Buscando “cultura”
El término “cultura” es una de esas palabras que pueden servir de comodín y que podemos utilizar para designar realidades muy diversas entre sí. Podríamos decir que, por ejemplo, en Francia existe una gran cultura de quesos y en Alemania, sin duda, la de una buena cerveza.
Siguiendo así, José Jiménez Lozano fue un hombre de una extraordinaria cultura, que la cultura corporativa de una determinada empresa se basa en tal o cual cosa y que la cultura Maya desaparecería por motivos desconocidos.
Claramente, un buen método para aclararnos en tal rompecabezas conceptual y lingüístico debería ser tratar de buscar factores comunes que se encuentren en todos los posibles sentidos examinados y sin el cual no quepa dar cuenta cabal de ninguno de ellos. Sí le podemos anunciar sin duda, alguna que la cultura tiene primordialmente que ver con la perfección humana y nada con los espectáculos u otros mentecatos que los incultos de turno le han ido y siguen colgando.
Cada uno de nosotros, en principio deberíamos tener como cometido llegar a ser cultos y, al respecto, Luis Vives nos diría: “la persona debe esforzarse en cultivar y adornar el espíritu con conocimientos, ciencia y ejercicio de las virtudes; de otra manera el hombre no es hombre sino animal”. El término “cultura” también parece proceder de una metáfora agrícola. La conexión entre los diversos campos semánticos aparece con frecuencia en la Biblia a través de la parábola de la viña. En definitiva, la vida humana ha de ser entendida como una aventura y una empresa. De este modo, la cultura estriba en el conjunto armónico de conocimientos, virtudes, técnicas y articulaciones imaginativas que darán cauce a tales aspiraciones. De suerte que la cultura es proyecto, precisamente porque aúna en sí misma la tradición y el progreso.
Antoine de Saint-Exupéry escribiría: “una civilización es una heredad de creencias, de costumbres y de conocimientos, adquiridos lentamente en el transcurso de los siglos, a veces difíciles de justificar por lógica, pero que se justifican por sí mismos, como caminos que conducen a alguna parte, puesto que abren al hombre su extensión interior”. Es por ello que Cultura – Arte deben ir siempre de la mano. De esta manera, la cultura como proyecto es siempre mía, es decir, nuestra. Justo porque se trata de la proyección de lo humano en el mundo. Claro aparece que tanto la economía como la actividad política constituyen -en sí mismas- rendimientos culturales de alto costado y vías para la creación y difusión de la propia cultura. El riesgo viene del intento de colonización descendente de todas las realidades humanas por parte del mercado y de las administraciones públicas. La reserva frente a ellas no debe responder a un temor enfermizo ante todo lo que supera la visión municipal o parroquialista de la vida, sino que es la prevención respecto a lo que representa hoy día una amenaza apremiante.
Nunca hemos tenido más recursos para hacer llegar “educación y cultura” y, sin embargo, pasan los años y dos tercios de la humanidad permanecen en la cuneta de la historia contemporánea, sin pan y sin palabra, sin agua limpia y sin escuela. Se sabe que no es políticamente correcto formular tales quejas, que suelen recibir la acusación descalificadora de pesimismo. Como la virtud humana de optimismo consistiera en decir que lo malo es bueno, y no más bien en confiar que la fuerza de la verdad y del bien se imponga sobre la voluntad del poder y la exaltación del instinto del placer. No es extraño que las grandes narrativas futuristas del siglo XXI aparezcan con lucidez coincidente, la destrucción de libros y grandes pensamientos como una de las armas de las dictaduras mentales. Pues leer es una forma de pensar. Y se sabe, al menos desde el absolutismo del XIX, que el pensamiento es una “funesta manía” que pone en peligro las modas caprichosas y las costumbres impuestas. Es la tremenda fuerza de la amistad callada y del silencio activo, que vienen a ser como el alma de la cultura. Por tanto, cultura, a mi modo de ver es distinción y nobleza.
Cuando presenciamos el riesgo que supondría acercarnos a una cultura posliteraria, y la afición a la lectura parece disminuir, seducidos por la inmediatez de las imágenes y la celeridad de los mensajes, es preciso difundir el amor a los libros. Los libros son el cauce ordinario y común de la vida del espíritu. En ellos se abre el cosmos de lo no inmediatamente sensible, el mundo de los conceptos o ideas, que es lo inmaterial y universal, entreverado con lo material y lo concreto. Decía Pascal que todos los conflictos y desarreglos provienen de que las personas “no saben permanecer tranquilos en su aposento” dedicados al cultivo de la inteligencia, el estudio y la lectura de libros que guardan la mejor herencia de la humanidad y el fermento de toda innovación y progreso. El aposento de una persona culta, una vez más: la biblioteca.
Nuestro sumo agradecimiento al insigne profesor de Filosofía, D. Alejandro Llano que en estos menesteres siempre ha roto muros en estos temas, con el único objetivo de hacernos reflexionar y no dejarnos llevar por los aires del momento y nos pueden hacer empequeñecer ante auténticos monstruos marinos procedentes de la Escuela de Fráncfort, escuela alemana de teoría social y filosofía critica que tanto daño ha realizado desde Europa.
*Secretario nacional de Formación y Cultura-Artes de Valores