Noche de Reyes (cuento de Navidad)
Todos los niños de la ciudad han desaparecido de la vista. Han cenado pronto y sin poner obstáculo alguno -como la seda- y ahora duermen, o al menos guardan silencio, o fingen dormir. Los padres, en una abrumadora mayoría, aprovechan un rato de paz y quietud, que agradecen muy sinceramente a la fecha que conmemoramos los cristianos y comentan cosas del día, leen, o hacen un crucigrama, como antiguamente, porque no desean otra cosa que tranquilidad. Están hasta el gorro de malas noticias, de peores datos del trimestre, de películas manidas y de politiqueos vomitivos.
He encendido mi pipa y me recreo en fumar en el quietismo más absoluto, mirando a la pared y a las volutas del humo que ascienden hacia el techo. Mi mujer, María, la madre de las cuatro criaturas que se han difuminado, ojea una revista y trastea con el whatsapp de vez en cuando. Oímos el chisporroteo de la leña y nos recreamos en ello con una amplia sonrisa dibujada en nuestros rostros, que va de oreja a oreja. Es la paz de Dios la que nos inunda.
Nos corresponde hacerlo tranquilamente en el viejo comedor, donde esperaremos a las dos de la mañana para garantizarnos la nocturnidad alevosa de cada año, a la vista de los zapatos que han depositado los cuatro junto al balcón, eso sí relimpios y cepillados, como de estreno, a los que acompañan un plato sopero de cebada en grano, que vete a saber de dónde la han sacado, para los camellos, y otro con turrones variados y frutas escarchadas coloridas, así como una botella de sidra El gaitero y tres copas, para obsequiar a los monarcas.
Llega algún ruido de la calle, poca cosa, porque nieva copiosamente y se ve vacía. La estancia está muy confortable. No se escucha nada en el piso de arriba, en el que duermen los pequeños, tan solo algún chasquido del maderamen al descender la temperatura. En mi bolsillo de la bata están las cuatro cartas escritas a mano, con alguna raspadura, pero muy bien redactadas y cuidadosamente dobladas en sus sobres, provistos del franqueo correspondiente, que en su día me entregaron para que las devorase el buzón amarillo que hay frente a mi despacho.
El viejo perro, Jonás, yace sobre la alfombra junto al fuego que arde en la chimenea francesa y emite gañidos en los sueños que se le han apoderado, como cuando cachorro, ya hace mucho, que vete a saber adónde le transportan y qué papel juega. Han dado las once en el viejo reloj de péndola del hall, en una oscuridad que propicia el sueño, e invita a cerrar los ojos, al menos.
-¿Te apetece una copita, Mariano?
Mi querida mujer, me pregunta con tierna voz, sin muestras de otra cosa que entretener nuestro largo ocio que va a durar hasta las dos de la mañana, y afirmo con la cabeza y poco más.
-Bueno, sí.
Se levanta de su butaca para ir al mueblecito donde dormitan los licores que ya van teniendo años y me sirve una copita de Absenta, que se nos había olvidado que existía. Ella se sirve otra.
-Muy bien, comento. Evoquemos a Baudelaire, el flâneur. Nos dejaremos llevar por el ajenjo y la tuyona, y que sea lo que Dios quiera.
-¿Qué es la tuyona?
-No te sabría explicar bien. Sabe a anís esto. Está bien. Es un componente del ajenjo, creo, y responsable de lo alucinógeno que pueda resultar el abuso… A Carlitos parece que le inspiraba, como a Manet, Degas… Arturito Rimbaud… no creo que a nosotros… Le di un buen trago a mi copita. Ella me miraba con curiosidad.
-¿Tú quién eres, muñeca? Le dije al poco. Me suena tu cara. ¿Te conozco del Folies o del Moulin Rouge?… Ah, ya sé, haces la calle en Place Pigalle… No estás mal, cielo. Me gusta tu cuerpo… Le dije embromándola. Ven aquí, le dije señalando mis rodillas. Se reía y le daba un buen trago a la suya y las volvía a rellenar.
-Soy la Patachou, querido. No… la Mistinguett… o, mejor, Fifí L’amour, tu amante desconocida y sensual que te ama y trabaja para ti, guapo, y se abrió la bata desnudando su cuerpo y vino a tomar asiento sobre mis rodillas para besarme como sólo ella sabe, cogida a mi cuello… Desprendía un perfume sugestivo y embriagador que me flipaba y mis manos se iban a ella y le prodigaba las caricias más atrevidas y ella gemía mordiendo mis labios.
–Sí, mi amor. ¿Qué vas a hacerme, cielo? Te subiré el precio según y cómo… Ya sabes … las tarifas…
No le echo la culpa a la Absenta, digo, pero corregimos el rumbo unos grados a estribor. María estaba más cariñosa que de habitual y yo flotaba en un ambientillo muy frívolo que no le pasaba desapercibido.
-Eres muy hermosa, cielo. Sé complaciente.
-Tienes la mano helada, guarro. ¡Ahí no!¡¡No sigas!!! ¡Ahhhh! Sí, sí… no pares. Me gusta lo que me haces.
-¿Ah, sí? ¿Fría, dices? No sabía. ¡Qué delicada te has vuelto, muñeca! ¿Qué me vas a cobrar, mercenaria del amor, o tendré que pegarte unas bofetadas para que veas quién es tu hombre?
-No sé bien, por ser tú quinientos, cielo. Eres mi hombre… Sí. Trabajo, para ti.
Estuvimos un buen rato en esa lid…
Cuando me desperté aquello parecía algo muy diferente. Jonás continuaba en su sueño más tranquilo, sin inmutarse ni acusar nada de nada, patas arriba, parecía reír. María yacía sobre mis rodillas dormida mal cubierta por la bata, como un fardo, apoyando su cabeza en mi hombro, con la boca abierta y el rostro mirando hacia el otro lado. El plato de la cebada estaba vacío, como la bandeja de turrones… Sobre la mesa central había un montón de paquetes de colores, llenos de lazos, y la botella de sidra estaba tumbada… La de Absenta, bien que terciada, no tenía el corcho, y había copas caídas a su lado… En el cenicero de la mesa grande había unas colillas de cigarrillos orientales, muy exquisitos. Había una cajetilla medio vacía, que guardé. En el suelo reposaba un cuello de armiño.
Junto al enorme árbol de Navidad y al Belén resplandeciente, encendido en intermitencias y músicas, al otro lado de la chimenea, más paquetes, envoltorios y regalos que desconocíamos con papeles de vivos colores rotulados en mil idiomas desconocidos.
La sacudí hasta que despertó y se quedó tan patidifusa como yo y se cogía la cabeza con ambas manos y con la boca abierta. Había tapado su cuerpo desnudo y se mostraba avergonzada. ¿Qué había sucedido? No salíamos de nuestro asombro. María me miraba como sintiéndose culpable de algo… Recogía del suelo sus prendas íntimas y el cuello de armiño. No podíamos explicarlo de ninguna manera, ni dar razón de aquello. Saqué las cartas del bolsillo, las puse sin el sobre encima de una mesita auxiliar y me fui al gabanero grande cerrado con llave, en el que reposaban los regalos comprados por nosotros, que distribuimos como Dios nos dio a entender sobre los zapatos que estaban desordenados…
Después nos subimos a nuestro dormitorio. Estuvimos desvelados y asustados hasta casi las seis de la mañana, dando vueltas en la cama, sin aclararnos. No se nos ocurría nada que explicase aquello, por más que le dábamos al magín.
Nos despertaron unos gritos a eso de las ocho… y carreras por la casa. Los cuatro habían descubierto aquello y no cabían de gozo… Abrían paquetes y bolsas y el griterío era ensordecedor, iban y venían, daban saltos, tanto que bajamos a la fiesta aquella y se nos abrazaban contando maravillas…
-Se han vuelto locos, lo reyes, decían, se han majareteado… Mira, mira…
María y yo nos mirábamos embobados, cómplices involuntarios de aquella locura, que no era ninguna alucinación. Bebíamos café acodados en la mesa grande y nos mirábamos con los ojos muy abiertos, entre la algarabía y abriendo los exquisitos regalos a nuestro nombre.
El suelo era un revoltijo de cajas, lazos y papeles de envolver. Era un milagro y estábamos en el secreto… ¿Cuándo podríamos contarlo? ¿Alguien lo creería?