La Catholica: preparación del concepto de Pueblo de Dios (Joseph Ratzinger)
Joseph Ratzinger.- Todavía no hemos agotado con esto lo que hay que decir sobre el concepto de Pueblo de Dios en el primer Agustín.
Si reparábamos precisamente en las tinieblas que la mayor parte de los fieles proyectaban sobre la imagen de la Iglesia, no debemos olvidar, por otra parte, que esa muchedumbre de cristianos es la que hace que la Iglesia sea una ciudad puesta sobre el monte y una luz en el candelero que no puede pasar desapercibida. También nuestro buscador de la verdad ha recibido el efecto poderoso de esa luz y no se ha sustraído a su fuerza orientadora. Este motivo aparece ya tempranamente, cuando en el libro Sobre el orden se dice que esa fuerza salvadora divina que los hombres necesitan para una vida recta, presta ya sus buenos servicios a través de todos los pueblos. El motivo se encuentra mucho más por extenso en la obra Sobre las costumbres de la Iglesia católica. La totalidad de los pueblos que ha sido reunida en la Iglesia testimonia, contra la religión marginal maniquea, en favor de la conservación de la Escritura y, con ello, de la fe, frente a las supuestas corrupciones textuales no comprobables, que se ven obligados a esgrimir los maniqueos para defenderse. Con esto tenemos ya puesto el fundamento para un desarrollo teológico que, aunque sea temporalmente posterior, tiene su ubicación intelectual justificada en el mundo de ideas de esos años, de forma que puede incluirse en ellos sin violencia. Se trata de una presentación que encontramos en el libro La utilidad de la fe. Toda la obra representa un intento de conducir a la Iglesia al amigo Honorato, todavía maniqueo, y de hacerle comprensible la dura exigencia que conlleva el sometimiento a la fe. Para esto Agustín se coloca a su lado en la búsqueda de la verdadera religión. La amplia propagación del cristianismo constituye un primer indicio en su favor, pues aunque sea dudoso que contenga la verdad, siempre será más llevadero el equivocarse en común con todo el género humano. A la hora de la elección entre las distintas comunidades religiosas, nuevamente el gran número de mártires será decisivo a favor de la catholica. Complementariamente cuenta también la indicación sobre la línea de la tradición ininterrumpida de esta Iglesia.
No obstante, lo que a nosotros nos interesa es la significación interna que Agustín atribuye a la predilección por la cantidad. Él mismo debió de darse cuenta de que todo lo anterior era insuficiente, pues, en definitiva, hasta ahora la cantidad únicamente tenía a su favor el punto atractivo de estar mucho más acompañado compartiendo su error —un mal consuelo para quien busca en serio la verdad. Por otra parte, ¿cómo puede decidir sobre la verdad quien ni siquiera la conoce, quien es ciego para verla y busca, por tanto, a quien pueda conducirlo hasta ella? Dicho con palabras de Agustín: Es ciego el ojo de la razón del hombre necio. Ha de buscar con los sentidos la sabiduría no sensible. Lo cual no es en sí una situación desesperada, pues en el hombre sabio encontramos la verdad bajo figura sensible y nos basta con imitarlo para convertirnos a la vez en discípulos de la verdad. Pero son tantos los que se ofrecen como «sabios» al necio que busca, que ¿cómo elegiré entre ellos, si sólo uno puede tener la verdadera sabiduría? Para poder hacerlo necesitaría conocer la sabiduría de una forma interna, tener un criterio de verdad interno, que es precisamente lo que me falta.
Agustín tropieza así con el problema más doloroso de toda apologética hasta el día de hoy: encontrarse siempre ante la tarea, al parecer casi sin salida, de fundamentar una fe para el hombre que pregunta, cuyo fundamento únicamente puede estar en ella y que, por tanto, sólo será capaz de ofrecerlo cuando ese hombre haya dado previamente la respuesta de la fe, la cual al parecer presupone dicha fundamentación10. Si antes nos hemos encontrado con el credo ut intelligam de Agustín, ahora lo vemos preguntarse si no se da la paradoja de que esa situación pueda ser resuelta con su inverso: intelligo, ut credam. La salida así encontrada es resultado de la conexión con la concepción antes mencionada, según la cual la sabiduría misma de alguna forma ha entrado con el sabio en el espacio de nuestros sentidos. Si este grado de visibilidad es insuficiente, entonces Dios debe dotar a la sabiduría de una sensualidad mayor, que le abra camino hasta el ojo del necio, es decir, que permita distinguir la verdadera sabiduría de todas las apariencias que se revisten de ese nombre, de forma que no haya ninguna duda acerca del verdadero camino. Y Dios lo ha hecho, primero por medio de los milagros y luego por medio de la multitudo. La multitud de pueblos que pertenecen a la Iglesia representa para Agustín un signo divino visible que realmente sólo Dios puede poner. Para él, para quien el pasado pagano había sido un presente experimentado todavía de forma inmediata en su propio padre y seguía siéndolo en muchos contemporáneos, era un milagro todavía más incomprensible el que no sólo unos pocos doctissimi, sino incluso la plebe de mujerzuelas ignorantes (imperitus etiam vulgus marium feminarumque) confesase a un Dios que sólo podía ser experimentado por caminos de comprensión espiritual, no de forma sensorial, sino sólo intellectu. Todavía más: incluso que la castidad y la continencia, aunque practicadas por pocos, encontrasen la plausibilidad y el respecto de las masas populares —lo que ya representa un progreso incalculable. Agustín cree haber ido ya ciertamente demasiado lejos al atribuir al juicio de arrepentimiento de la masa sobre sí misma un cierto avance en dirección a Dios y unas chispas de virtud.
Debemos entender lo que eran los populi deliciosi para el filósofo seguro de sí, si queremos captar el milagro con el que se encontró confrontado Agustín. El libro Contra los académicos incluye «el pueblo» dentro del epicureísmo en general, y en consecuencia habrá que considerarlo como esa fuerza retrógrada que obliga a los platónicos a atrincherarse detrás de la fachada de su escepticismo. Y, sin embargo, también este libro conoce la clementia popularis de nuestro Dios16, su descenso precisamente a este pueblo; mientras, por el contrario, el Agustín del De utilitate credendi sigue padeciendo a causa de la completa bajeza de la masa. El milagro paradójico de la gracia divina, el que precisamente en esta masa pecadora se dé el milagro del conocimiento de un Dios que es espíritu, es lo que proporciona su plena fuerza iluminadora al signo divino que en él se manifiesta. La Iglesia se convertía así realmente para Agustín en el signum levatum in nationes del que habla el Vaticano. Advirtamos de forma complementaria que Agustín tiene que enfrentarse en este asunto también con convicciones de fe anticristianas y con su testificación en los milagros. Frente a tales milagros y profecías, alude como característica distintiva, primero al poder externo predominante de los verdaderos signos divinos, pero también, sobre todo, a su orientación interior al despertar y a la purificación del hombre.
Si tras estas disgresiones volvemos a la pregunta: ¿hay un intelligo, ut credam?, la respuesta sólo puede ser negativa. Ya que el intellegere es un acto que precisa de un estado de gracia determinado, que sólo puede ser alcanzado por vía de fe. Querer que fuese previo a la fe sería poner las cosas al revés y quitarle a la fe su sentido interno. Lo único que puede preceder a la fe es aquella única función del conocimiento que conserva el hombre en su desgracia: la percepción sensible. El hombre necesitado de salvación no conoce otra cosa, aunque desde la situación del hombre «sano» hay que decir que es sólo un mínimo.
Precisamente esto, el hecho de que así se encuentre agotada la medida de su conocimiento y que haya llegado con ello al límite de conciencia que puede alcanzar, implica la necesidad que tiene de la fe salvífica. Una comparación de este tipo, de la fundamentación de la fe con las ideas de la teología moderna o también con formulaciones dogmáticas como las del Vaticano, tendría que tener en cuenta las profundas diferencias de la forma histórica que las separa. Por una parte, tenemos que hemos renunciado en lo esencial a la conexión de determinadas formas cognitivas con los diferentes estados salvíficos del hombre y la hemos sustituido, como mostraremos más adelante, por la distinción entre «natural» y «sobrenatural». Por otra —y esto es poco tenido en cuenta—, se ha producido un profundo cambio en nuestra comprensión de la certeza, se admita o no teóricamente. Pues, en definitiva, para nosotros la forma suprema de certeza se da en el caso de poder ver y tocar el objeto, mientras que consideramos discutible toda forma de conocimiento puramente espiritual, incluso el llamado conocimiento de la esencia. Sólo cuando percibimos con claridad estos límites recíprocos, podemos atrevernos a plantear la cuestión acerca de la unidad interna entre lo históricamente separado.
Lo que nos importa del conjunto es el hecho de que la auctoritas, con la que primero se encuentra la fe, alcanza al hombre por completo en lo externo. Ya anteriormente hemos descubierto que el acto de fe tiene su sede en las fuerzas del conocimiento sensible, es decir, en lo externo del hombre. Lo que ahora se nos ha mostrado es que también la autoridad pertenece a ese ámbito. Agustín no hace en este terreno ninguna gran diferencia entre el Cristo histórico, que se muestra por los milagros, y la Iglesia, que se muestra por su magnitud. La Iglesia significa para nuestro tiempo lo mismo que Cristo para el suyo, a saber, la presencia de lo divino bajo forma sensible.
Consecuentemente, la autoridad pasa a ser superflua en la medida en que la fe avanza hacia la comprensión. Cuando hay comprensión, hay libertad y, con ello, el fin de toda autoridad. En lugar del Cristo histórico aparece ahora el «magister intus docens», en lugar de la fe externa, la autoridad racional interna. Esa autoridad de Cristo interna está separada de la externa por una distancia sin conexión. Su comprensión es puramente metafísica: es el poder interior de la verdad, presente en lo más interno de cada hombre, y que experimenta, ciertamente, sólo aquel cuyos ojos internos son abiertos por la fuerza exterior de la verdad en Cristo encarnado. Aquí se anuncia claramente un puente sobre el χωρισμός de los dos mundos, que por ahora está abierto separándolos. El puente quedará tendido cuando Agustín aprenda a «tocar» la veritas incommutabiliter vivens en la fides historica, cuando haya visto la conexión interna de la palabra temporal con la eterna autoridad de la verdad. Por ahora la figura del maestro interior excluye toda conexión de éste con el histórico-salvífico, y aparece en su comprensión puramente metafísica.
Por eso la Iglesia se queda delante de las puertas de la santidad, incluso allí donde aparece como continuación viviente de Cristo, al igual que la misma fe, que la sostiene. Podemos decir que, en este estadio de su evolución intelectual, toda la teología de Agustín se agota en ser teología fundamental. Con ello tenemos caracterizado también el concepto de Iglesia de este período. La impronta definitiva y, a la vez, más profunda de su comprensión de la Iglesia la hemos encontrado en De utilitate credendi. La Iglesia aparece aquí esencialmente como la catholica, como la masa de los creyentes extendida por toda la tierra y, así, como milagro divino visible, que señala más allá de él, hacia lo invisible. El conocimiento que todavía no ha alcanzado Agustín es saber que el signo externo de la multitudo como populus Dei es una unidad interior y que en cuanto tal, está dentro del espacio de la realidad divina. El concepto de multitudo aparece así como la cara exterior del concepto pueblo de Dios, que seguimos investigando.