Vuelve a casa por Navidad
Hay uno de esos anuncios de TV que se ha convertido en uno de los clásicos españoles por estas fechas y en cuanto escuchamos sus primeros compases, lo identificamos automáticamente con la del producto que divulga. Su mensaje es universal y llega al corazón. Dice así: “Vuelve, a casa vuelve/Te esperamos./Necesitamos tus risas, tus caricias/Tus miradas y tus manos/Vuelve, a casa vuelve, por Navidad”.
Son muchos los corazones que hacen suyos estos sentimientos en Navidad. Pero, ¿qué es la Navidad? ¿Qué sucedió hace dos mil años? Que una mujer parió un niño en un establo. Rechazada por todos en todas partes, no pudo encontrar un lugar más humilde y más revelador del divino suceso que se iba a producir. El mismo Dios, con el infinito amor de un buen padre, en el miserable recinto de un pesebre, se hacía carne mortal, para asumir la rebeldía, el egoísmo y las ofensas de sus propios hijos. ¡Un cubil inmundo para mostrar a la humanidad, como el estiércol, puede dar vida al minúsculo cáliz de la más hermosa rosa que la humanidad haya conocido! Una rosa cuyos pétalos se abrieron impregnándonos a todos del aroma de su amor. Sí, porque aquel niño, nació, vivió y murió por amor.
Hace más de dos mil años, al calor de una mula y un buey, se hizo carne el infinito misterio de la vida. Nació un niño que fue, para cada uno de nosotros, una caricia del alma. Hay quien cree que no fue más que eso. Un niño. ¿Qué más da lo que cada uno piense?
¿Puede haber mayor grandeza que el misterio de la vida encarnado en la imagen de un niño? Un niño que vino a este mundo a alimentarnos con la savia de la existencia, no para que la mendigásemos; para ser el manantial que nos hiciese sentir de nuevo la fuerza incontenible de la vida; para que saliésemos de ella, vencedores y no vencidos. Vino a dar y a darse; a compartir y compartirse; a socorrernos, a desvivirse por los hambrientos, los desprovistos y los necesitados. A mostrarnos la verdad de la vida y la muerte, del bien y el mal. Vino a respetar las leyes, no a infringirlas. Y por eso le crucificamos.
Le crucificamos entonces, y le seguimos crucificando ahora, cada día, a cada instante. Le clavamos en la cruz con la mentira, con la falsedad, con la hipocresía, con mirar hacia otro lado ante la injusticia de los desheredados de la vida, de los sin techo, de los sin futuro. De los que pertenecen a ese colectivo de personas —no importa su lengua ni el color de su piel— que se encontrarán muy lejos de sus raíces, de la tierra que los vio nacer, de los que les faltará en estas fechas el calor de sus seres más queridos, mientras nosotros celebramos una obscena Navidad de vacía de amor y plena de despilfarro.
Me gustaría pensar que, de algún modo, ellos también vuelven a su hogar a través de sus recuerdos y la añoranza de sus ausencias. De esas presentes ausencias que dibujan en sus rostros una triste sonrisa y el sentimiento que, en solitario, les hace latir el corazón, henchido del amor que mantienen por aquellos por los que mantienen viva la esperanza de poder volver algún día a casa por Navidad.
Son aquellos, que lejos del calor del hogar, luchan desesperadamente por la supervivencia en medio de un mundo manirroto y vacío, que ha perdido sus valores.
Son aquellos a los que no les duelen prendas, y con tal de que la vida continúe, con una casi insoportable voluntad y sacrificio, extraen de lo más profundo de sus instintos, la desesperada bravura de la resistencia.
Son aquellos para los que no hay sitio en la posada y en medio del derroche y el despilfarro, solo gozan del frío de la indeferencia de los confortablemente aposentados. Para ellos, los anónimos y excluidos intrusos, es el establo. Y, sin embargo, ellos —los desalojados excluidos— son los auténticos protagonistas de la Navidad. Es para ellos para quien vino aquel Niño en Belén o de lo contrario, la Navidad carecería de significado.
La Navidad, al igual que lo fue aquel Niño, debe ser la fuente de la vida para los desasistidos, para los desheredados, para los que sufren el infortunio del alejamiento, para los que han perdido su hogar y su trabajo, para los que por culpa de unos cuantos mal nacidos que se han enriquecido a su costa, han perdido toda esperanza de futuro, para los que sufren la humillación de mendigar un trabajo que saben que no van a encontrar, para los que padecen la degradación y la vergüenza de tener que sobrevivir gracias al amparo que les presta la familia, para los que sufren la degradación de tener que acudir cada día a un comedor de caridad, para los que teniendo toda una vida por delante, pierden la motivación y la esperanza de formar una familia y construir un hogar, por la ausencia de horizontes.
Si el manantial de la esperanza no fuera para ellos ¿Qué sentido tendría la Navidad?
Tiene que ser para ellos, por lo que hace más de dos mil años, por Navidad, volvió a casa Aquel al que esperábamos. Son ellos principalmente —y los acomodados también— los que necesitamos sus palabras, su testimonio, la bondad de su mirada y sus manos mostrándonos el camino. Es por ello, por lo que Él, volvió, a casa por Navidad.