Un minuto de vida, un minuto de gloria
Padre Custodio Ballester.- Qui mortem nostram moriendo destruxit… Muriendo, destruyó nuestra muerte (Prefacio Pascual I) En lo que llevamos de siglo, difícilmente encontraremos a alguien que haya hecho tanto en defensa de la vida humana y de su dignidad absoluta (sin depender de su “calidad” ni de sus circunstancias) como el heroico Alfie Evans y sus maravillosos y jóvenes padres: (él, ¡21 años!; ella, ¡20!). La vida de Alfie le ha aportado muchos minutos de gloria a la vida humana. Muchos más que la de tantos profesionales del bien común tanto en religión como en política. Cada minuto de la vida de Alfie ha sido un minuto de gloria para la vida humana y para la causa de la vida.
Ha sido realmente una vida victoriosa. Mucho más que tantas otras vidas mucho más largas y mucho más promocionadas.
Hoy que las leyes nos han sometido a todos, absolutamente a todos (tanto antes de nacer como antes de morir) a los tasadores de la vida humana; hoy que nos toca sufrir por que den la talla y alcancen los parámetros de la compatibilidad con la vida tanto nuestros hijos como nuestros padres; hoy que nuestras vidas han pasado de las manos de Dios a las manos de los hombres, a la arbitrariedad primero de los votos y luego de las batas, y si hay conflicto, a la arbitrariedad de las togas; hoy que nuestra vida ha dejado de ser sagrada, la irrupción de nuestro pequeño Alfie en este negro escenario, ha sido una bendición.
Nunca estuvo más segura la vida humana que cuando estuvo en manos de Dios. Lo que nunca contempló la ley de Dios, que una madre pudiera matar a su hijo estando aún en el santuario de su vientre, ¡en defensa propia!, eso se ha convertido en medio mundo en un “derecho de la mujer”. Y están empeñados los nuevos amos de la vida humana en proclamar ese nuevo derecho, como “derecho natural” y catalogarlo como uno de los “derechos humanos” a los que han de someterse todas las leyes. He ahí los Derechos humanos que han querido erigir los nuevos amos del hombre como sustitutos de Dios. Y lo que tenemos es eso: unos médicos endiosados y unos jueces inexorables pasando por encima de la voluntad y del amor de los padres para condenar a muerte a su hijo. Interponiéndose entre la madre y el hijo y erigiéndose en crueles padres. ¿Y cuál es la razón? Que su vida es incompatible con la vida. ¡Valiente argumento! Tan potente como el porque nos da la gana y el que manda soy yo.
Permitidme que os cuente una triste anécdota: una anciana con demencia senil avanzada está en el hospital con severos problemas digestivos que la tienen totalmente inválida. La mujer tiene a lo largo del día algunos minutos de lucidez en que se comunica aunque con dificultades, con su hija que la cuida solícita y amorosamente. A los tres días se estabiliza el cuadro clínico que había puesto a la mujer al borde de la muerte y había provocado su hospitalización para poder morir decorosamente asistida en el hospital. El cuadro clínico es irreversible, porque en ese estadio la enfermedad no tiene retorno.
En vista del encallamiento del proceso y la consiguiente dilación del desenlace, los médicos le recomiendan a la hija la eutanasia de la madre. Ante el escándalo de ésta, los médicos le dicen que la dan de alta y que se la lleve a casa, donde la hija no va a poder hacer absolutamente nada por ella: imposibilidad física (la enferma no puede ni moverse en la cama, y ella no tiene fuerza para hacerlo) e imposibilidad técnica, porque no va a poder ofrecerle los cuidados ordinarios y los paliativos que le corresponden. Ante el dilema, incitada por las muy convincentes razones de los médicos, y estrellándose contra su impotencia total, opta por la eutanasia.
Para la hija fue un drama, del que tuvo que salir con tratamiento psiquiátrico. Tenía clara conciencia de que le había robado a su madre minutos de vida (tenía clarísima conciencia de que sólo eran minutos y de que ella los había perdido). Pero también tenía clarísimo que valía la pena soportar todas las fatigas y dolores de la enfermedad por gozar de esos contados minutos de lucidez, de comunicación de amor y gratitud que compartía con su madre, vegetal inmóvil el resto del día. Esos minutos eran tanto para la hija como para la madre, inmensamente valiosos. Eran los minutos de encuentro. Las dos deseaban que llegasen esos minutos.
Minutos, sólo minutos… Es que no somos conscientes de que nuestra vida está hecha de minutos realmente valiosos, perdidos entre infinidad de minutos, horas, días y meses de cardiograma y encefalograma plano. Por eso nos vale la pena esperar días y días esos minutos gloriosos de nuestra vida, que multiplican su valor cuando se entrelazan con minutos gloriosos de otra vida, y sobre todo cuando son pocos los que nos quedan para compartir. Todos son gloriosos, todos son valiosísimos. Cada minuto vale una vida.
¿Cómo no iba a valer oro para los padres de Alfie cada minuto de su vida? ¿Y por qué han de ser uno o cien médicos, uno o cien jueces quienes tasen el valor de una vida y tomen la decisión que mejor les parezca? ¿Ha de estar nuestra vida y la facultad de apagarla sometida al criterio de un médico o de un juez? ¿Ha de poder disponer un juez de la vida de un inocente, mientras se le prohíbe taxativamente disponer de la vida de un criminal? ¿Qué sentido tiene que nos desgañitemos por impedir que un juez disponga de la vida de un criminal, y guardemos un silencio espeluznante cuando dispone de la vida de un inocente? ¿Y cuál es su vara de medir el valor de una vida? Sí, ¿cuál?
La humanidad (toda la humanidad) ha cometido un tremendo desvarío consintiendo que un médico y un juez (he ahí nuestros nuevos dioses) puedan condenar a muerte a un niño por una gran causa: por estar enfermo (el hecho de que la enfermedad sea más o menos grave, no altera la sustancia del hecho: condenado a muerte por estar enfermo).
Esto se veía venir, sólo era cuestión de tiempo que después de justificar y bendecir el descuartizamiento o el envenenamiento de un niño en el vientre de su madre por estar enfermo (aquí en España son muchas decenas de miles los niños condenados a ser descuartizados o envenenados en el vientre de su madre porque es suficiente alegar para ello la sospecha -tantas veces infundada- de que pudieran estar enfermos); era, en efecto, cuestión de tiempo desechar esa absurda categoría de dentro / fuera para calificar el “dentro” como un derecho, y el “fuera” como un grave crimen de infanticidio. Con la sentencia de los jueces de Inglaterra contra el pequeño Alfie, se pasó el Rubicón.
Ya se ha abierto la veda para que los jueces condenen a muerte a los enfermos: también fuera del vientre de sus madres. Sin otro delito que el de estar enfermos. Pero no nos alarmemos, sigamos tranquilos, tanto como el episcopado inglés, no perturbemos nuestro silencio, ni cuestionemos nuestro asentimiento, porque éste es sólo un paso más (no olvidemos que entre medio está la eutanasia aplicada cada vez más “generosamente”). Antes de 25 años, jueces y médicos en comandita perseguirán a los enfermos para liquidarlos (no suframos, que esto ya se ensayó, y funcionó). Unos y otros no buscarán otra cosa que el bien del enfermo, así que tranquilos, no perdamos el sosiego, no nos descompongamos…
¿Alguien ha ponderado los minutos de amor y felicidad de que gozó Alfie en brazos de sus padres? Esos minutos valen la vida. Eso lo sabe todo el que ha tenido la inmensa fortuna de gozar minutos de amor. ¿Quién es quién para robárselos? ¿Acaso no afrontamos la inmensa mayoría días y días de sufrimiento y de dolor por alcanzar nuestro minuto de gloria o nuestro eterno instante de amor? ¿Qué hacen un médico o ciento, un juez o mil decidiendo cuánto es justo que sufra cada uno para alcanzar su cuota de gloria, de amor o de felicidad? ¿Cómo se nos ha ocurrido meter en esto a los médicos y a los jueces? ¿Estamos locos?
De verdad, de verdad, de verdad, todo esto es una locura. ¡Y con qué ínfulas de justicia, de sensatez y de amor universal, se están cometiendo estas locuras! Pero como estamos adoctrinados para ello, como estamos tan bien entrenados a jugar a la ruleta rusa con embriones humanos, también en hospitales de la Iglesia; a jugar al aborto y hasta al infanticidio, con tal que sea prenatal; a disponer alegremente de la vida humana, con tal que sea infantil (la que no habla) y por tanto indefensa; como estamos anestesiados para que no nos haga sufrir tanta barbarie, asistimos indiferentes a este tremendo acontecimiento en la vida de la humanidad: los médicos y los jueces se han alzado con el derecho a la vida de los enfermos. Como no pueden disponer de la vida de los criminales, disponen de la vida de los enfermos. Es la cruel y totalitaria imposición del Estado del Bienestar… A costa del amor y de la felicidad (que no existen para ellos: porque como no se pueden tasar, ni se compran ni se venden).
Alegrémonos, sin embargo, de que Dios se haya apiadado de nosotros y nos mande una potentísima señal para que abramos los ojos al valor auténtico de la vida humana que Él regala a cada uno: Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. (Mateo 18 1-5.10).
El Buen Dios nos ha mandado a Alfie y a sus heroicos padres para que veamos en qué camino de perdición nos hemos metido, en qué cenagal; y cuán inmisericorde será la sentencia del Justo Juez para aquellos que actuaron sin misericordia y despreciaron la inocencia del más débil (cf. Santiago 2,13). La vida de Alfie no se podía medir en salud; sus padres no la midieron así y el Buen Dios tampoco. La midieron en amor: y el amor no es mensurable, porque es dar sin medida hasta la propia existencia en bien del otro. Por eso, tanto para ellos como para todos los que hemos contemplado ese milagro, cada minuto de la vida de Alfie ha sido un minuto de la luminosa gloria del Resucitado que ha vencido al mundo.
Estamos en una sociedad de criminales, el crimen organizado es quien gobierna.