Democracia absolutista
Sabemos de sobra que estamos asistiendo a frecuentes conflictos de competencia e invasiones de campo entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial y también, desde hace años hacia el matrimonio de hombre -mujer y hacia la misma mujer donde se ha ido instalando progresivamente entre el mundo de la moral y lo que suele llamarse Derecho Positivo (normas jurídicas de carácter escrito, que han llegado a serlo una vez satisfechas todas las condiciones necesarias para conformarse como leyes en acuerdo con la constitución natural de un país).
No hay duda de que el fenómeno más positivo de la ciencia jurídica moderna y de las legislaciones democráticas elaboradas después de los regímenes totalitarios del siglo pasado ha sido el desarrollo doctrinal y normativo de los derechos fundamentales, lo que ha contribuido a poner en el centro de la realidad jurídica a su verdadero protagonista, que no es el Estado sino la persona, con su inalienable dignidad y libertad.
Pero es un hecho paradójico que, desde la segunda mitad del siglo pasado, está prevaleciendo el principio jurídico-positivo, fruto del relativismo moral, según el cual, en una sociedad democrática la racionalidad de las leyes sola y únicamente dependería de aquello que de la mayoría de votos decida que sea establecido. Estamos así, frente a la que ha sido justamente llamada una deriva totalitaria y absolutista de la democracia.
Son sistemas democráticos en los que como en los tiempos del absolutismo monárquico se pretende atribuir al legislador, es decir, al pueblo soberano representado en los Parlamentos, un poder ilimitado, absoluto: una potestad capaz de limitar los derechos inherentes e inalienables enunciados en la Declaración de los Derechos Humanos, y de inventarse nuevos derechos, propugnados por confusas ideologías libertarias.
Un gran escritor pronunciaba al mundo académico de Lituania, una nación que salía de la dictadura comunista les advertía lo siguiente: el régimen de los regímenes democráticos es desembocar en un sistema de reglas que no estén suficientemente sustentadas en los valores irrenunciables, fundados sobre la esencia del hombre, que deben estar en la base de cada convivencia, y del que ninguna mayoría puede renegar sin provocar consecuencias funestas para la persona y la sociedad. Totalitarismo de signos opuestos y democracias enfermas han devastado la historia de nuestro siglo.
Desgraciadamente, es un hecho que en los dos casos: totalitarismos del pasado y democracias enfermas del presente la racionalidad de las leyes no ha quedado ya vinculada a la correspondencia de la norma con la naturaleza humana, con la verdad objetiva sobre la dignidad del hombre, con los valores morales objetivos y permanentes que el Derecho debería defender y tutelar, para poder ordenar rectamente los comportamientos sociales, proteger las instituciones fundamentales y evitar el desarrollo progresivo de una sociedad salvaje.
No hemos de tener una visión negativa o pesimista del futuro. Es necesario recuperar el auténtico concepto de libertad personal, que no puede ser separado de la verdad objetiva. Es necesario anteponer a la justicia la verdad; la verdad de la mujer y del hombre, la verdad sobre el inicio y sobre el valor de la vida humana, la verdad sobre el único posible concepto de tolerancia y orden, la verdad sobre el mismo concepto de ley, que debe siempre tutelar el bien común de la sociedad, y no los presuntos derechos personales o de un grupo de carácter arbitrario o superfluo. En una palabra, la verdad sobre la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales e instituciones naturales, que proceden de la lógica de cualquier ordenamiento jurídico positivo y de cualquier poder político.