La Iglesia sin voz y sin voto
“Id y predicad”, ése es el mandato de Cristo: predicad (cf. Marcos 16,15). Está poniéndose el mundo patas arriba, estamos asistiendo a unos cambios tan escandalosos (la energía, que es el motor de toda la actividad productiva, ha multiplicado su precio por 20 en un solo año) y que afectan con tal intensidad a toda la organización de nuestra vida y de nuestro sistema de valores, que la gente ya no sabe hacia dónde dirigir su mirada ni a quién escuchar. Ahí está la Iglesia, en la persona de sus cardenales y obispos, haciendo tremenda ostentación de su imponente y apabullante estructura de poder: consistorio por aquí, sínodos por allí, nuncios (embajadores) más allá. No será por falta de personal de alto nivel. Perece que su aumento es inversamente proporcional al decrecimiento del personal de base: fieles y sacerdotes.
Y tratándose de estructura de poder, y no pastoral (al menos, no nítida y evidentemente pastoral), uno podría esperar al menos la comparecencia de ese poder en la pugna en que están enzarzados los poderes del mundo para hacer oír la voz de la Iglesia: no del Evangelio, que eso ya no lo espera nadie; sino de la imponente organización de poder en el plano doctrinal, ideológico y moral a la que llamamos Iglesia. Ante situaciones de tal magnitud, la Iglesia ha estado siempre ahí, ofreciendo apoyo espiritual a los creyentes, invocando siempre la voluntad de Dios y recomendando por lo menos, resignación. Y oración, unir la cristiandad en oración para construir en ella una sola alma que ayude a crear un clima propicio para la solución de los problemas. Pero hoy, ante la angustia y el desconcierto de los fieles, la Iglesia parece desaparecida. Como si esas cosas tan graves que suceden, no tuvieran nada que ver con los cristianos.
Bien lejos quedan en el ánimo (aunque no en el tiempo), los tiempos de las rogativas y de las misas votivas. La Iglesia se sentía afectada por la sequía, por los temporales, por las plagas, por las epidemias, por las malas cosechas. Y movilizaba a los fieles para la oración. ¿Alguien tiene noticia de que la Iglesia, durante el Covid, sin pasar por alto los encierros y las medidas de seguridad, movilizase a los fieles para la oración, y al final de la primera fase más aguda, celebrase en las iglesias ceremonias de acción de gracias y misas en sufragio de las víctimas de la pandemia? Claro que algo de esto se produjo; pero eso no fue generalizado, ni mucho menos, sino tan sólo anecdótico; ni tampoco fue impulsado con fuerza desde el alto clero, que por lo visto no está para eso. Está claro que, a la Iglesia como institución, le afectó mucho menos que a los fieles.
Es llamativo que esta ausencia de los pastores de las angustias cotidianas de los fieles, la subsanen estos mismos espontáneamente en el rezo del rosario, que por lo general dirigen los laicos. Ahí aparecen, en la formulación de las intenciones, los afanes de cada día: los universales, y con mayor intensidad los más cercanos. No se le piden a la Iglesia soluciones, sino consuelo espiritual y fortaleza para superar esas adversidades cada vez más violentas. Es ésa una necesidad muy sentida, en cuya atención tendría que estar volcada la Iglesia.
Es bien palpable en el ambiente, el pánico por la pobreza que se les viene a las familias más vulnerables, que viven con recursos claramente insuficientes. Unos recursos que ya las están obligando a alimentarse cada vez más deficientemente y a reducir a límites ya imposibles, los consumos domésticos. La Iglesia no puede vivir de espaldas a ese dolor y a tanto miedo, ni puede ventilar su obligación moral de asistencia a los fieles, con unas palabras piadosas de vez en cuando. Ni puede escudarse en su acción asistencial, ciertamente meritoria, pero que, al aumentar exponencialmente las necesidades y los necesitados, tiene una incidencia global cada vez menor. Bien está esa acción material de la Iglesia; pero no acaba ahí su misión. En estos momentos y en los que se avecinan, el apoyo y el consuelo espiritual son bienes de primera necesidad. El consuelo que nos ofrece el empeño de Dios por redimirnos.
Y es sumamente llamativo que este último consistorio lo haya convocado el papa para presentarles a los cardenales la nueva Constitución Apostólica “Predicate evangelium” en la que se aborda, no la predicación del Evangelio, tal como hace suponer su nombre, sino la estructura organizativa de la Iglesia, incluidos los aspectos referentes al Estado Vaticano.
Una estructura eclesial ciertamente apabullante, no sólo cuando uno tiene a la vista los documentos, sino sobre todo cuando contempla la fotografía de esa enorme mancha de purpurados que llena el espacio. Y tampoco es sólo la foto de tanta púrpura (el antiguo símbolo del poder), sino sobre todo el estilo teocrático con que se tiende cada vez más a gobernar la Iglesia. Una teocracia, por cierto, en que tienen muy poco peso tanto Dios como su santa ley. Una ley de Dios -los Diez Mandamientos- que se está dinamitando desde dentro, sin que ese poder teocrático se arme de valor para salir a defenderla.
Sí, claro, con el pretexto de la sinodalidad, tan burdamente manejada, que finalmente está optando por volar la estructura básica de poder de la Iglesia (tu es Petrus, no “quién soy yo”, y lo que atares sobre la tierra, quedará atado en el cielo); sí, eso es lo que parece pretenderse: arruinar el poder de los sacerdotes y los obispos, convirtiendo a las parroquias en una especie de comunidades de propietarios. Por ahí andan las peticiones del sínodo alemán que, tal como vamos viendo, inspira en gran medida el Sínodo de la sinodalidad, aupado por los prelados intermedios.
Es evidente que la Iglesia no tiene voto en las cosas del gobierno de las naciones; pero sí que tiene la obligación evangélica de tener voz. Aunque fuese tan sólo la voz del que clama en el desierto (Juan 1,23). Porque pocas son las cosas en la vida que no tienen o puedan tener su dimensión espiritual: y ésa le compete a la Iglesia Santa y Católica.
Y eso de callar y callar y callar con el pretexto de que son cuestiones de las que se ocupan las leyes, es un gran fraude de los grandes jerarcas de la Iglesia. Pretender que la Iglesia guarde el más “respetuoso silencio” ante las auténticas iniquidades que cometen nuestras leyes entrometiéndose en el terreno de la moralidad (dictando lo que es moralmente bueno o malo), es aberrante. La moral no es cosa de legislaturas, sino que es un valor humano que nace de Dios y se deposita en las conciencias.
Y en eso, la Iglesia en sus pastores está fallando gravísimamente: Ha abandonado el campo de batalla y está dejando que los enemigos del alma, conducidos por el poder civil, se dediquen a adoctrinar a una población que hace unas pocas décadas era mayoritariamente cristiana. Y ahora, esta población está siendo violentamente sacudida por las luchas de poder en las más altas esferas. ¡Cuánto bien les haría a estas gentes, que resplandeciera la luz del Evangelio y les aportara alguna certeza, alguna esperanza! Pero por lo visto, se ha decidido ocultar esa luz bajo el celemín. A pesar del flamante organigrama organizativo de Predicate Evangelium, no deja de cuestionarnos la reflexión del cardenal del cardenal Müller, Prefecto emérito de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «No es un progreso de la eclesiología, sino una clara contradicción con sus principios fundamentales, si toda jurisdicción en la Iglesia se deduce del primado jurisdiccional del Papa. Incluso la gran verborrea del ministerio, la sinodalidad y la subsidiariedad no puede ocultar la regresión a una concepción teocrática del papado”.
“Pedro actúa en la autoridad de Cristo como su vicario. Su autoridad para atar y desatar no es una participación en la omnipotencia de Dios”. Y continúa el cardenal Müller: «La autoridad apostólica del Papa y de los obispos no es un derecho propio, sino sólo un poder espiritual conferido para servir a la salvación de las almas mediante el anuncio del Evangelio, la mediación sacramental de la gracia y la dirección pastoral del pueblo de Dios peregrino hacia la meta de la vida eterna”. “Una Iglesia totalmente fijada en el Papa- afirma Müller- fue y es siempre la caricatura de la “doctrina católica sobre la institución, la perpetuidad, el sentido y la razón del sagrado primado del Romano Pontífice”.
“Tampoco puede el Papa conferir a un laico de manera extrasacramental -es decir, con un acto formal y legal- la potestad de jurisdicción en una diócesis o en la curia romana, para que obispos o sacerdotes puedan actuar en su nombre». Es el segundo discurso de un cardenal, junto con Brandmüller, que no pudo pronunciarse en el reciente Consistorio, y no será el último. Müller llega hasta descalificar el consistorio: «Nunca ha habido un debate, un intercambio de argumentos sobre un tema específico. Evidentemente un procedimiento completamente inútil».
Durísimas palabras de un cardenal que, por emérito que sea, nos debería llevar a considerar aquella oscura sentencia del Señor cuando se pregunta con hondo pesar: Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Lucas 18,8). Ojalá que podamos, cada día, responder afirmativamente con nuestras palabras y obras.
Un buen día Jesús preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?. Y por sus respuestas Jesús constata que la “opinión pública” es un zurriburri de majaderías arbitrarias y discordantes, constata que las relaciones entre Dios y los hombres no pueden pasar por el tamiz del llamado “sufragio universal”. Allá por el día 10 de Octubre de 2021 algunos aficionados al “servicio” de la Misa quedamos estupefactos ante la nueva “ideíca” de Bergoglio. Decía así la noticia: “ ¿Qué demandan los fieles a la Iglesia en el futuro? . Este domingo el Papa… Leer más »