Rendirse al poder del mundo (XIII) El agónico final
A finales de 1418, la tenacidad de D. Pedro de Luna, atrincherado en el castillo de Peñíscola, era una insufrible molestia que turbaba el sosiego de Otón Colonna, Martín V, el “incontestado” pontífice elegido en Constanza tras deponer a los tres papas del cisma: Gregorio XII -solo y agotado- de grado; Juan XXIII -el de Pisa, primer convocante del concilio- a la fuerza. Benedicto XIII era otra cosa… Su precaria existencia, sus bulas y sus cartas, sus mismas palabras desafiaban a aquellos que habían retorcido los cánones para uncirse servilmente al yugo de unos príncipes que se creían con el derecho de poner condiciones a la misma misión de la Iglesia, sometiéndola a su voluntad. La verdad canónica que esgrimía el octogenario pontífice humillaba a aquellos que, habiendo recibido de él grandes beneficios -el rey de Aragón el primero-, ya no podían mirarle a la cara. Para todos esos, la muerte de quien los avergonzaba de tal modo se intuía como la única y más concluyente solución.
El 22 de octubre de 1418, Juan Claver, oficial de la curia del papa Luna, escribía al obispo de Valencia, Hug de Llupiá, una extensa carta en la que daba cuenta del sacrílego atentado que acababa de sufrir el pontífice: Domingo Dalava, canónigo regular de la Seo de Zaragoza, había entrado al servicio personal de Benedicto XIII; pero, insatisfecho en sus aspiraciones curiales, contactó con el cardenal legado Alamanno Adimari. Dalava envió a Zaragoza a fray Paladi Calvet, un monje benedictino que le servía como familiar. Allí entró en contacto con un vicario de la Seo que le dijo: El legado me ha dado este papel, envuelto en este trapo, donde hay unos polvos que han de servir para el papa. Le ordenó entregárselos a su mentor Domingo Dalava y le indicó que no los abriera ni los oliera ni los probase pues, si lo hiciese, estaría en peligro de muerte. Una vez en Peñíscola, al entregárselo al canónigo Dalava, éste exclamó: Vaya contento, fray Paladi, pues mucho bien tendremos y bastantes beneficios. Y añadió: Esto es arsénico y debe ser para el papa. Veamos de qué manera se lo podemos dar para matarlo: pues si lo hacemos, siempre obtendremos un bien. Decidieron mezclar la ponzoña en los pasteles dulces que tomaba Benedicto después de comer. Al cabo de una hora de haberlos ingerido, D. Pedro de Luna se levantó de la siesta con un terrible dolor de estómago, vómitos y nauseas. Síntomas que su médico, Jerónimo de Santa Fe, judío converso, identificó sin dudarlo como envenenamiento por arsénico. Durante diez días estuvo el papa al borde de la muerte…
Al ver Dalava que su criminal proyecto había fracasado, pues Benedicto XIII no sólo no moría, sino que se recuperaba, huyó del castillo a la cercana villa de Traiguera, despertando así las sospechas del entorno curial. Aunque D. Pedro de Luna no tenía ningún interés en perseguirle, el comandante de la plaza -a espaldas del papa- lo hizo detener y encarcelar en Peñíscola. Domingo Dalava confesó primero espontáneamente que había pensado asfixiar al papa con una almohada y robar la tiara de San Silvestre, pero no se atrevió. No dijo más. Pero su cómplice fray Paladi, después de ser amenazado con la tortura reconoció que, con la complicidad del canónigo Dalava y el impulso del cardenal legado Adimari, habían envenenado al papa. Días después el canónigo, tras ser atormentado, confesó lo mismo por separado y sin contradicción. La cosa estaba clara y aunque el papa quería, tras juzgarlos e imponerles penitencia, expulsarlos del estado clerical, perdonándoles la vida, fueron entregados al brazo secular -el del rey D. Alfonso- y ejecutados inmediatamente.
El propio Benedicto XIII daría cuenta de todo el affaire en la bula Acerbis infesta molestiis en la que denuncia los errores doctrinales y el estropicio canónico que se había consumado en la farsa del concilio de Constanza; declaraba los intentos de coacción y soborno para empujarle a la abdicación que, al resultar infructuosos, desembocaron en el artero intento de envenenamiento de su persona. Un atentado instigado por el cardenal legado Adimari y el propio Martín V, dos extranjeros capaces de introducir en tierra hispana la simiente del envenenamiento, tan extraña e impropia de nuestras gentes, afirmaba el papa Luna.
El escándalo causado por el sacrílego atentado fue tan enorme que los prelados que participaban en el sínodo de Lérida, convocado por Adimari en nombre de Martín V, se rebelaron contra el cardenal legado no sólo por sus injustas pretensiones (quería que el clero aragonés financiase una expedición de exterminio contra el castillo de Peñíscola), sino por la fundada sospecha de ordenar el asesinato de Benedicto XIII con un método abyecto: el envenenamiento, porque con tal semilla y maneras se acostumbra a hacer en Italia. El sínodo ilerdano acabó de mala manera, con el legado fatalmente desprestigiado por la fundada sospecha de ser el inductor del impío atentado contra el papa Luna. Las degeneradas costumbres florentinas -decían- habían llegado hasta Aragón y las simpatías populares estaban, como no podía ser menos, con la víctima y no con los verdugos. El rey Alfonso se apresuró a correr un tupido velo sobre el asunto y aflojar un tanto la presión sobre el papa Luna y su castillo. El legado Adimari lo negó siempre todo – ¿quién en su posición no lo haría? -, pero se había ido demasiado lejos.
La apretura del rey Alfonso el Magnánimo sobre Benedicto XIII se suavizó. El descrédito del legado papal y, en consecuencia, del propio Martín V, provocó una corriente de simpatía hacia la víctima del atentado, que todavía contaba con mucho apoyo entre los fieles de la Corona de Aragón, pero también en Gascuña, Languedoc, Escocia -favorecida por D. Pedro de Luna con una Universidad- y también el reconocimiento de Juan IV de Armagnac. Por tanto, solo, solo… el papa no estaba.
Por su parte, D. Alfonso tenía planeado expandirse por el Mediterráneo y afianzar su poder en Córcega, Cerdeña y, sobre todo, en el reino de Nápoles, ya que esperaba heredar su trono de la reina Juana II, que no tenía descendencia.
Puso manos a la obra y, una vez en Nápoles, los intereses del rey Alfonso chocaron directamente con los del papa Martín V, que veía en Luis III de Anjou un candidato más manejable. Hasta tal punto llegó el enfrentamiento, que en el invierno de 1420 el rey de Aragón conquistó Nápoles, poniendo al papa Colonna en un gran aprieto, pues se veía rodeado por potencias que él consideraba hostiles. Los contactos de la diplomacia vaticana con Florencia y Milán para obstaculizar la política del rey Alfonso irritaron tanto al monarca, que amenazó a Martín V con ¡volver a la obediencia de Benedicto XIII! El papa Colonna entonces plegó velas y se tragó el sapo… de momento. El Magnánimo había vencido… Y es que cuando estaban en juego sus reales y aragonesas pretensiones, de nada valían ya ni la unidad de la Iglesia ni las decisiones del concilio de Constanza. ¡Allá van leyes do quieren reyes!
Sin embargo, a pesar de sus aparentes fracasos, Martín V no acababa de dar su brazo a torcer. Seguía apoyando a Luis de Anjou contra el rey Alfonso, que boicoteó en represalia el concilio de Pavía-Siena, publicando la constitución regalista (influencia política sobre los asuntos eclesiales) De no admittendis bullis Sedis Apostolicae absque regis eiusque consilii beneplácito (“Sobre la no admisibilidad de las bulas de la Sede Apostólica sin el beneplácito del rey y de su consejo”): El papa tendría la autoridad que los reyes quisieran darle. Casi nada la pretensión de nuestro rey Magnánimo. Claro que no pensaba en el Papa Luna al que protegía contra Martín V (el papa del emperador Segismundo): en lo que pensaba era en laminar la autoridad del pontífice romano, que estaba torpedeándole en Nápoles, al que consideraba ahora ilegítimo; pero al que a la vez temía porque había conseguido la obediencia de la mayor parte de la cristiandad… Y con toda la razón, como veremos en el próximo y último capítulo de esta apasionante historia.
La muerte de Benedicto XIII
En junio de 1423 estallaba en Nápoles una sublevación contra el rey Alfonso de Aragón, instigada por la diplomacia pontificia (del pontífice salido del concilio convocado por el emperador Segismundo). Alfonso el Magnánimo la reprimió a sangre y fuego, ignorando las peticiones de clemencia de Martín V en favor de los rebeldes derrotados.
Hasta tal punto llegaron los tejemanejes estratégicos entre uno y otro que, cuando falleció Benedicto XIII el 23 de mayo de 1423, tanto el papa Martin V (que no las tenía todas consigo) como la reina María de Castilla -consorte del Magnánimo- instaron enérgicamente a D. Alfonso a tomar al asalto la villa de Peñíscola y su castillo para acabar definitivamente con el cisma. El rey de Aragón se opuso, apoyando así tácitamente a los cardenales de Peñíscola tras la muerte de su pontífice.
Así narra el canónigo Martín de Alpartir, que fue su secretario, el fallecimiento de D. Pedro de Luna, Benedicto XIII: “En 1423, el recordado señor Benedicto saldó su deuda con la naturaleza. Después de innumerables persecuciones inferidas contra él con ocasión del cisma, en el castillo de Peñíscola, perteneciente al Reino de Valencia y a la diócesis de Tortosa, donde vivía semirrecluido a causa de las adversidades mencionadas o persecuciones, el día 23 del mes de mayo en la octava hora del día entregó su alma a Dios, semimártir en vida a causa de la vía de la cesión del papado, que no se había procurado como un honor para él y en la muerte a causa de los venenos. Y el día mes y año mencionados, se celebraba la festividad de Pentecostés, antes llamada vulgarmente la Pascua de mayo. Y vivió en el papado 19 años, y ya corrían 46 años desde que el cisma había empezado después de la muerte del señor papa Gregorio XI, que había fallecido en Roma en 1378”. Y se dice en la crónica que el mismo día que murió el papa Luna, éste se apareció al pusilánime delfín del rey de Francia, luego Carlos VII, diciéndole que se ocupase de la Iglesia, pues en manos de su obediencia estaba la verdad. Poco caso le hizo, por cierto, pues aprovechándose primero del empuje de Santa Juana de Arco, luego la abandonó en manos del prevaricador obispo Pierre Cauchon -acérrimo enemigo de Benedicto XIII-, que la juzgó indignamente y la hizo quemar viva por los ingleses. Pero nuestro férreo Papa Luna no murió del todo, porque no dio por muerta su legitimidad papal.
Seis meses antes de su muerte, el papa Luna, confiando en su derecho y apelando a su conciencia, con la bula Sacerdos in aeternum había nombrado cuatro nuevos cardenales para asegurar su sucesión. El pontífice fue sepultado bajo una sencilla losa ornada con una figura cerámica yacente en la capilla del castillo de Peñíscola.
Pero el conflicto distaba mucho de resolverse con la muerte del finado. El pontífice difunto de hoy todavía seguía bien vivo en junio de 1423, cuando sus cardenales en Peñíscola se aprestaron a reunirse en cónclave para proceder a la elección de un sucesor, tal como había dejado dispuesto en su testamento Benedicto XIII. El rey Alfonso V comunicó a los electores su deseo de que se abstuvieran de hacer una nueva elección o, que, si elegían, lo hicieran en persona de sus Estados. Con el espaldarazo del Magnánimo comenzaron las deliberaciones. Aunque, al principio, las desavenencias del raquítico colegio -cuatro cardenales, uno de ellos ausente- amenazaban con prolongarse indefinidamente, la sensatez se abrió paso y la elección recayó finalmente sobre el canónigo de Valencia, familiar de Benedicto XIII, Gil Sanxis Muñoz, que tomó el nombre de Clemente VIII. Su abultado patrimonio podría sostener los gastos de la Curia y del Sacro Colegio cardenalicio. El día 19 de mayo de 1426, tres años después de su elección, fue coronado solemnemente. El 28 de ese mismo mes el rey Alfonso ordenó al clero de sus dominios obedecer a Clemente VIII. El papa Martín V quedaba bien servido.
Sin embargo, con D. Alfonso alejado en sus cuitas de los reinos de Nápoles y Sicilia, su esposa María de Castilla, actuando por su cuenta y riesgo, decidió organizar -siguiendo los dictados de Martín V- una tropa armada para someter por la fuerza a los que llamaban ya farsantes, fanáticos y enemigos de Dios, de la Iglesia y del rey. Aunque el cerco al nuevo papa se estrechaba por momentos en Peñíscola con un asilamiento casi total, la precipitada vuelta a Aragón de Alfonso V para hacerse con las riendas de unos reinos que su ausencia había descontrolado, tuvo un benéfico efecto para Clemente VIII: El Magnánimo suspendió todas las medidas tomadas por su esposa María de Castilla contra la obediencia clementista y ordenó reconocerlo como único papa legítimo, proveyéndole asimismo de recursos económicos. Así pues, el rey de Aragón sostenía con mano firme su pulso con Martín V a cuenta de sus reinos italianos. No iba permitir que el papa Colonna le pasase la mano por la cara.
En enero de 1425, Martín V, obsesionado y enojado por la resistencia del rey de Aragón en acabar con el persistente cisma, envió como legado ad latere al cardenal franciscano Pere de Foix para lograr la unidad, normalizar las relaciones entre la Santa Sede y Aragón, reformar la Iglesia en ese reino -en Castilla no hacía falta, pues le era afecta- y mantener la libertad de la Iglesia, mediatizada por un rey que se le oponía. D. Alfonso, tras muchas dilaciones, accedió a recibir al enviado papal a condición de renunciar Martín V a los derechos de la Cámara Apostólica (la banca vaticana de entonces) que habían cobrado por su cuenta los agentes del rey. El Magnánimo chantajeaba a Martin V a cuenta de Clemente VIII para conseguir ciertas ventajas políticas en Italia y frente a Castilla, y obtener cuantiosas concesiones pecuniarias de la misma Santa Sede. Pero se pasó de listo…
Cuando en abril de 1426 el legado pudo entrevistarse al fin con el rey Alfonso en Valencia, el enfrentamiento estalló: El Magnánimo puso en duda la legitimidad de Martin V y la necesidad de una embajada. Y recordando el fracaso de la legación del cardenal Adimari, se quejó de la política del papa en Italia -contraria a la suya- y del legado que se negaba a sus peticiones. La sombra de Clemente VIII, protegido ahora por el rey en Peñíscola, era alargada y el cardenal Pere de Foix amenazó a aquellos que protegían a los “cismáticos”. D. Alfonso respondió con el desafío del concilio frente a la autoridad del papa: pues, según Constanza, sólo el concilio debía ocuparse de cuestiones de herejía y cisma.
Aquello no podía tolerarse. Martín V, herido en su pontificio orgullo, hizo instruir al rey de Aragón un proceso, conminándole a presentarse en Roma en el plazo de 120 días para justificar por qué protegía a Clemente VIII en sus dominios y mediatizaba la libertad de la Iglesia. La amenaza de anatema, excomunión y entredicho acogotó de tal manera al monarca que acabó por ceder… Los conflictos con Castilla estaban muy vivos todavía como para abrir otro frente. Alfonso el Magnánimo anuló entonces todas las órdenes que prohibían la obediencia a Roma. Martín V concedió al legado la posibilidad de otorgar pingües beneficios eclesiásticos para aunar voluntades… El rey aceptó finalmente todas las exigencias del cardenal Pere de Foix excepto en lo que se refería a Italia, aunque allí se comprometía a negociar. A cambio, el legado pontificio acompañó a D. Alfonso en una expedición punitiva a Castilla. El apoyo moral del eclesiástico, que intermedió entre los dos reinos, redundó en un rotundo triunfo diplomático para Aragón, lo que enfadó a Martin V, que había recibido de los castellanos un apoyo incondicional. Pero, sobre el terreno, Pere de Foix quería dar alguna satisfacción al monarca que, al poco, el 16 de octubre de 1429, abandonó definitivamente a Clemente VIII y revocó los edictos reales contra Martín V.
Inmediatamente, una embajada de parte del rey y del legado se dirigió a Peñíscola para suplicar a D. Gil Sanxis que se dignara abdicar espontáneamente. Clemente VIII, el 26 de junio de 1429, solo y agotado, aceptó inmediatamente la propuesta, revocó las sentencias de Benedicto XIII contra el papa Colonna, y por el honor de Dios y por la unión de la Iglesia resolvió hacer dejación de la dignidad y honor del Supremo Pontificado. Leyó la bula de abdicación y abandonó el trono. Momentos más tarde reapareció con los hábitos canonicales e invitó a sus cardenales a hacer elección de Papa. Por unanimidad todos votaron a Otón Colonna, Martín V. Un mes más tarde, en la iglesia de San Mateo, el legado absolvió las censuras que pesaban sobre los curiales de Peñíscola, y el papa dimitido devolvió a Pedro de Foix la preciosa tiara de San Silvestre que, depositada luego en el tesoro de San Juan de Letrán, acabó siendo robada y desapareció para siempre. Toda una señal.
Al cabo, el castillo de Peñíscola acabó engrosando el patrimonio real y Gil Sanchís consumió plácidamente sus días como obispo de Mallorca… Ahora sí. Definitivamente, el Cisma había terminado. No sería el último. El poder del mundo los había rendido a todos, menos a uno. Las agrestes rocas de Peñíscola, batidas por las olas, todavía hoy nos recuerdan que en aquella Arca de Noé, la legitimidad de Benedicto XIII y la libertad de la Iglesia estuvieron siempre a salvo. Tampoco fue mejor la suerte del cadáver del Papa Luna: fue profanado por la soldadesca francesa en 1811; y el cráneo, que se salvó, fue a parar al Instituto de Medicina Legal de Aragón, ante el desinterés absoluto de la Iglesia. Sic transit gloria mundi.
El cráneo del Papa Luna, que se guardaba en el Palacio de Saviñan, edificio en mal estado de conservación, y propiedad de nobles aragoneses, residentes en Madrid, fue sustraído por dos chavales, que pidieron un rescate económico para devolverlo. La policia nacional y guardia civil consiguió su detención, y el Juzgado de Instrucción Núm. 6 de Zaragoza decretó su entrega al Gobierno de Aragón, dada la categoría del bien sustraído, a instancia mía, como Fiscal de ese Juzgado. El Gobierno de Aragón lo depositó en el Museo Provincial de Zaragoza, dónde está convenientemente custodiado, pero no puede ser visitado por… Leer más »
Estoy como no podia ser de otro modo de acuerdo en el fondo con lo que expone, pero para nuestra desgracia el craneo del Venerable, para mi martir del papado, Benedicto XIII, han sido entregado hace un par de meses a la Iglesia de Sabiñan, donde apenas es visitado. Como muy bien expone ese craneo deberia estar en el castillo de Peñiscola, unica localidad que sigue dia a dia manteniendo en pie el legado de Nuestro venerable y querido Benedicto XIII, un error para mi garrafal que este en sabiñan, expuesto a otro robo, el peligro es que el alcalde… Leer más »
Peñíscola indisolublemente unida a la memoria de Benedicto XIII. de verdadera, ferviente fidelidad a Cristo haciendo suya en grado heroico : la propuesta evangélica : “Entonces dijo Jesús a sus discípulos Si alguno quiere venir en por de Mi, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame”
-Mateo 16, 24.. Bendito sea.
No veo ningún agçónico final por ningún sitio.
Veo a un PAPA de verdad, no como el montonero y comunista argentino, morir con toda la dignidad, de la persona y del cargo, RODEADO DE SUS FIELES, y con una gran parte de la Cristiandad rec onociendo cómo su Soberanmo Pontífice.
HAN PASADO SEIS SIGLOS, Y SU FIGURA SE AGRANDA, CADA DÍA MÁS.