribió a Engels en 1866. Este racismo, además, le llevó a apoyar con entusiasmo la agresiva guerra de Estados Unidos contra México, la anexión de Texas y California, la conquista francesa de Argelia y el despiadado dominio colonial de los británicos en la India. Todos estos acontecimientos fueron alabados bajo la bandera del «progreso». Marx creía que la «raza negra» estaba fuera de la historia, una visión que obtuvo de la lectura del relato de Hegel sobre el África subsahariana en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía. Además, al igual que Hegel, creía que la esclavitud no podía ser abolida de un plumazo sin destruir la civilización. No sólo la «raza negra» no estaba preparada para la libertad, sino que la esclavitud cumplía una función económica indispensable. Como escribió en La miseria de la filosofía:
“Sin esclavitud no hay algodón; sin algodón no hay industria moderna. Es la esclavitud la que dio valor a las colonias; son las colonias las que crearon el comercio mundial, y es el comercio mundial la condición previa de la industria a gran escala. Por lo tanto, la esclavitud es una categoría económica de la mayor importancia…. Si se elimina América del Norte del mapa del mundo, se producirá la anarquía, la decadencia total del comercio y la civilización modernos. Abolir la esclavitud y habrán borrado a América del mapa de las naciones”.
Lo que Marx compartía más notablemente con Rousseau era la tendencia a pelearse con amigos y benefactores. Hacía que Friedrich Engels le subvencionara, exigía dinero a todo el mundo y dilapidaba regularmente el dinero en la bolsa o de otras maneras, condenando a los miembros de la familia a una vida precaria. Destaca el trato tiránico de Marx hacia su mujer y sus hijas. En sus propias obras, Marx se quejaba de los bajos salarios de la clase obrera, pero nunca tuvo el valor ni la humildad de visitar una fábrica. Se refería a los proletarios como «tontos» y «asnos».
El único miembro de la clase trabajadora que Marx conoció fue su propia e infatigable ama de llaves, Helen Demuth, a la que explotó indecentemente. A lo largo de toda su vida nunca le dio un céntimo, sólo comida y alojamiento. Mientras vivía bajo el mismo techo con su esposa y sus hijos legítimos, Marx acostumbraba a utilizarla como objeto sexual, hasta el punto de dejarla embarazada. En 1851, de esta relación adúltera, nació un hijo, Frederick Demuth, pero Marx nunca quiso tener nada que ver con él. A Freddy se le prohibió estar cerca cuando Marx estaba en casa y su acceso estaba restringido a la cocina. Para evitar cualquier vergüenza social, se negó a reconocer al niño, pidiendo a Engels que lo reconociera en privado.
Che Guevara, la máquina de matar a sangre fría
En las biografías de tantos otros iconos de la izquierda encontramos, con sorprendente regularidad, los mismos rasgos morales y de personalidad que están presentes en Rousseau y Marx. Hombres que aún hoy son exaltados, como Vladimir Lenin, Mao Zedong y Ernesto «Che» Guevara, estaban sedientos de poder y de dominación sobre los demás, y su lenguaje feroz expresaba todo su desprecio por la vida humana.
Uno de los objetos más extraordinarios de la falsa propaganda es Ernesto «Che» Guevara de la Serna, el revolucionario icónico que está detrás de la toma del poder castrista en Cuba. El Che Guevara, de hecho, ha sido exaltado por los más importantes maîtres a penser de la izquierda. Nelson Mandela, por ejemplo, se refirió a él como una «inspiración para todo ser humano que ame la libertad», mientras que Jean Paul Sartre, en 1961, llegó a escribir que el Che era «no sólo un intelectual, sino el ser humano más completo de nuestra época».17 Los testimonios de personas que estuvieron cerca de él, sin embargo, cuentan una historia diferente, pues describen al Che Guevara como una «máquina de matar».
Disfrutaba mucho matando en frío y fusiló o ejecutó personalmente a cientos de personas sin juicio, sólo por sospecha. Como perfecto maquiavélico, el Che creía que todo, incluso los métodos y acciones más crueles, estaban justificados en nombre de la revolución. La igualdad ante la ley, la prueba judicial, el habeas corpus, el principio de in dubio pro reo, eran todos restos de la sociedad burguesa que tendrían que ser subordinados al objetivo primordial: la revolución comunista y la fabricación del nuevo hombre socialista. Como él mismo dijo: «Para enviar a los hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico. ¡Esto es una revolución! Un revolucionario debe convertirse en una fría máquina de matar motivada por el odio puro».18 Hablando por experiencia, en su «Mensaje a la Tricontinental» de abril de 1967, el Che resumió su idea de la justicia: «El odio como elemento de lucha; el odio inquebrantable al enemigo, que lleva al ser humano más allá de sus limitaciones naturales, convirtiéndolo en una máquina de matar eficaz, violenta, selectiva y de sangre fría».
La propensión del Che Guevara a la violencia es algo que caracterizó su persona incluso antes de la toma real de Cuba. Durante su periodo de preparación en el Movimiento 26 de Julio, la personalidad psicótica del Che, junto con su odio y sus prejuicios sistemáticos, no pasó desapercibida entre sus compañeros de lucha, que de hecho le llamaban «el saca muelas». Desde muy joven desarrolló la idea de que existe un vínculo inextricable entre la violencia y el cambio social. «¿Revolución sin disparar un tiro? Estás loco», le dijo a su amigo Alberto Granado durante su viaje por Sudamérica.
El ansia de poder y la afición por matar de este hombre se ilustran mejor con su periodo al frente de la prisión de La Cabaña tras la revolución. Entre enero y junio de 1959, como jefe de la Comisión Depuradora, encargada de limpiar el país de opositores y disidentes políticos, el Che fue responsable directo del asesinato de más de quinientos hombres, inaugurando uno de los períodos más oscuros de la historia de Cuba. La dinámica de los procedimientos utilizados en La Cabaña fue bien captada por un miembro del cuerpo judicial, José Vilasuso: «El proceso seguía la ley de la Sierra: había un tribunal militar y las directrices del Che para nosotros eran que debíamos actuar con convicción, es decir, que todos eran asesinos y la forma revolucionaria de proceder era ser implacables…. Las ejecuciones se realizaban de lunes a viernes, en plena noche…. En la noche más espantosa que recuerdo, siete hombres fueron ejecutados».
Para el Che Guevara la violencia no sólo era permisible sino necesaria para el triunfo de la revolución: «La vía pacífica debe ser olvidada y la violencia es inevitable. Para la realización de los regímenes socialistas, tendrán que correr ríos de sangre en nombre de la liberación, incluso a costa de millones de víctimas atómicas.» Así concluye Leonardo Facco «Odio, violencia, asesinato, fusilamiento, muerte, venganza, tortura, son las palabras que mejor describen a Ernesto Che Guevara».
Bertolt Brecht, servil adulador de tiranos
El dramaturgo alemán Bertolt Brecht, aún hoy muy estudiado en las escuelas, es un ejemplo típico del intelectual de izquierdas que se pone al servicio de una dictadura despiadada a cambio de honores y privilegios oficiales. Este trato fáustico tuvo una importante impronta en su vida y en su obra. En los años 30, Brecht justificó todos los crímenes de José Stalin, incluso cuando las purgas afectaban a sus amigos. Al igual que el Che Guevara, a Brecht no le importaba si las víctimas de Stalin eran seres humanos inocentes o no. Todo lo contrario. Cuando Sidney Hook le llamó la atención sobre el hecho de que antiguos comunistas inocentes, como Grigori Zinóviev y Lev Kámenev, estaban siendo detenidos y encarcelados, respondió «En cuanto a ellos, cuanto más inocentes son, más merecen ser fusilados».
Después de la Segunda Guerra Mundial, Brecht sirvió al régimen de Alemania Oriental, apoyando todas sus iniciativas internacionales y convirtiéndose en el más confiable de todos los escritores reclutados por el Partido Comunista. A cambio de ello, recibió enormes privilegios. Siempre disponía de grandes sumas de moneda extranjera y viajaba constantemente al extranjero, donde él y su esposa hacían la mayor parte de sus compras; incluso en Alemania Oriental tenía acceso a tiendas que sólo estaban abiertas para los funcionarios del partido y otros privilegiados.
Mientras tanto, sin embargo, las masas de las que decía ser defensor (pero a las que despreciaba en privado) estaban a merced de la política de racionamiento del régimen y casi se morían de hambre. De hecho, unos seis mil ciudadanos se habían refugiado sólo en Berlín Occidental. El 15 de junio de 1953 estalló en Berlín Oriental una revuelta obrera contra el régimen socialista, que pronto fue reprimida con la ayuda de los tanques soviéticos. Brecht aprovechó la oportunidad para ganarse el reconocimiento y el aprecio del régimen acusando públicamente a los alborotadores de ser una «chusma fascista y belicista» compuesta por «todo tipo de jóvenes desclasados».
Sin embargo, como ilustran sus diarios privados, Brecht sabía la verdad: no se trataba de agitadores fascistas en absoluto, sino de trabajadores alemanes comunes que no soportaban un régimen que les expropiaba sus libertades y medios de subsistencia. Sin embargo, el dramaturgo, al igual que Marx antes que él, aunque se vestía como un proletario y pretendía serlo, estaba absolutamente desinteresado en las condiciones de la clase obrera, algo que era tan evidente que hizo que sus compañeros socialistas, como Theodore W. Adorno, Max Horkheimer y Herbert Marcuse, lo despreciaran. Como despreciaba a los trabajadores alemanes, se oponía a todo intento de democratización. Cuando un fontanero se le acercó alegando que quería elecciones libres para tener la posibilidad de descartar a los políticos corruptos, le contestó que con elecciones libres los nazis se harían con el poder, indicando que no había ninguna vía de escape viable del colonialismo soviético. Había que seguir con él.
Al igual que Rousseau y Marx, Bertolt Brecht tuvo, como mínimo, una vida sexual y familiar promiscua y desordenada. Le gustaba mucho dirigir colectivos sexuales con él mismo como amo y solía juguetear con muchas mujeres a la vez, casándose y divorciándose múltiples veces. Esta vida sexual promiscua le llevó finalmente a tener dos hijos ilegítimos. Sin embargo, al igual que sus predecesores intelectuales, nunca mostró ningún interés por sus hijos, ya fueran legítimos o ilegítimos. Los veía muy pocas veces y, cuando lo hacía, no soportaba el tiempo que pasaba con ellos, pues en su opinión destruían su tranquilidad. En este sentido, expresaba perfectamente ese tipo de idealismo intelectual que ha distinguido al «intelectual ungido» desde los tiempos de Rousseau, sin preocuparse un ápice de la gente que le rodea. Uno de sus antiguos colaboradores, W.H Auden, describió a Brecht como «un hombre muy desagradable, una persona odiosa», llegando a afirmar que, a la vista de su comportamiento inmoral, merecía la pena de muerte.
Paul Johnson resumió muy bien los principales principios de la personalidad corrupta de Brecht: «Las ideas estaban antes que las personas, la Humanidad con mayúscula antes que los hombres y las mujeres, las esposas, los hijos o las hijas». Florence, la esposa de Oscar Homola, que conoció bien a Brecht en Estados Unidos, lo resumió con mucho tacto: «En sus relaciones humanas era un luchador por los derechos de las personas sin preocuparse demasiado por la felicidad de sus allegados». El propio Brecht sostenía, citando a Lenin, que había que ser despiadado con los individuos para servir a la colectividad».
Jean-Paul Sartre, el padre espiritual de Pol Pot
Uno de los maîtres à penser más aclamados de la izquierda, pero cuya influencia fue desastrosa para la humanidad, fue Jean-Paul Sartre. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Francia estaba ocupada por los nacionalsocialistas, Sartre se comportó con un oportunismo extremo. Fue llamado a enseñar filosofía en el famoso liceo Condorcet, cuyos profesores estaban en su mayoría exiliados, escondidos o en campos de concentración. No hizo nada por la resistencia. Por los judíos deportados no movió un dedo ni escribió una palabra. Más bien se concentró exclusivamente en su propia carrera.
Una vez terminada la guerra, Sartre aprovechó la situación y se convirtió en una celebridad al abrazar las causas de la izquierda radical mientras predicaba su humeante filosofía existencialista. En su esencia, el existencialismo era una filosofía de la acción, una creencia de que son las acciones de un hombre, y no sus palabras, hechos o ideas, las que determinan su carácter y su importancia. Sin embargo, el socialista francés no llegó a aplicar este principio en su vida. A lo largo de toda su carrera, como escribió Albert Camus, Sartre «intentó hacer historia desde su sillón».
Sartre estuvo vinculado a la escritora Simone de Beauvoir, que se comportó durante toda su vida como su esclava sumisa, aceptando que Sartre la engañara abiertamente con las numerosas mujeres de su harén. «En los anales de la literatura», observa Paul Johnson, «hay pocos casos peores de un hombre que explote a una mujer».26 Esto era tanto más extraordinario cuanto que Beauvoir fue la progenitora del llamado feminismo de segunda ola. Aunque en sus obras, concretamente en su libro más importante, El segundo sexo, Beauvoir se opuso repetidamente a la dominación masculina e incitó a las mujeres a escapar de su estatus de subordinación biológicamente determinado y a convertirse en mujeres de pleno derecho, su vida representó lo contrario de lo que predicaba.27 El feminismo y la dominación masculina iban de la mano.
Sartre siempre mantuvo un embarazoso silencio sobre el tema de los campos de concentración de Stalin. La entrevista de dos horas que concedió en julio de 1954, a su regreso de un viaje a la Unión Soviética, es una de las descripciones más abyectas del Estado soviético que un intelectual de renombre ha dado al mundo occidental desde la de George Bernard Shaw a principios de los años treinta.28 Muchos años después declaró que había mentido. En los años siguientes ensalzó con palabras sin sentido la Cuba de Fidel Castro («El país surgido de la revolución cubana es una democracia directa»), la Yugoslavia de Josip Broz Tito («Es la realización de mi filosofía») y el Egipto de Gamal Abdel Nasser («Hasta ahora me he negado a hablar de socialismo en relación con el régimen egipcio. Ahora sé que me he equivocado»). Además, las palabras que reservó para la China de Mao fueron especialmente cálidas.
Su predicación tuvo consecuencias perjudiciales. Aunque no era un hombre de acción, incitaba continuamente a otros a la violencia. Como era muy leído entre los jóvenes, pronto se convirtió en el padrino teórico de muchos movimientos terroristas en las décadas de 1960 y 1970. Al enardecer a los revolucionarios africanos, contribuyó a las guerras civiles y los asesinatos en masa que convulsionaron ese continente tras la descolonización. Pero aún más nefasta fue su influencia en el sudeste asiático. Pol Pot y casi todos los demás dirigentes de los jemeres rojos, que asesinaron brutalmente a más de una cuarta parte de la población camboyana entre 1975 y 1979, habían estudiado en París durante los años cincuenta, y fue allí donde absorbieron la doctrina sartreana de la necesidad de la violencia. Esos asesinos en masa eran, pues, sus hijos ideológicos.
Cuando Sartre murió en 1980, una gran multitud compuesta principalmente por jóvenes se reunió en su funeral y le rindió los mismos honores que recibió Rousseau en su época. Más de cincuenta mil personas decidieron seguir su cadáver en el cementerio de Montparnasse. «¿A qué causa habían venido a rendir honor?», se preguntaba perplejo Paul Johnson, «¿Qué fe, qué verdad luminosa sobre la humanidad estaban afirmando con su presencia masiva? Podemos preguntarlo».
Los verdaderos maestros
Es muy difícil encontrar un mal maestro de pensamiento que no haya sido también un mal maestro de vida. John Maynard Keynes, por ejemplo, como recordó Murray N. Rothbard en su intrigante Keynes, el hombre, era un individuo arrogante y sádico, un matón intoxicado por el poder, un mentiroso deliberado y sistemático, un intelectual irresponsable, un hedonista efímero, un enemigo nihilista de la moral burguesa que odiaba el ahorro y quería aniquilar a la clase acreedora, un imperialista, un antisemita y un fascista.
Si, por el contrario, nos fijamos en los pensadores que defendieron la libertad individual, casi siempre encontramos hombres de temperamento muy diferente. David Hume era lo contrario de Rousseau: una persona suave, tranquila, afable y con sentido común que dedicó toda su vida a la academia y a la alta teoría. Adam Smith, Immanuel Kant, Frédéric Bastiat y Luigi Einaudi tenían caracteres similares.
Emblemática es la historia del gran economista francés Jean-Baptiste Say, que en 1799 fue nombrado uno de los cien miembros del Tribunado y en 1803 publicó su principal obra, el brillante Tratado de economía política. Napoleón Bonaparte le ofreció cuarenta mil francos al año si reescribía algunas partes del libro para justificar sus proyectos económicos intervencionistas. Sin embargo, Say rechazó el soborno para traicionar sus convicciones y fue destituido de su cargo de tribuno. Como explicó el fundador de la escuela liberal francesa en su primera carta a Pierre Samuel du Pont de Nemours el 5 de abril de 1814 «Durante mi período como tribuno, no queriendo pronunciar oraciones a favor del usurpador, y no teniendo el permiso para hablar contra él, redacté y publiqué mi Traite de Economie Politique. Bonaparte me ordenó que le asistiera y me ofreció 40 mil francos al año por escribir a favor de su opinión. Me negué y me vi envuelto en la purga de 1804».
Para ganarse la vida, Say decidió dedicarse a la actividad empresarial, abriendo una vanguardista fábrica de algodón que empleaba a casi quinientas personas.
El filósofo liberal clásico inglés Herbert Spencer también nos da una lección de método, de carácter y de laboriosidad. Llevó a cabo una cantidad extraordinaria, por no decir otra cosa, de trabajo cultural con una perseverancia y una terquedad poco comunes, y se ganó la vida en el mercado libre de la cultura con sus exitosos artículos y libros, rechazando los puestos académicos o los cargos que se le ofrecían.
Más cerca de nuestros días podemos tomar los ejemplos de Ludwig von Mises, Friedrich A. von Hayek, Murray N. Rothbard, Henry Hazlitt y Bruno Leoni, todos ellos personalidades respetadas y admiradas por quienes les rodeaban, que nunca buscaron puestos de poder y que a veces renunciaron a importantes cargos profesionales para seguir siendo coherentes con sus ideas. Al negarse a adherirse a las modas culturales del momento, no recibieron el reconocimiento que merecían y que estaba a la altura de su grandeza intelectual e integridad personal.
Miseria intelectual, moral y existencial
El ensayista italiano Giovanni Birindelli ha calificado a los socialistas de «estúpidos» por su incapacidad para entender el concepto de orden social espontáneo. Hay que entender que no se trata de un insulto gratuito. La inteligencia, de hecho, tiene muchas caras: hay inteligencia lógica, matemática, musical, emocional, social, etc. Muchos socialistas pueden ser brillantes ingenieros, científicos, ajedrecistas o artistas, pero son decididamente obtusos en su comprensión de los fenómenos sociales, lo que explica el estruendoso y reiterado fracaso de sus ideas siempre que se han puesto en práctica. La idea central del socialismo, de que una autoridad planificadora central puede mejorar las condiciones de la sociedad a través de sus mandatos, prohibiciones y coacciones, es en efecto increíblemente pueril y denota una mente no preparada para comprender la complejidad de los fenómenos sociales y económicos.
La sociedad, de hecho, no es una caja negra, y los individuos no son piezas inmóviles en un tablero de ajedrez que se puedan mover arbitrariamente. Más bien, como explica Jesús Huerta de Soto en el tratado Socialismo, cálculo económico y función empresarial, la sociedad es una estructura dinámica, un proceso altamente complejo compuesto por interacciones humanas que se motivan y mantienen unidas por la fuerza creativa y coordinadora de los empresarios sin trabas.
La miseria intelectual se manifiesta en primer lugar en los errores intelectuales, los delirios ideológicos y la absoluta falta de sentido común que caracterizan a gran parte de la literatura socialista. Las biografías de los maestros del pensamiento de izquierdas muestran, con pocas excepciones, que entre pensar mal y comportarse mal hay menos distancia de la que creemos, porque la pobreza de pensamiento suele ir acompañada de pobreza moral y existencial.
La miseria moral de muchos intelectuales de izquierda se manifiesta en la ferocidad verbal, las exhortaciones a la violencia, la demonización de los adversarios y la falta de respeto por la dignidad de las personas. No es casualidad que en los últimos 150 años, como señaló George Watson, todos los que han teorizado o defendido el exterminio de pueblos o grupos sociales se hayan autodenominado «socialistas». No se puede encontrar ninguna excepción a esta regla.
La miseria moral está frecuentemente ligada a la miseria existencial, que se expresa en el egocentrismo patológico, la vanidad, el deseo frenético de estar siempre en el candelero abrazando todas las modas culturales del momento, el servilismo, el oportunismo, el parasitismo hacia el prójimo, la incoherencia entre las proclamaciones elevadas y las acciones burdas o malvadas.
El intelectual revolucionario no tiene ningún título para presumir de ninguna superioridad personal ni para erigirse en amo de la sociedad. Por el contrario, con sus ideologías ramplonas y su mal ejemplo humano, que ha corrompido la mente y el comportamiento de millones de jóvenes, el intelectual revolucionario es sin duda la figura más perniciosa de nuestro tiempo.