Ángeles del cuarto turno (de mi libro “Cuentos de Navidad”)
Pelayo del Riego (de mi libro “Cuentos de Navidad”) Yo, Ventura Giménez del Pozazal, desde que abandoné la magistratura por consejo de mi abuelo Prudencio, el de Lequeitio -porque me veía triste y angustiado- durante muchos años de mi larga vida he sido un humilde panadero de pueblo. Un ländlicher bäcker, un boulanger terrienne. Rural vaya. Mi abuelo en su momento hizo algo parecido con el Almirantazgo y se dedicó a la librería de lance y fue muy feliz e incluso hizo cuartos. Confieso que he vivido entre harinas y levaduras, entre areles y cedazos, sellos de madera, mantas para la fermentación, anaquelerías, romanas, básculas, escobillones, termómetros, palas, paletas, recogedores y cuchillas llanas. He madrugado lo que no sabe nadie y he cargado el horno con leña de carrasca, de quejigo, de encina e incluso de haya cuando ha habido ocasión de ello. La almacenaba apilada cada año, según venían las suertes, en un tingladillo de la corraliza cabe la cuadra. He mimado y abrigado mi reciento al amor del horno como una madre amorosa, añadiendo agua y harina cada día y amasándola. Mi masa madre, como la dicen ahora los fabricantes de chicle congelado, a la que echan bromato potásico, persulfato amónico, fosfato monocálcico y hasta dióxido de cloro y peróxido de benzoilo, ahí es nada… y le llaman pan. Mi gato durmiente, Rufián, me ha contemplado siempre desde el testero con cariño y algo de coña y puede dar fe de cuanto digo.
He recogido en su tiempo teas para iniciar el fogarón en mi horno de arcillas refractarias, de chamota -que con toda suerte de óxidos de silicio, magnesio y aluminio soporta más de mil grados- y piñas para ver en la negritud, y he cargado costales de harina de trigo, de sarraceno, de espelta o escanda. De lo mejorcito siempre. Con mucha fuerza y correa ellas, vaya, y he hecho mezclas muy sabrosas, y manejado palas de varal muy pulidas con cierto gracejo y sin romper dientes ni sacar un ojo a nadie. ¡Lo que he podido amasar en la vieja artesa durante aquellas madrugadas silenciosas! ¡Qué abdominales, qué bíceps! ¡Qué riñonera, madre! Eso sí, sin tristeza ni angustia alguna. Con mi camiseta de algodón recién puesta y mi boinica encanecida -conteniendo toda la ciencia del bien y del mal- calada hasta los ojos. Sólo escuchaba mi jadeo, el crepitado de las ramas en el horno y el viento en el ventanuco de ventilación. Cada vez que cerraba el horno con veinte piezas marcadas –mi sello es la leyenda Da nobis hódie- me tiraba un rato a una yacija que tenía en un rincón y descansaba, canturreaba o pensaba simplemente en las cosas de la vida y de la muerte con gran aprovechamiento. Escribía cosas en mi ordenador. Jamás me dormí. Hacía dos cocidas diarias y a veces tres.
Y por si esto fuera poco, una vez por semana he enganchado, con las primeras luces, a Sinforosa, mi yegua parda del alma, primero, y luego a su hija Bragotas, a mi carro ligero de dos ruedas provisto de faroles de parafina y allá que nos hemos ido los dos por las aldeas comarcanas a proveer. Antes nos desayunábamos bien, ellas, cebada con algo de alforfón, y yo un tazón de aromático café de recuelo con la leche que me pasaba mi vecina Matilde cada día en una cantarilla, y pan tierno con mantequilla, huevos fritos y algo de fiambre. Cuando hacía malo, ellas con su gualdrapa de lluvia y las hogazas de Dios y yo guarecidos por una lona encerada por mi madre en tiempos, y que cerraba muy bien el habitáculo con tejadillo, arrostrábamos sin miedo los andurriales aquellos en los peores temporales. En aquel devenir siempre encontrábamos amigos y siempre hubo tiempo para echar una parrafada y unos tragos a la bota, que nunca me dejó tirado.
Matilde, que era una hembra de una pieza –ya os tendré al día de sus morbideces y tersuras- me atendía el negocio en mis ausencias, hasta la vuelta, que me rendía cuentas detalladas cestillo en mano, pese a mis protestas, y se llevaba una hogaza en pago a la que hacía una cruz con los dedos y besaba. Luego, cerraba la tahona, me duchaba, comía y me acostaba hasta las once o las doce de la noche que hacía un resopón, y ¡hala! a encender, a amasar y a cocer. ¡Por Dios, por la Patria y el Rey! pensaba. Ella, mientras yo hacía el viaje, solía coser en el ínterin junto a la ventana o leer a Balzac y a Zola o revisar mis escritos en el ordenador, bien en la mesa camilla o tendida en mi catrera y se llevaba muy bien con Rufián al que entendía -cuando no estaba este de ronda por las gateras en la cuadra o entre los sacos de harina que era su cometido-, y que la hacía los arrumacos y roneos que a mí me negaba. Las ventas ambulantes eran a tiro hecho y algunas veces al fiado que nunca me falló. Me esperaban los parroquianos en la fecha, lugar y hora convenidos y no les podía fallar. Solía empezar por Espejuela del Conde y acababa por Santiales y la Riba. Daba la vuelta al valle. ¡Qué iba a ser una mesa sin mi pan, sin mis hogazas doradas, olorosas y curruscantes como ninguna! ¡Qué vista tenían! ¡Y que migas y sopas de morcilla hacían, y de ajo! Para ciertas fechas hacía extendidas de aceite, y hornazos para el santo y la Virgen; de carne y de bonito con bien de cebolla. He asado lechones y lechazos sublimes. Un éxito siempre. Hay que reconocer que Matilde me ayudaba mucho y bien en estos menesteres festivos y me había regalado un avisador hermoso y llamativo.
El Alito, hermano de Lázaro, el de la Quintana, era mi proveedor habitual y a la que llegaba me apartaba un pellejo de unos veinte azumbres, cuando le venía del bueno. ¡Cuánto bien le debo a ese hombre! ¡Cuántas medias y cuartillos nos hemos echado juntos en el poyo de Vinos Ulecia, al fresco de la parra por la canícula o sentadicos al brasero de la camilla cuando los inviernos, y lo que largábamos de todo mirando a la parva! Cómo se suelta la lengua, madre, después de tantas horas de silencio nocturno en el tajo y en las alboradas por los caminos del mundo y de los cuatro vientos que nos sacuden según lo permite Dios.
Pero no, no siento ese plan de vida como algo negativo, sino como algo muy positivo, muy favorecedor. El trabajo en el silencio de la noche, cuando todos duermen, supone un encuentro permanente con uno mismo y con lo que subyace dentro del tiempo, algo que columbras y no entiendes pero que es real. Es el alma que somos. Te la notas ajustada al cuerpo, te la ves sobre todo cuando fermenta como la masa, que se mueve entre las costuras, que crece y sabes de qué se trata. Las horas de la noche son horas más largas, más sustanciosas y densas que las del día, que compartidas con mucha gente supone que tocamos a menos, a menos tiempo. No me he embrutecido por ello sino todo lo contrario. Me siento más vivido que la mayoría… de mayor edad y madurez y menos quemado. Estoy muy en paz.
Como hacen las luciérnagas, generamos luz propia y nos valemos de ella y eso es bueno porque forzamos ambos lóbulos cerebrales a funcionar más y mejor y el putamen, allí al fondo de los sesos -donde el amor y la ira- lo agradece y se esponja. No todos saben disfrutar la soledad nocturna. De ahí el espíritu alambicado y fino de los que sabemos. Y, sobre todo, hacemos buena sangre. He llegado a pensar que el sol está bien unas horas, pero que los rayos gamma y la luz, que nos llegan tan directamente en poco más de ocho minutos de viaje, y que no tienen tiempo de enfriarse, se comen el tiempo o queman buena parte de él con esos cinco mil grados con los que parten o con sabe Dios qué. Las estrellas tienen más tiempo y su luz es buena porque viene del más allá. Así que me he acomodado a la nocturnidad y a ellas, a las estrellas, que las veo de cara, y no considero la nocturnidad como una circunstancia agravante ¿agravante de qué? sino atenuante e incluso eximente de todo. Los noctívagos somos mejor gente que los diurnos y mucho mejores que los crepusculares y borrositos, que son los peores y más falsos. Y no por ello tenemos los ojos pequeñitos y feos –de matutero- sino que, acomodada a las estrellas, nuestra mirada es más franca y aparente, nuestras retinas más vírgenes y eso contribuye a tener los ojos más azules; garzos y rasgados, eso es. Vamos, que todo son ventajas para un panadero secularizado y vocacional, como es mi caso.
Pues bien, queridos, Matilde, en contra de lo que podíais pensar, era rabiosamente decadente. Además de sus cuatro vacas, que le daban un par de terneros al año, tenía gallinas y hacía flanes, quesos frescos y de cueva que curaba cosa mala en una bodeguita soterraña junto a la cuadra y que salían verdes por fuera y cremosos por dentro con unos aromas enloquecedores, tipo Saint Severin de la Gorgette, Fleuve de l’Abbaye, o La Peral, pero más olorosos. Por ahí. Tenían usía y reputación merecida y se los venían a quitar de las manos desde la capital.
Matilde era morena, sabrosa y remilgada. Huérfana desde niña y criada por su abuela, recibió una buena educación de ella, e incluso pasó unos años en un internado de la capital haciendo sus estudios medios y después su abuela quiso que fuese a la universidad y se licenció con muy buen expediente en química orgánica o algo parecido. Al fallecimiento de aquella se convirtió en una terrateniente autosuficiente y, laboriosa de nación, disfrutaba de autonomía económica más que sobrada. Así que –frustrada un tanto de la modernidad y de la vida hueca- dejó el mundo de la empresa por cuenta ajena y se vino a sus posesiones a valerse por sí. ¿Tendría que ver algo mi conducta y vecindad? Además de hermosa y avispada era austera y administraba muy bien. Su pequeña casa era un dechado de orden y limpieza. Como lo eran la cuadra de las vacas y su gallinero.
Y dije que era decadente, pues sí, lo era. Cuidaba su presencia en extremo, sus manos, sus cabellos, su vestido. Parecía una dengue melindrosa y ya ves… Cuando se ponía las pinturas de guerra y la ropa de hacerme daño -que resaltaba ostentosa sus pechos altaneros y su grupa cartujana- había que verla como lucía. Hasta me sentía celoso y doliente y prefería verla con sus tejanos blanquecinos y sus blusas y camisetas de a diario que ya eran suficientemente explícitas per se. Por lo menos a mí me lo parecían. Pero yo era un búho, un mochuelo. Vivía como tales y también observaba mucho con mirada decapante tipo voyeur, y a ella la vigilaba y la ayudaba a ratos en sus quehaceres, por lo que los huevos, la leche, los flanes y el queso no me faltaban, como a ella ni el pan ni los hornazos. Era una vida de ida y vuelta, de trueque tardocristiano, que, pese a ser sencilla, tenía un volumen muy arregladito y muy satisfactorio para entrambos dos. ¿Qué quieren que les diga?
Día tras día fuimos acumulando meses de roce y empatía. Asistíamos a liturgias juntos al toque de oración, escuchábamos música algunos ratos en sus modernos aparatos, nos invitábamos a cenar o a comer algún festivo y cuidábamos mucho los detalles y las formas. Nos asistíamos en las enfermedades con gran solicitud y esto nos daba seguridad. Ella solía decir que la forma es el fondo. Todo esto se reflejaba en nuestras producciones que mejoraban a ojos vista. Yo me interesaba por sus gallinas y por sus vacas más y más, y a ella le crecía en su corazón un interés ferviente por las levaduras, los leudados, los grados y los tiempos que todos se lo notaban con sólo verla.
Como consecuencia directa derivamos a experimentar juntos con el candeal, con el sobao. Nuevas harinas, de menos fuerza, uso de los rodillos en lugar de amasado o este muy suavón, un solo levado largo, menos agua sin exceder el 50%, miga prieta de blancura eucarística, corteza gruesa… Toda una filosofía, y al final el deseado look candeal vallisoletan fashion, pan bonito, precioso y brillante, tras el pincelado con agua que no inundaba los cortes. Doscientos grados, cuarenta minutos y sin vapor.
¡Ah!, otro mundo de sensaciones y sonrisas. Pero el verdadero cambio se produjo cuando comencé enseñarle a manejar la pala para las metidas y las sacadas en pleno fragor. No había otra manera pedagógica para proceder correctamente, que dirigirla muy de cerca… que tomar ambos la pala –ella delante y yo detrás- y enfilar la boca del horno iluminado con un par de piñas, con una pieza subida al artilugio para meterla o para sacarla.
Ahí empezó algo entre los dos, cuando ante mis pujanzas contumaces de mar arbolada –incontinenti- me preguntó entre risas descontroladas lo de la llave del portal o lo de que si me alegraba de verla… Nos reímos los dos a modo un buen rato como tontos, nerviosos, agarrados a la pala que se movía a sacudidas, y terminamos sentados en la yacija uno junto al otro, con nuevas caras ambos. Allí nos rendimos gozosos a una evidencia muy evidente, que no era ninguna broma. Se nos nubló la vista, y se nos quemaron unas cuantas piezas que hubo que tirar a la basura. Todo fue cual me maliciaba. No había cartón ni trampa alguna. Así es la vida. Los cigarrillos que nos fumamos después fueron muy ilustrativos y dados a la confidencia sutil que se prolongó hasta que sonaron en la plaza solitaria las doce de la noche.
A partir de aquel momento estelar acaecido en un frío y obscuro sábado por la tarde, mientras gemía el viento y la lluvia azotaba los cristales, fuimos otras personas y desde entonces quemamos otras hogazas. Yo, que era un lobo solitario y escurridizo, un escéptico apacible, autoinmune tirando a zen, pues rendí armas y cedí el ronzal a sus manos sabias. Para que luego digan. Era un viraje de muchos grados el que dábamos que nos abría los ojos a nuevas perspectivas vitales y mucho más comprometidas. Empezaba una época, si tardía sí, ilusionante, sincera y generosa. Juntábamos dos corazones, cuatro ojos, cuatro oídos y muchas más cosas unitarias y sabiamente complementarias como las neuronas, que ampliaban nuestros horizontes que se habían ajado y entristecido con los avatares de la fortuna y la rutina de la vida. Todo era posible de nuevo cuando ya no éramos niños ni tan siquiera jovenzanos. Canturreábamos juntos, jugamos a volver a empezar y trabajamos codo con codo. A veces Matilde, cuando hacía bueno, enganchaba a la Bragotas y allá que se iban las dos a hacer el valle con panes, quesos, huevos y mantequilla. Y duplicamos las ventas y todos nuestros parroquianos advirtieron que habría boda para pronto y nos manifestaban sus mejores deseos y parabienes.
Pues bien, el primer Adviento que nos pilló en la nueva tesitura vino con unas nevadas tan inmensas que nos retuvo cerrados y sin repartir, al calor de la tahona de donde nos movíamos lo menos posible. Matilde había criado unos capones gigantes y gordos como no se vieran por allí. Una tarde obscura y desgarrada de domingo, sentados a la camilla junto a la ventana uno frente a otro, al amor de una lámpara acogedora, en una paz y un sosiego deliciosos, y en la presencia de Rufián que tumbado sobre la mesa observaba como ella cosía un calcetín usando un huevo de vidrio, comenzamos a hacer planes para la Navidad que venía y ahí salían los capones a relucir. Todos estaban ya comprometidos, pero le quedaban los dos mejores, con los que tenía la idea de organizar las cenas de Navidad.
-Pero claro, decía Matilde, son cinco kilos cada uno, y es excesivo para dos personas. Uno para Navidad y el otro para Nochevieja. Ahora bien, he pensado que nos podríamos reunir con algún vecino que esté sólo. ¿Qué te parece?
– ¿Felicísimo? le dije. Es un candidato. No le aguanto más de media hora, querida. Prefiero llevarle la cena y servírsela alrededor de la mesa con calzón corto y la servilleta en el brazo, pero sentarle a mi mesa para que me explique las ventajas del socialismo durante la noche entera, no, además la de Nochebuena, nada menos. No. Que no. ¿Por qué te crees que está sólo? No es ningún necesitado, y encima es ateo o medio ateo, o gnóstico. No se. Piensa otra cosa… Micaela y su hermana podrían ser, pero no tienen conversación posible y tampoco pasan privaciones, están forradas. Que las aguante su sobrino Anselmito, que es un pelma y anda por aquí ya, o vendrá pronto. Marcelino, el de la Trini, es un madero y es inútil, le importamos un rábano. Encima se reirá de nosotros y dirá alguna sandez, ya sabes.
-Si empezamos así no encontraremos solución. Comentó Matilde a la que remataba el cosido, cortaba el hilo con los dientes y dejaba el huevo sobre la mesa a merced del gato, que le echó mano inmediatamente y se lo pasaba de una pata a otra en plan malawar.
-Si está de Dios que podamos compartir la cena con alguien, ya aparecerá quién sea, o se nos ocurrirá algo. Hay tiempo, querida. Antes decidamos donde ponemos el belén. Desde que murió mi madre no se ha puesto en esta casa y eso fue hace mucho, y sin belén no hay Navidad que se precie. Los siento así, preciosa, como el niño que sigo siendo. Sabes que yo me paso la vida aquí, a pie del horno, que la parte de arriba está cerrada casi toda y sólo habito mi dormitorio y el baño de este lado y que la sala de al lado no hay más que abrirla y se calienta con el zaguán en un cuarto de hora. Y hay una buena mesa y sillas y libros, el reloj de pesas, y el aparador de mi madre con cubiertos y vajilla, y la cocina inmediata, la nevera… Hay que ir habilitando y acondicionando todo para cuando te decidas a pasarte aquí. Hacer las reformas que nos parezcan antes de la ceremonia y fijar la fecha. Tu casa es más chica. La dejaremos para invitados o para veranear si quieres. Digo.
– ¿Qué te parecen Gaudiosa y su madre? Comentó Matilde. Son buena gente y me consta que te quieren bien. Sobre todo Gaudiosa, que torció el morro en cuanto se enteró de lo nuestro. Y la Dolores de la Aguedita… y su hermano Germán están muy solos los pobres. No. Pero no me los imagino de comensales aquí. ¿Qué pintamos juntos? ¿De qué hablamos?
-Dios proveerá, no te devanes los sesos. Ahora decidamos lo del belén y lo de nuestra boda que es lo importante ¿no? Mientras piensas voy a darle un pienso a la Bragotas y comprobar que está bien. En el rincón de la puerta tienes las bolas de Rufián para su cena. Mira si tiene agua.
Y revestido con una zamarra polar y un gorro de lana hasta los ojos salí al patio. Hacía sereno y helaba a modo. Olía a frío. En la cuadra estaba la yegua tan contenta y pegada a la pared que linda con la tahona. La eché de comer, mullí su cama de heno, rellené el bebedero de agua y la cubrí con una gualdrapa espesa y confortable. Lleno de cariño la besé en el humeante hocico y le desee felices sueños dándole palmaditas; ella dilató los ollares, levanto levemente los belfos y emitió un suave relincho casero. Cerré bien la puerta y el ventanillo de la que está provista y regresé al calor del horno. Matilde había dispuesto una deliciosa cena de sopas de ajo con huevos y cominos y unas magras con tomate que había pasado de su casa. Había puesto un mantel sobre la mesa camilla que hacía todo muy atractivo y hogareño. Esto era progreso. Rufián, cenado, se había acomodado junto al costurero de Matilde y dormía sobre una vieja estera. Esta era la vida del gato.
– ¿Sabías que Belén en hebreo -Bet Lehem- etimológicamente significa casa del pan y en árabe -Bayt Laham ó Bet Laham- significa casa de la carne? Me espetó ella que andaba con su portátil, sin dejar de mirar la pantalla.
-Al final el significado debería ser el de horno o empanada, que es donde coinciden las dos cosas, tercié barriendo para casa. No sabes dónde te has metido, querida, pero no te arrepentirás. Seguro. He pensado el belén en el fondo de la sala, entre las dos ventanas, si quieres. Ahí se puso siempre. Tengo un tablero que cabe justo y también las dos borriquillas de apoyo. Quitamos el retrato de mis abuelos y clavamos un fondo azul con estrellas ¿Qué te parece? Hay varias cajas en el sobrado con cosas.
-Lo que tu prefieras, Ventura. A mí lo que me importa es que lo pongamos juntos, disfrutemos como niños, y que lo tengamos presente, iluminado y repleto, y que nos contagie de ternura, de alegría y de eso que hace tan feliz que flota alrededor. El árbol lo podemos montar en la esquina de la entrada, o en el zaguán. Ya tengo visto el abeto que quiero. Hay dos pegados el uno al otro y hay que dejar espacio o se arruinarán los dos. Están junto a la peña del Cura en nuestro pinar. Hay que ir con el carro.
-Algo me dice que vamos a ser media docena a la mesa, proseguí. Rezo por ello y me surge una corazonada, un pálpito. Vete a saber, muñeca. Lo preveremos así y Dios dirá y proveerá. Va a ser todo especial. La Bragotas mueve las orejas muy deprisa cuando le pregunto y eso es bueno. Los caballos son muy listos y se adelantan a los acontecimientos, barruntan cosas que nosotros ni las olemos.
Pues ahí es nada. Pasaban los días y todo marchaba sobre ruedas. Localizamos los aperos y las cajas del belén. Fuimos a por el abeto con la Bragotas, trajimos acebo, musgo precioso y ramaje, y adecentamos el comedor, y el zaguán, barrimos y enceramos suelos, sacudimos alfombras, repasamos paredes, ventanas y cristales, pasamos el polvo hasta en las esquinas más recónditas -fuera miasmas, telarañas y gusarapos- repusimos bombillas, cortinas, visillos, claveteamos burlete por todas partes, pintamos paredes, atornillamos más de una silla… Mi madre estaría gozosa viendo lucir todo esto. A mi padre lo que le alegraría sería el confortable calorcillo que reinaba. Seguro. Vaciamos el aparador y la cómoda. Elegimos platos y cristalería, cubiertos y mantelerías. Ni se sabe lo que había allí. A los abuelos los sacamos al zaguán sin desdoro y dignamente.
Todas las puertas abiertas hicieron aquello cálido y acogedor y aromado de tahona, resina y musgo. Mis más lejanos termómetros marcaban 23º. Todo dependía de la puerta del horno. Ya no había corrientes siniestras. Todo esto sin dejar de producir, de amasar, de madrugar. El gozo nos ponía alas y parecía que alguien poderoso nos empujaba y nos quitaba la fatiga. No terminábamos molidos sino alegres y dicharacheros. Rufián debía pensar que nos había picado una tarántula. Nos miraba desde el testero y seguía durmiendo entre sus rondas. El belén quedó de ensueño lleno de montañas y ríos, puentes, casas y pozos y repleto de personal reencontrado cuyas caras y oficios conocía desde niño y las luces eran una fiesta. El dispendio en harina refinada para la nevisca ni os cuento. ¡Era Navidad!
Fuera brillaba el sol o se ponía gris y nevaba. Según. Todo estaba blanco, muy blanco y había que usar la pala todas las mañanas para recuperar las veredas entre las casas, la corraliza, la cuadra, el gallinero y la salida al camino. Matilde y yo inventamos un artilugio, que tirado por la yegua sacaba la nieve hasta la otra orilla de la vereda. Había que ver a la Bragotas feliz, recién almohazada, haciendo uso de sus potentes ancas ardenesas y blancas –origen de su nombre- y sus gruesas patas peludas y sintiéndose útil y ufana con sus correajes de combate. Contra todo pronóstico, no incurrimos en olvidos ni flaquearon nuestras producciones.
El enorme abeto fue obra de ella. Plantado en mitad del amplio zaguán era una cascada de bolas de cristal, muñecos de madera coloridos e innúmeras velitas. Cada tarde se subía a unas escaleras y pasaba horas embelleciendo cada rama y tarareando villancicos. Como ensimismada. Yo miraba al desgaire y hacía comentarios que la ruborizaban. Nuestros vecinos estaban admirados de tanto rendimiento y eficacia y cuando asomaban la cabeza y veían los cambios que habíamos hecho y lo bien que se veía todo exclamaban elogios ponderativos y muy de agradecer. Matilde estaba más guapa que nunca y yo me sentía un Tarzán de encargo. La boda la fijamos para San Blas.
Por fin llegaron las fechas mágicas y nos cogieron preparados y en estado de revista. En el zaguán, cálido y acogedor, olía a tahona, a pino, a cera y a belén. Eso tenía pinta de ser un hogar.
La mañana de Nochebuena, concluidas las tareas, la dedicamos a aprovisionarnos de turrones y dulcería. Por la tarde planificamos la cena. El capón desplumado y vacío, sin patas ni cabeza, dio más de cuatro kilos. El relleno de la farsa llevó un buen rato porque era un agujero sin fondo. Castañas, orejones, ciruelas, chucrut, licores, nueces, chalotas fritas y qué se yo qué más entró por allí. La salsa fue cosa de Matilde que manejaba los hongos con verdadero arte. Luego se clausuró el foracu con un par de puntadas de hilo choricero, y allí quedo sobre una hermosa fuente de asar regado de vino y hierbas, en la boca del horno. Eran las cinco de la tarde y ya de noche.
Ciegos de fe, a corazón abierto, no dudábamos ni un momento de que no cenaríamos solos. ¿Habíamos enloquecido ante la ilusión navideña? Pusimos la mesa a modo, aparcamos el capón a un poco de la boca para que fuese cogiendo el dorado más festivo y nos arreglamos debidamente para no sabíamos qué. Eran las siete. Todo estaría en su punto a las nueve o nueve y media. Aquello se asaba dulcemente junto a patatas envueltas en aluminio y producía aromas deliciosos. Un pan, sobre el que se leía Feliz Navidad entró a cocerse en su momento para festejar a modo. Estábamos, a la vez que medio histéricos, asombrados de nuestra osadía. Repetíamos maquinalmente Dios dirá, Dios dirá.
Llegó el momento más comprometido. Eran las nueve y cuarto o algo así. Fuera sólo cellisca y frío tremebundo. Ni un ruido humano, ni una voz. Y al pronto sonaron tres golpes de aldabón en la puerta como tres azadonazos. ¡Aahhh! Nos miramos Matilde y yo en silencio y temblorosos. ¿Sería posible? ¿A qué íbamos a asistir? ¿Nos irían a detener? ¿Acabaríamos la feliz Nochebuena en una zahúrda? ¿En el cuartelillo? ¿Veríamos a un convidado de piedra de frío rostro hierático? ¿Estólido? ¿Sinusítico? ¿Rijoso? ¿El Comendador? ¿Don Juan Tenorio? ¿Don Luis Mejía? ¿Bandidos de la sierra?
– ¿Quién va? Me atreví a preguntar, dándome importancia con la voz engolada, como si nada.
-Gente de paz y amor, respondieron al otro lado de la puerta. Era una voz efectivamente de paz y amor, inusual por completo en estos tiempos, que exhalaba algo mágico y sobrenatural que nos tranquilizó. Había algo familiar en ella. Me sorprendió gratamente.
Con mano incierta corrimos el cerrojo y abrimos el portón. Yo daba la cara y Matilde se refugiaba a mis espaldas encogida y medrosa. Eso sí, perfumada como nunca. El miedo había puesto en sus grandes ojos una belleza misteriosa que acentuaba la trascendencia del momento. En el quicio había dos bellos personajes importantes y esbeltos con vestiduras talares, que traían, cada uno de ellos, a una criatura. Una niña de unos cinco años, vivaracha, de mirada inquisitiva y pelito rizado, que caminaba de la mano de uno de ellos cubierta con una capa, y un niño de unos tres o cuatro, que venía en brazos del más alto de los dos seres misteriosos y que nos miraba confiado.
-Sabemos que nos esperáis a cenar la Pascua de Navidad con vosotros, anunció uno de ellos, y acudimos gozosos a esta felicidad. Somos los ángeles de la guarda de estas criaturas. Esta es nuestra condición. No tenéis nada que temer.
-¡Pasen, pasen, por amor de Dios, que hace mucho frío! Exclamó Matilde como si esto fuera normal que ocurriese. Así lo hicieron y cerramos. En el calor del portalón, al pie del abeto, quedamos todos un poco petrificados, pero pronto saltó la chispa divina y se estableció una comunicación fluida y amorosa.
-Ventura, amigo, tu y yo hemos vivido un tramo de vida juntos muy feliz, me espetó el más menudo de ellos. Soy Chito, sí Chito, tu fiel perro. Heme aquí sabiendo con quién hablo y de qué hablo. Ahora os contaremos. Él, y señaló a su compañero, es Mortymer tu otro perro, el de tu juventud. Los ojos de Chito, grandes, negros y redondos se complacían. Los ojos verdes moscatel de Morty estaban húmedos y bajaba la cabeza, pudoroso.
Nos fundimos los tres en un estrecho abrazo que duró mucho tiempo. Ellos me apretaban y yo les mojaba las vestiduras. Lloraba a moco tendido, sin pudor ni inhibiciones, berreando y exclamando sin cesar,
-¡Dios mío, Dios mío! ¡no puede ser posible esto!, y Matilde hacía lo propio a nuestro lado, con las dos manos en un pañuelo que no despegaba de sus ojos. ¿Cuánto estuvimos así, conmovidos, temblorosos y fundidos? Los niños se habían sentado en una bancada lateral y nos miraban con los suyos muy redondos y en silencio.
Nos sentamos a la mesa a eso de las diez. Yo, aturdido, no sabía bien como tratarles, qué decirles. ¡Habían sido mis perros queridos y llorados! ¡Mis mejores y fieles amigos! Nos mirábamos y remirábamos y sonreíamos, pero el punto de hermosura del capón y la bendición que impartieron ambos puso final a esta situación tan rara, tan prodigiosa. Estaba delicioso, mantecoso, dorado… El pan había salido perfecto y lo elogiaban sin ambages y el vino de Ulecia que les agradó en extremo, culminó rompiendo cualquier frialdad y soltamos nuestras lenguas a la gracia de Dios que disponía esto así.
Nos mirábamos, sonreíamos, nos cogíamos las manos, y la calidez iba tomando cuerpo en todos nosotros, sentados en torno a la mesa sobre la que ardía una enorme vela roja.
-Nosotros somos ahora, dijo Chito, yo Isquirión, y él Queremón. Ellos son Lucía y Bernardo. Están a nuestro cargo, a nuestra custodia desde su nacimiento y ahora van a ser vuestros hijos. Han sufrido demasiado de abandono y malos tratos. Son oro molido. No podemos haceros mejor regalo ni a ellos ni a vosotros y nos daréis la razón a lo largo de vuestras largas vidas. Sabemos que estáis formando un hogar, una familia cuando no lo suponíais y que esto es lo mejor para todos. Nunca os dejaremos de guardar y tenemos la certeza de que lo hacemos bien, muy bien. Tenemos todo previsto y solucionado. Os llegarán documentos acreditativos y no habrá problema alguno. Es nuestro cometido y lo hacemos muy gustosamente… Formaremos parte de esa familia también… y me cogía una mano y me la apretaba con un enorme cariño. Su mano era cálida y suave, era puro amor.
-Pero ¿cómo es posible todo esto? Les pregunté mirándoles a los ojos ¿Cómo funciona? Yo había especulado, tenía esperanza de reencontraros, abrazaros y volver a sentir vuestros babeos y a oler vuestros alientos, ¡que anda! No podía pensar que todo se acaba sin más. Pero creí que sólo era una fantasía mía. Y es cierto que estáis aquí ¿o sueño?
– No, Ventura, la economía de la creación es enormemente justa e increíble. Dios no tira nada. Todo encaja al milímetro y todo es posible porque es perfecto. Tantos humanos desprecian el espíritu que se les ha dado, su alma superior, y optan libremente por aferrarse a la materia y acaban siendo materia a merced del instinto. Dejan su espacio a aquellos que éramos materia instintiva a la que sólo le faltaba un soplo. El soplo del amor y la gracia. Nos llaman los del cuarto turno. Pero ¿Qué mejor guardador que alguien dotado para ello por su instinto, su olfato, su vista y su oído, que es nuestro caso? Te digo, no se desperdicia nada. El desencadenante, el soplo, no es otro que el amor recibido y dado día tras día. Es simpatía, impregnación, contaminación, contagio… Llámalo como quieras. Nosotros lo hemos vivido contigo. Amor, sólo amor. Fue nuestro caso y el de otros animales, generalmente, claro, domésticos. Pero hay águilas sanjuaneras y periquitos y jilgueros, caballos y algún gato, muy pocos. Lo que te puedo asegurar es que no hay ningún reptil. Están excluidos por ley. Ya sabes. Vivimos aquellos años en amor continuo, en cuidado y desvelo y promocionamos al cabo, subimos ese escalón, en su momento. El que no ha vivido ese amor no sabe de su poder transformante. Conservamos nuestros ojos que son el espejo de nuestra alma. Morty asentía con la cabeza cada palabra de Chito y me miraba con arrobo. Nuestro jefe inmediato es un santo llamado Hungero, natural de Gubbio. ¿Te suena?
La cena fue larga y muy cálida. No terminábamos de hablar, de acariciarnos de mirarnos, bebimos, tomamos postres, cantamos villancicos. Matilde y yo sabíamos que al amanecer se irían y aunque teníamos la certeza de su proximidad en nuestras vidas no queríamos que terminase la noche. Subió con los niños al cálido dormitorio de la abuela a eso de la una y los acostó en la enorme cama en la que quedaba sitio para ella que dormiría allí para su tranquilidad. Dejó una pequeña lamparita encendida, les besó en la frente y regresó a la mesa.
Rezamos los cuatro el santo rosario con la sala a obscuras y el belén a toda luz y seguimos hablando, recordando, preguntando por unos y por otros. Hablamos muy especialmente de los franciscanos. Matilde, que nos dio café, preparó los otros dos dormitorios del ala oeste cumplidamente y a eso de las cuatro de la mañana nos recogimos. Al despedirnos sabíamos que al amanecer no estarían ya a nuestra vista, pero estábamos seguros de que no se apartarían de nuestro lado nunca jamás y nos hacía felices saberles tan próximos, tan nuestros.
En efecto, el día de Navidad amaneció radiante y frío. Nos cerciorábamos de que no había sido un sueño porque allí estaban dormidos Lucía y Bernardo. Comenzamos una nueva vida de esperanza, de paz y felicidad como no podíamos haber imaginado. Y comenzó con desayunos, con baños, con planes y listas de cosas a hacer ya mismo. Los días pasaban. Compramos un todoterreno con el que fuimos de compras a la capital. La Bragotas pasó a la escala emérita, a vivir, a pasear por el inmenso prado colindante, a ser ensillada y cabalgada por los niños que la cuidaban y mullían la cama, que la peinaban las crines y el rabo, la almohazaban con denuedo, la daban su pienso medido, su agua y la besaban como a una santa y la hablaban sin cesar y la decían que la querían mucho y ella les acompañaba a todas partes y les hacía todas las muestras de cariño que puedan imaginarse. Movía las orejas de forma extraña para que riesen y les paseaba con el cuidado propio de una madre. El carro quedaba para excursiones de primavera, para picnics. Lo de las gallinas fue algo tremendo. Matilde y los niños las pusieron nombre a cada una de las dieciséis y las hablaban, las acariciaban y las distinguían una de otra sin equivocarse, hasta que consiguieron que acudiese sólo la llamada y no otra. El gallo estaba estupefacto y dócil. Le llamaban Trinidad. A las cuatro vacas, ni os cuento lo que se las decía, lo que se las limpiaba y cuidaba. Aumentó el número de huevos y litros de leche no digo qué de forma exponencial, pero casi.
La boda fue la mañana de San Blas, a las diez. Acudimos los cuatro. Matilde había conseguido unos vestidos muy elegantes para los niños. Nosotros íbamos discretos. Nadie supo nada sino Isquirión y Queremón que nos hicieron notar -a los cuatro del secreto- su presencia, muy sutilmente pero con certeza. Como hacía un frío del demonio la cosa fue breve. El sacerdote, Don Justino, que era muy joven y muy moderno tras las generales de la ley y administrados el sacramento del matrimonio y el de la eucaristía, nos dijo muy solemnemente:
-Os declaro marido y mujer, ¿vale?
A lo que no pudimos por menos que responder Matilde y yo, al unísono:
-La verdad que sí.