Joseph Ratzinger, un Papa contra la secularización
María-Paz López.- El día que Joseph Ratzinger fue elegido Papa, el 19 de abril del 2005, y se asomó al balcón de la basílica vaticana para impartir su primera bendición urbi et orbi, abrió los brazos en saludo a la plaza y las mangas negras asomaron demasiado por debajo, dejando claro que la casulla blanca le iba algo pequeña. Quienes habíamos llegado a todo correr sin resuello a la plaza de San Pedro de Roma en cuanto la fumata blanca anunció que el cónclave de cardenales había elegido al sucesor de Juan Pablo II, no pudimos sino reparar en ese detalle de la indumentaria que ilustraba la combinación de certeza e imprevisibilidad que acompaña a un acontecimiento periódico clave para la Iglesia católica. Siempre hay al menos tres tallas disponibles, pero pese a que el entonces prefecto para la Doctrina de la Fe concentraba todas las miradas, nadie osó cerciorarse de si eran adecuadas para él.
Joseph Ratzinger, que acababa de cumplir 78 años, fue elegido Pontífice por una Iglesia angustiada ante los embates de la modernidad, que vio en el férreo purpurado alemán una garantía de firmeza doctrinal ante la secularización. En la misa previa al cónclave, el aludido se había presentado como un profeta de calamidades, llamando a los sacerdotes a una “santa inquietud” ante la “dictadura del relativismo”. Era casi un ‘programa de gobierno’, que cautivó a los cardenales más conservadores y terminó por convencer a todo el colegio de electores. Joseph Ratzinger fue elegido Papa al cuarto escrutinio en un breve cónclave de apenas 25 horas, y decidió llamarse Benedicto XVI.
Aunque en posteriores mensajes prometió ecumenismo y ofreció diálogo a las otras religiones y a los no creyentes, y con el tiempo afianzó un estilo humilde que matizaba su fama de severidad, nunca le abandonó la reputación de rocoso defensor de la fe. Se opuso al espíritu de los tiempos, que abogaba por una dilución de la tradición. Mientras, en la prensa internacional triunfaba el apelativo de Panzerkardinal, acuñado por los medios en Alemania, donde la elección de un compatriota para un puesto tan importante no produjo los estallidos de júbilo que cabría imaginar.
Si su pontificado de ocho años, de corta duración en términos de la historia eclesial moderna, estuvo erizado de incidencias, aciertos y desaciertos, y atravesado por la perenne lacra de los abusos sexuales a menores por sacerdotes y religiosos, por los escándalos de Vatileaks y por la no poca hostilidad por parte de sectores de la propia Iglesia, su inusitada renuncia al papado en el 2013, le granjeó una aureola de respeto y rompió moldes.
“Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio cetrino”, dijo el 11 de febrero del 2013. La renuncia se hizo efectiva el día 28.
En las retinas de todos estaban aún las imágenes de Juan Pablo II, enfermo terminal y Papa hasta el último minuto de vida, entre debates sobre si esa exposición otorgaba dignidad a la vejez y la enfermedad o si erosionaba a la institución por la evidente incapacidad para gobernar. La valentía con que Joseph Ratzinger anunció, en riguroso latín, que dejaba la cátedra de san Pedro despertó general reconocimiento.
“Sus análisis no dependieron de la corriente principal, sino que surgieron del pensamiento crítico, incluso a costa de la popularidad”, decía hace dos años en una entrevista en Berlín con esta corresponsal el periodista alemán Peter Seewald, histórico biógrafo de Joseph Ratzinger, que en el 2020 publicó una biografía definitiva titulada Benedicto XVI. Una vida. Profundo conocedor de la vida y obra del Papa emérito, Seewald arguye que Ratzinger “siempre estuvo dispuesto a cambiar y a hacer cosas que nadie antes se había atrevido a hacer, y lo demuestra sobre todo su renuncia en el 2013 al cargo por razones de edad, con la que revolucionó el papado. Su renuncia fue el resultado de su pensamiento razonado y de la toma de decisiones en oración”.
Seewald, que había publicado ya cuatro libros-entrevista con Ratzinger –dos de ellos siendo este cardenal–, mantuvo para esa biografía nuevas conversaciones con el Papa emérito en el 2018 y con decenas de testigos cercanos a él. Fue precisamente él quien desató las primeras alarmas al informar de la dolorosa erisipela facial que padecía el emérito, y de sus dificultades para hablar, ya con un hilo de voz. Desde su adiós al papado, residía intramuros en el propio Vaticano, en el monasterio Mater Ecclesiae, acondicionado para él, y donde el Papa Francisco le visitó con regularidad, no siempre con cámaras que dejaran constancia. Y así ha sido hasta el final.