Rendirse al poder del mundo (XIX) San Vicente Ferrer y las eclesiologías del Cisma de Occidente
Tras el cónclave que dio origen al cisma en 1378, el santo dominico se apresuró a escribir un Tratado para vencer la llamada “indiferencia” del rey Pedro IV de Aragón, que no acababa de prestar obediencia ni al papa romano -el desquiciado Urbano VI- ni al de Aviñón -el enérgico Clemente VII-. Deseando vencer los obstáculos que la conciencia del rey decía poner a su decisión definitiva, San Vicente escribirá que los cardenales en lo que hacen y en lo que dicen en referencia al estado de la Iglesia católica, tienen tanta autoridad como tuvieron los apóstoles de Cristo mientras estaban en el mundo. Decir lo contrario sería un error condenado. Por ello -concluye el santo- la Iglesia católica se llama Iglesia apostólica y el colegio de los cardenales colegio apostólico.
San Vicente Ferrer se apoyará firmemente en los presupuestos del cardenal Pierre Flandin, contemporáneo suyo en la defensa de la legitimidad de Clemente VII, que sentencia: Como Pablo fue incorporado al ministerio de Pedro, así también los cardenales son incorporados al ministerio del papa. En consecuencia, afirmará san Vicente la necesidad de creer a los cardenales cuando hablan sobre el verdadero papa (Clemente VII), igual que hay que creer a los Apóstoles cuando hablan de Jesucristo. Los cardenales son, por tanto, sucesores de los apóstoles y miembros del Romano Pontífice con el que forman una unidad corporativa. En este contexto, la sede romana se convierte en categoría previa y esencial fundamento del ministerio pontificio hasta el punto de que, sin el asentimiento de la Sede -concretada en el colegio cardenalicio-, las decisiones del papa deben ser consideradas nulas. Es la sede de Roma la que, al instituir al papa como su ministro, le confiere la requerida potestad para su ministerio.
Esta era una doctrina canónica bastante común en el siglo XIV. El mismo, Pedro d’Aylli, conciliarista de pro, afirmará que los Apóstoles ejercieron antes el cardenalato que el ministerio episcopal, ya que el cardenalato -dice- tiene su origen en la convivencia con la cabeza -en torno al Salvador- y el episcopado en la misión en favor de los otros, tras la dispersión por el mundo. El agustino Edigio Romano considera en su De ecclesiástica potestate, muchos años antes de cualquier cisma, que los cardenales y los obispos están en la Iglesia en lugar de los Apóstoles, aunque de manera distinta: Los cardenales -en cuanto asisten al papa- hacen las veces de los Apóstoles, mientras que los obispos -en cuanto tienen la cura de las almas- representan a los apóstoles dispersos por el mundo. Así de claro lo tenían entonces.
Frente a aquellos que querían hacer pasar de los cardenales al concilio la competencia de dictaminar sobre la validez de la elección papal, San Vicente se manifestará como un decidido opositor a la asamblea conciliar: Nada se puede objetar ni oponer contra la autoridad y las palabras del colegio de los cardenales, sino que ha de ser creído cuanto afirma del papado.
Sin embargo, en su Tratado del cisma moderno, el santo no defenderá la autoridad unipersonal del papa frente a una posible actitud conciliarista. No defiende al papa, sino a la Iglesia de Roma -concretada en los cardenales- cuando se opone al concilio como solución del cisma. Con todo, San Vicente acepta como real la eventualidad de que pudiese ser convocado un concilio para resolver un conflicto surgido por la anormal elección de un nuevo papa. Cuando por la falta de consenso entre los cardenales no se alcance la mayoría exigida por los cánones, se puede convocar un concilio general, afirmará.
Mientras la mayoría absoluta de cardenales -concepción corporativista de la Iglesia- aceptó a Clemente VII como verdadero papa, san Vicente no vio razones canónicas para convocar un concilio. Con sus argumentos no defendía la autoridad del papa frente al concilio, sino la de los cardenales, atacada por aquellos que deseaban el concilio. Son los cardenales -declaraba- los que detentan la plenitudo potestatis durante la sede vacante y eligen al verdadero papa.
Aunque San Vicente no participó directamente en el concilio de Constanza, su alargada sombra planeó sobre aquella asamblea, sobre todo al final. El seis de enero de 1416, tras celebrar la santa misa y predicar ante miles de personas, el predicador sorprendió a todos proclamando en nombre del rey Fernando I de Aragón que le había sido retirada la obediencia a Benedicto XIII, el papa Luna.
Lo que San Vicente afirmó claramente en su sermón de Epifanía es que Benedicto XIII era el auténtico vicario de Cristo, y explicó que el rey había tomado una dolorosa determinación porque el papa difería la unión de la Iglesia y, por ello, el monarca se consideraba obligado a obedecer a Dios antes que al papa. En fin, una solemnísima contradictio in terminis que se ha querido explicar de diversas maneras.
El Rvdo. Ramón Arnau apunta en su obra San Vicente Ferrer y las eclesiologías del cisma que el cambio de postura del santo respecto a Benedicto XIII se había ido forjando a lo largo del tiempo. Sus dudas se habían ido consolidando a través de los acontecimientos de los que había sido testigo.
En 1394, una vez elegido Benedicto XIII, el rey de Francia puso sitio al palacio pontificio de Aviñón con el objetivo de forzar la cesión del nuevo papa. Los cardenales franceses le habían abandonado a su suerte. San Vicente también dejó los cargos que desempeñaba en la curia y, con el permiso del papa Luna, marchó a predicar. Lo hizo, parece ser, porque le desagradó la violencia militar que se empleó -también por el papa- durante el asedio de Aviñón. También influyó en San Vicente el compromiso escrito, que adquirieron los cardenales en el cónclave del Aviñón, por el cual se declaraban dispuestos a emplear todos los medios canónicos para lograr la unidad de la Iglesia, sin descartar la propia renuncia al papado.
Siguiendo la teoría medieval del corporativismo oligárquico papa-cardenales -desarrollada por san Vicente en su Tratado- como constitutivo esencial de la realidad eclesial, se deja en manos de los cardenales la legítima continuidad del papa al frente de la Iglesia. A lo largo del prolongado pontificado de Benedicto XIII, las relaciones con su colegio se hicieron cada vez más problemáticas, llegando a convertirse en un papa casi, casi… sin cardenales.
Los purpurados franceses le retiraron inmediatamente su apoyo y se aliaron con sus enemigos durante el asedio de Aviñón. Sólo cinco le permanecieron fieles. Posteriormente, en 1408, seis cardenales de Benedicto XIII y otros tantos de Gregorio XII establecieron las condiciones del concilio de Pisa en el que se destituyó a los dos pontífices. Sólo cuatro cardenales acompañaron a Benedicto en el concilio de Perpiñán, organizado para contrarrestar al conciliábulo pisano. Aún estos le abandonaron y, aunque nombró otros cinco, también éstos acabaron sometiéndose a Martín V, elegido en Constanza. Tanto pesaban las prebendas que los purpurados arriesgaban comprometiéndose en una causa que juzgaban ya perdida. Había que salvar los trastos en las nuevas circunstancias… y lo hicieron. ¡Semper idem!
Benedicto XIII se había quedado pues sin cardenales. Por tanto, no podía seguir encarnando el corporativismo eclesial. En la medida en que los cardenales fueron abandonando al papa Luna, se fue haciendo cada vez más dudosa su representación de la Iglesia de Roma. Y el cónclave que le eligió como pontífice se había reservado la determinación de la renuncia al papado, si los otros medios canónicos fallaban. Tal vez por ello, afirma el Dr. Arnau que el reconocimiento de Benedicto XIII como papa se le hacía más difícil a San Vicente, porque no sólo le veía como un papa sin cardenales, sino como un papa que se empeñaba en continuar siéndolo contra la legal voluntad de los cardenales que le urgían la renuncia. Así pues, el comportamiento de San Vicente Ferrer, al retirarle la obediencia al papa Luna, fue la aplicación práctica del principio corporativista desde el que había defendido a Clemente VII en su Tratado del cisma moderno: Así lo dicen los cardenales que son, en último término, quienes anuncian a la Iglesia quién es el verdadero papa.
Cuando el 5 de noviembre de 1414, el papa pisano Juan XXIII dio inicio al concilio de Constanza, el emperador Segismundo deseaba vivamente que San Vicente participara en él. La Universidad de París le escribió rogándole su presencia en la asamblea. También el rey de Aragón, Alfonso el Magnánimo, estaba dispuesto a financiarle el desplazamiento y la estancia. Sin embargo, el santo desoyó todas las invitaciones y se entregó totalmente a su predicación penitencial, que le llevaba de un lado a otro sin concederse apenas descanso. Lo cual no significa que San Vicente rechazara el concilio, ya que lo consideraba un instrumento adecuado para resolver la posible anomalía en la elección del papa. Si los cardenales aceptaban la asamblea conciliar para reunificar la Iglesia, San Vicente no hacía más que aceptar también lo que en su Tratado había admitido como posibilidad.
Como en Constanza primaba la consideración de la Iglesia como congregación de fieles y no desde la autoridad del papa, en ausencia del huido Juan XXIII, la constitución Haec sancta fundamentó la legitimidad del concilio en la potestad que éste recibía inmediatamente de Cristo. Como Cristo es la cabeza de la Iglesia, el concilio se declaraba divinamente legitimado en la eventualidad de que faltase la capitalidad del pontífice. De ahí el interés del emperador Segismundo en obtener la renuncia de los tres papas… Con Benedicto XIII resistiéndose a abdicar, la supuesta autoridad del concilio y el concepto de sede vacante quedaban peligrosamente mermados. Por ello, se emplearon infructuosamente todos los medios para doblegarlo.
Ciertamente San Vicente, al principio, tomó partido con los defensores de Clemente VII por aquella concepción de la Iglesia fundamentada en la unitaria y corporativa vinculación del papa con los cardenales. Los conciliaristas, en cambio, recurrieron al corporativismo de todo el cuerpo eclesial, presidido por Cristo cabeza, e identificaron la Iglesia con la congregación de los fieles. Mientras los primeros defendían la autoridad primacial del vicario de Cristo y cimientan la unidad visible de la Iglesia universal desde la Iglesia de Roma, que integra a las diversas Iglesias particulares, los conciliaristas afirmaron la dimensión espiritual de la Iglesia vivificada directamente por Cristo.
Así pues, los partidarios de Clemente VII desarrollaron una eclesiología de autoridad y derecho, que explicaba claramente la estructura externa y visible de la Iglesia. Por el contrario, los conciliaristas afirmaron tanto la experiencia de la gracia vivida en Cristo a través de la Iglesia como congregación de los fieles, que la redujeron a la intimidad individual de tal manera que pusieron en tela de juicio la estructura visible y jerárquica de la misma Iglesia.
Estas dos corrientes eclesiológicas han ido acompañándonos a lo largo de nuestra dilatada historia. La Reforma protestante acabó primero con la Iglesia visible para dejar una solamente espiritual. Luego, la Contrarreforma católica recalcó la dimensión visible de una institución que, fundada por Cristo es, a la vez, humana y divina. Siglos después, el Vaticano I declaró la infalibilidad pontificia cuando el papa define ex cathedra una doctrina sobre fe y costumbres. Más recientemente, el concilio Vaticano II presentará al pontífice como aquel obispo con potestad ordinaria -recibida directamente de Cristo, no por delegación de la Iglesia, de los fieles o del colegio episcopal-, suprema -no la hay superior-, plena -abarca todas las materias propias de su potestad-, inmediata -sobre cada fiel, cada Iglesia y cada pastor-, universal – sobre toda la Iglesia y sobre todos los asuntos posibles- y libre –puede ejercerla siempre con independencia de toda autoridad civil o eclesiástica-.
Según los cánones, esta autoridad cuasi omnímoda del pontífice, cuyo desarrollo es bien moderno, tiene, sin embargo, precisos límites para la validez y la licitud de sus decisiones. Con respecto de la validez, el papa no puede ir contra el derecho divino, natural y positivo. La potestad del papa es vicaria y nada puede contra lo establecido por Cristo. Tampoco tiene el pontífice potestad en materias seculares, salvo en lo que se refiere a su dimensión moral.
Respecto de la licitud, son requisitos de ejercicio de la potestad pontificia la prudencia -principal virtud del gobernante- y en concreto la prudencia pastoral; y el deber de obrar para la edificación de la Iglesia y de las almas.
Sin embargo, si en un momento crítico de la vida de la Iglesia fallan en el ejercicio de su ministerio quienes, desde la estructura jerárquica (papa y obispos), deben promover la fidelidad a la gracia que fluye de Cristo, ¿suscitará el Espíritu Santo en determinados miembros del cuerpo eclesial la conciencia correctora para subsanar tales deficiencias? Dadas las supremas prerrogativas pontificias, que no pueden ser fiscalizadas por nadie más que por el propio Jesucristo, la fe de la Iglesia sostiene que es Él mismo quien dirige la nave su santa Iglesia entre las tempestades del mundo y los consuelos de Dios… y a pesar de tantos pésimos timoneles. Bien lo sabía San Vicente Ferrer cuando, ante la grave crisis que atravesaba la Iglesia de su tiempo (y del nuestro), gritaba a los cuatro vientos: Timete Deum et date illi honorem (Temed a Dios y dadle gloria), porque ha llegado la hora de su juicio.